Por Juan Fernández
“En enero del 2009, por primera vez en la historia bélica de los Estados Unidos, hubo más muertes causadas por suicidios que por combate”
Anoche encendí velas blancas
en honor a sus impronunciables nombres,
ángeles y demonios temblaban
mientras me escuchaban
pronunciar en voz alta sus motes
y les pedía perdón en voz baja.
Podía ver la lluvia tibia del desierto
caer sobre sus lánguidos cuerpos,
rígidos, cenizos, ensangrentados y fríos,
sus ojos muertos me seguían,
con mi fusil en el hombro caminaba despacio.
Las detalladas imágenes de lentas muertes
despacio me contristaban,
aunque sólo por un momento.
Mis compañeros,
después de tantos años juntos,
respetaban mis ritos de muerte
y algunos hasta lo entienden.
Todos somos hijos de alguien,
las madres los traen al mundo,
nosotros, los soldados,
los despachamos rápidamente.
Ayudamos al planeta
en la tarea difícil
de mantener el balance,
somos control de calidad
y guardias de cantidad.
No soy más
que un indolente soldado cualquiera,
sólo me enseñaron a causar
el mayor de los dolores
y la más rápida de las muertes.
En esto soy un profesional triunfante.
Y pensar que soñaba con ser contable.
Nunca pensé en el horror que siente
el hijo que llora arrodillado,
incrédulo,
frente al pequeño agujero
que dejó mi disparo
en la frente de su padre,
ve la sangre correr
y secarse en la arena.
No pensé nunca
en el dolor de una madre
que arrastra por la calle
el cadáver lánguido
de su hijo.
Anoche él le hablaba
de universidad y paz.
Soy extranjero
en país que desconozco,
donde llegué a ser un dios cualquiera,
en mis manos llevo la decisión
de quien vive o quien muere,
como he dicho,
un dios cualquiera.
Me pregunto si en otra vida
hubiese sido un alegre turista
que visita este suelo
para disfrutar de su gente,
su cultura,
su bella historia,
leería en una sombra
el pasado de los sumerios
y quizás hasta me reiría con sus niños,
¡Qué burla!
La última vez que me reí
ya ni la recuerdo.
Llevo una vida dictando sentencias,
como un dios cualquiera.
Una vez escuché un general decir
que la paz del mundo descansa
en los hombros de hombres como nosotros.
!Pobre mundo!
Escribo estas cortas líneas,
no para que me perdonen,
ni como una forma
de arrepentimiento,
Yo no salí de mi país
a ser juez,
ni fiscal,
ni un dios cualquiera,
sólo quería hacer mi trabajo,
ayudar.
A mis hijos, un beso
y un triste “perdón”,
a mis padres,
simplemente gracias,
y a ti, mi país,
pido al Todopoderoso
que te libre de que te hagan
la mitad de lo que nosotros
le hemos hecho al resto del mundo.
Esta bala en la sien acabará mi dol…
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