El Viaje
Por Juan Fernández
En Nueva York las cosas no eran diferentes. Como afirmaba papá cuando estábamos en el campo de Pueblo Viejo, donde nací: “Aquí hay que hacer el mismo viaje que allá y existen otras bestias más salvajes”. Anoche no fue distinto. Cuando me preparaba para iniciar el viaje, podía escuchar ruidos infernales, sonidos casi mudos, como los que hace el abuelo cuando ronca. La primera vez que lo oí, pensé que se estaba ahogando.
Sentía como si los animales nocturnos me gritaban que me atreviera, me gritaban “¡cobarde!”. Se podían oír ruidos en las paredes, igual a los que hacían las ramas de los árboles al chocar contra el techo de zinc de mi vieja casa. Luego, había aprendido el origen de mis peores pesadillas: ratas asesinas. Cada paso que tomaba me alejaba más de mi refugio y me acercaba más a la muerte. Podía sentir el frío de la madrugada entrar por el espacio debajo de la puerta de mi calabozo. La luz de la cocina parpadeaba y podía ver sombras moverse en un rítmico vaivén, árboles, otra vez y ¿qué si no lo son? Aquí no hay tantos como allá.
Por la ventana de la “yarda” –así decía mamá que se llamaba el patio de los edificios en Guachinton Jai– podía ver las tinieblas, como si fueran nubes moviéndose despacio, como buscando víctimas para devorar. Un amiguito de la escuela me había contado de los vampiros y sus formas de transportarse; cómo se arrastran o vuelan, ¡horrible! Sabía que eran mentiras, pero quién sabe… él es mucho mayor que yo y sabe más porque ya está en segundo curso.
Un grito, o el sonido de la puerta, me despertaron un poco más; se me erizaron todos los bellos del cuello. El palo de escoba que había tomado como espada no dejaba de temblar en mis manos y el casco de béisbol de mi papá ya no me protegía. Mis rodillas eran de gelatina. Ya había llegado al pasillo, que parecía una cueva húmeda, con piedras afiladas, con antorchas encendidas por jorobados. A unos cuantos pasos, que parecían cientos de metros, se encontraba mi destino.
Respiré profundo y cerré mis ojos; mis pies descalzos me ayudaban a dar los brinquitos necesarios en la alfombra para llegar sin pisar los mosaicos, o quizás se sentían tan fríos por la sangre de otros niños que habían vivido en este apartamento antes; la calle 135 no parece la más segura. No me atrevía a abrir los ojos completamente, sólo lo suficiente para ver mi siguiente paso.
Volví a respirar cuando regresé a mi cuarto y cerré la puerta, me quité el casco; me di cuenta que aún tenía en mis manos la espada de madera, “yo no vuelo a salir”, pensé en voz alta. Esta noche la escoba duerme conmigo.
Esta vez el camino no fue más fácil, todo lo contrario. Mi hermana mayor me ha dicho un secreto, no tomar agua de noche. A sus ocho años es toda una experta, nunca se despierta. Mañana lo pondré en práctica, pero hoy me acuesto sabiendo que sobreviví un día más; mañana quién sabe, pero despertaré sabiendo que estoy creciendo; eso me dice mi mamá. Quizás lo más importante de todo: me despertaré seco y sin la vergüenza de no haber resistido el viaje, como en otras noches. Podré caminar con la frente en alto y saber que, a mis seis, ya soy todo un hombrecito.
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