El Regreso de Margot
Por Juan Fernández
Por Juan Fernández
Margot tenía cita en el salón de Mecho para arreglarse el pelo. Si no se iba en la guagua de las 6:25, llegaría tarde. “Hoy las muchachas del salón se van a ganar sus cuartos”, pensó mientras daba besos y abrazos de despedida a sus amigas.
Hoy los dioses de las carreteras estaban de su parte. La guagua pasó el Túnel Lincoln más rápido de lo normal; era casi un milagro que un viernes a las 6:45 de la tarde no hubiera tráfico en ese túnel. “Las oraciones al Divino Niño todavía trabajan”, dijo Margot en voz baja mientras se persignaba y elevaba la mirada al cielo para dar las gracias.
Después de salir del tren local de Broadway, llamó un taxi para no perder más tiempo e iniciar su ritual de partida. El reloj sólo marcaba las 7:15 de la tarde, cuando ella llegó al salón de belleza.-
- ¡Mujer, y esa greña tan fea! – fue el saludo que recibió.
- ¡Mira, cállate y empieza a hacer tu magia! Tú sabes que no puedo llegar a ver a mi gente como una loca vieja. Aquí me pelo las nalgas en una factoría, pero allá soy gente.
Margot colgó el abrigo en un clavo en la esquina, se quitó la bufanda y, como ya se había quitado el gorro, lo entró en un bolsillo del abrigo y se fue a darles sus respectivos besos a las muchachas del salón.
- Margot, ¿y cuánto tú tienes que no vas a tu campo? - le preguntó la que lavaba el pelo.
- Ya tengo doce años, tres meses y dieciocho días que no veo mi gente… pero, ¿quién lleva cuentas? Si esta noche no cae una nevada, esto se acaba mañana a las doce rayando, cuando aterrice en Santiago. Margot estaba nerviosa; sólo soñaba con su regreso al campito de su infancia. Deliraba con ver sus familiares, recorrer los caminos estrechos debajo de las amapolas, bañarse en las aguas frías de los manantiales, comer manzanas de oro, zapotes y guanábanas, visitar las ruinas de la Vega vieja y hasta sentarse debajo de una mata de javilla a ver los niños jugar en la grama verde del frente de su casa.
Camino a su casa, pensó que lo del salón fue todo un éxito: los rizos quedaron perfectos; el trabajo completo tomó más de cuatro horas, pero había valido la pena. En la parte de atrás le habían puesto las extensiones que quería; también le sacaron unos rizos que le ocultaban un poco las arrugas y el tinte con rayitos rubios quedó mejor de lo que ella había soñado.
A las doce llegó Doña Patria.
- ¡Margot, abre la puerta que me estoy frisando!
Patria traía el encargo que le había hecho el marido de un paquete de pantaloncillos, dos franelas y un cepillo de dientes de los buenos, “con el cocote doblao”.
- Pero, Doña Patria, ¿por qué usted no me dijo que necesitaba que le llevara algo? Ya no tengo espacio en las maletas. – Le reclamó mientras le quitaba el paquete de las manos.
- ¡Muchacha, pero tú pareces una estrella de cine! Esa blusita la vi en El Mundo por $6.99. ¡Qué ganga! – Patria la vio de arriba abajo, el signo de aprobación se lo dio con la cabeza.
- ¡Ay, usted! Déjese de eso, que como quiera yo le voy a llevar sus calzoncillos a Romualdo. – dijo Margot – ¿Y qué le parecen estos aretes, Doña Patria?
- Vas a ser la sensación del pueblo, los hombres de esos campos nunca han visto mujeres tan elegantes, un mujerón. – le garantizó Patria – Mira, la vecina del 26 renta anillos, cadenas y brazaletes para los viajes.
- ¿Sí? ¿Y cuánto usted cree que me cobre por una cadena de las gordas y unas pulseras?
- No mucho, como unos 25 pesos. - contestó Patria.
Escogió la mejor de las cadenas. La vecina le cobró $40 dólares por el mes completo. Era de oro dieciocho y tenía un tejido cubano precioso; por lo menos eso le dijo Patria antes de irse.
Margot hacía una lista mental de todo lo que tenía en la maleta: los Milkyways de los muchachos, los brassieres de copa DD y los pantis “manga larga”, que son los únicos que usa su madre. Los biberones para el nuevo ahijado, los pantalones bien apretados que se había comprado en la Avenida San Nicolás, las blusas de mallita. También las camisetas que decían “I Corazón NY” y las de “Yo Soy del Patio”, los zapatos de punta fina para los bailes y, desde luego, la faja que le pidió su hermana para esconder un poco la barriga; el vestido negro, por si se ofrece ir a un velorio; las medias gruesas con rayitas azules y rojas para los carpetozos de sus sobrinos, ¡ah! y la ropa interior; la mujer que se los vendió en el apartamento del Bronx le dijo que todavía no habían salido ni en las mismas tiendas de Victoria Secret.
En la segunda maleta llevaba un poco de todo: pantalones cortos, jeans, trajes de baño para su visita a La Confluencia. Blusas y un traje blanco con encajes y perlitas, con sus zapatos, medias pantis y hasta un pañuelo de cabeza para el bautizo. Las maletas ya están listas. El celular marcaba la 1:15 am.
Ahora faltaba preparar el bulto de mano y la cartera que compró a los africanos en la acera de la calle 34. En el bulto iba a llevarse unos pantis y unas chancletas por si el avión se retrasaba. Lamentablemente sólo podía llevar el cepillo de dientes, porque no dejan volar con pasta dental… “Como que uno va a explorar un avión con una Colgate”, pensó mientras ponía todo en su lugar.
A las 2:20 de la mañana empezó a cambiarse. La transformación fue gradual; de esa misma forma se elevaban el espíritu y el alma de aquella mujer. Los pantis blancos y el brassiere de fino encaje, unas medias pantis color piel, para recoger un poco la celulitis, el pantalón jean, un poco ajustado, le dio problemas para cerrárselo; tuvo que acostarse en la cama para poder subirse el zipper. Había dejado la blusa para el final que porque no quería sudarla. Cada accesorio fue dejando atrás la mujer cansada por el trabajo, luchadora y maltratada por la diva que ella sabía que vivía dentro de ella.
La correa por poco no le sirve al pantalón; era preciosa, del mismo blanco de las botas a la rodilla y la cinta que le habían puesto en el pelo. La hebilla era grande y le hacía sentir “poderosa”. Además, le daba la oportunidad de soltarse el pantalón, si le apretaba demasiado.
A las 3:55 Margot se pintó los labios, se puso la blusa negra, verificó que no se viera nada más de la cuenta y se acomodó los pantalones para presentar su mejor figura. Cerró la puerta del baño para empezar a ponerse los lentes de contacto. Ella veía perfectamente sin ellos, pero sabía que el verde de los lentes le iba a hacer un contraste “divino” con su piel morena y su pelo con rayitos.
A las 4:15 sonó el celular:
- Baje, Margot, que vamos a llegar tarde. – Le dijo el chofer del taxi, quien estaba muy nervioso, pues tenía que llevar a Margot y recoger a su hija Gabriela y su mujer que llegaban en la otra terminal.
- Ya estoy lista, pero tengo que bajar despacio por los tacos de las botas. – respondió mientras terminaba de empolvarse el cuello. Una vez más se acomodó el busto.
Cuando salió al pasillo, vio a su amiga Celeste asomarse por la puerta.
- Llévate estas fundas de Macys por si te hacen sacar algo de la maleta- le dijo en voz baja con la carraspera típica de un recién levantado.
A las 5:15 llegó al aeropuerto. Como anticipaba, se pasó con unas libritas; pero el encargado era “del patio” y ni le hizo caso. El avión se retrasó unos veinte minutos, porque “un fatal” no aparecía y tenían que sacarle las maletas. Al final, el tipo llegó corriendo, con unos tragos encima y, como le tocaba uno de los asientos de la cola, todo el que pudo le dijo algo; algunos hasta le recordaron a su madre.
El vuelo fue sin novedades, y a pesar de los inconvenientes iniciales, llegó exactamente a la hora anunciada. Su vecina de asiento la mantuvo entretenida todo el tiempo con un rosario y un librito de “La Palabra Diaria”, que iba leyendo en voz alta. Sólo paró para aplaudir enérgicamente junto con los demás pasajeros, cuando aterrizó el avión.
Aduanas fue otra historia. El maletero se puso de fresco y quería que Margot le diera “algo pa’ la Navidad”.
- Doña, dése algo. – El hombre llevaba un uniforme de camisa kaki y pantalón verde, estaba sucio y parecía que no comía desde hacía dos o tres días.
- Mire, yo no traigo dinero para dar. ¡No me diga que usted le pide a todo el que llega! – Margot estaba sorprendida; este era su primer viaje de regreso y no sabía lo que estaba supuesta a hacer o no.
- Bueno, a todos no, pero a las señoras “buena mozas” como usted siempre busco la forma…
- ¡Ni termines, ya te ganaste tu peso! Gracias por el piropo. Ayúdame a buscar las maletas y dile al “caco pelao” ese, que parece el jefe, que esto es para él. – Margot sacó una papeleta de $20 dólares que llevaba dobladita en el bolsillo de atrás del apretado pantalón.
- ¡Venga conmigo, mi doña, que ahora usted es la jefa!
A la 12:00 del mediodía, salió Margot del aeropuerto.
Cuando vio a su viejita esperándola al final de un pasillo colorido y lleno de caras sonrientes, ella dejó caer el bulto. Los tacos hacían ruido y todos la veían; Margot sintió como que se burlaban, pero eso no le importó. Estaba en su país, con la gente que la quería y el abrazo de su madre tenía un calor que le avivó el alma.
- ¡Déme su bendición, mamá! – Exclamó llorando.
A las 1:00 de la tarde llegó a Pueblo Viejo. Medio campo se había reunido a recibir a la hija de Doña Felicia, que llegaba de Nueva York. La madre mandó a buscar un “bigleaguer” al colmado de la esquina. Margot le añadió a la orden un pedazo de queso Geo, un “ajoga-burro” y un mabí bien frío.
Más tarde, cuando se fueron todos, el balanceo de la mecedora de la galería casi la durmió… pensó en su viaje de regreso; pero, rápidamente, sacudió la cabeza para espantar la imagen. Para su próximo viaje juró que vendría con su familia… pero eso es otro cuento.
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