Cuento: Un Día Como Ningún Otro

Por Juan Fernández

Ayer, un poco después de las cinco de la mañana, empecé a caminar, como todos los días, desde la esquina de la avenida Broadway y la calle 181. Frente al McDonald, donde me dejaba el autobús que tomaba desde el Bronx, era donde iniciaba mi ritual matutino, mi baño de pueblo. Empezaba a trabajar a las nueve, pero mi desayuno me lo comía caminado con mi gente. Aunque soy un producto puro de Guachinton Jai, las limitantes económicas, como si fueran mis amigas, me habían empacado las maletas, me recogieron los corotos y me mudaron a donde yo podía costear la renta. Mi comunidad, despacio, había migrado una vez más, gentrificación urbana, le llaman los expertos. Mi cuerpo dormía en el Bronx, pero mi corazón latía en el Alto Manhattan.

El aire estaba cargado de una energía nueva y desconocida para mí, por más que intentaba localizar su origen, me fue imposible. Miré hacia el norte, y con mi pobre visión podía ver, casi, hasta la funeraria Ortiz, en la calle 190. La bomba de gasolina de la calle 186, frente a la escuela pública, se veía desierta, pero aun asi, yo no podía ver nada extraño. Vi hacia el sur, y mis ojos se perdían en la gran avenida, podía ver los detalles del majestuoso edificio del teatro United Palace, en la calle 175. Algunos vendedores descargaban sus camiones para el mercado de pulgas frente al teatro...tampoco nada. 

Hacia el oeste, menos, en el cruce de la avenida Fort Washington y la calle 181, es un punto mágico de la división racial de Nueva York, judíos hacia el norte, dominicanos hacia el sur, una barrera cultural sometida por dueños de lujosos edificios. Pero hacia el este, en la angosta calle comercial de la 181, ahi, escondida entre cada sonrisa fingida, rodeando entre las habichuelas con dulce, los pantis, las réplicas de carteras de marca, los yaniqueques, y otro millar de mesas de vendedores ambulantes, podía ver que se movía un sentir, como si fuera un ser viviente, como un fantasma, algo completamente diferente.

En mis casi cinco décadas con mi gente nunca había escuchado tanto silencio en en la esquina de la Duarte con Paris, para nosotros aquí, la 181 con San Nicolás. En los rostros de los más ancianos podía ver la misma inquietud que tenía yo, algo había cambiado, no físico, sino emocional, casi espiritual. Muchas personas, hombre y mujeres, caminaban cabizbajos, sus sonrisas de faroles, a las que ya estaba acostumbrado, se habían apagado, y sus miradas se perdían en el pavimento. Sus parpadeos, pude notar, más lentos de lo normal. Algo le había robado el corazón a mi gente.  

El evangélico de la esquina, siempre risueño, trataba de pasar a los transeúntes, sus mensajes de paz y felicidad en la Palabra de Dios, pero no trabajaba, nadie le tomaba sus buenas nuevas. El ánimo de mi comunidad se estaba despacito perdiendo, como un riachuelo que se seca, como el sol cuando llega la lluvia. Algo había pasado ese fin de semana, después de tantos años, conocía mis lunes como si fueran mis familiares.

Cerré mis ojos, y allí, parado como una estatua, silente, dejé que mi gente me llenara, fue cuando empecé a comprender lo que estaba pasando, pude entrelazar comentarios sueltos de las voces tristes de los míos, pude respirar sus respiros, escuché el susurro de dolor, y fue cuando entendí que lo que estaba pasando era más grande que yo. 

-...¿pero para mañana si, verdad?...- dijo una joven, mientras la otra le respondía, 
- ...no manita, un día más, sino, no sirve…
-...¿tu crees que funcione?...- dijo un viejo sureño, su acento claramente de Barahona. Su acompañante, cibaeño, le dijo;
-...claro, no tenga ute la duda.
-...¿Para cuando veremos los resultados? - preguntó el señor que vende el maní tostado.
-...no se preocupe Don Selmo, siga vendiendo, que en unos días esto se acaba. - le respondió la vendedora de medias. Sus frases sueltas las ataba yo en mi mente y despacio perdía la venda.
-...¿y cómo va a comprar su medicina? - preguntó una mujer, que por su voz parecía muy bella. Mantuve mis ojos cerrados y continué escuchando…
-...le queda para una semana de insulina, no te preocupes.

La voces se fueron perdiendo, y el sonido leve de la calle se fue convirtiendo en ruido, los carros, la gente, los camiones, los comercios, el ruido de las rejas de metal elevándose para invitar al mundo a gastar, a consumir. El mundo me encontró parado en la misma esquina, con los ojos abiertos y las manos tapandome la boca, incrédulo, confundido. Aunque normalmente camino a mi trabajo, ayer tomé el tren, en silencio. Allí la gente estaba igual de extraña, algunos pasaban sus manos lentamente por sus frentes, otros se miraban y con sus miradas se decían que entendían. 

Al llegar a la casa no había dicho una palabra. Puse el maletín sobre la silla izquierda de mesa de comer, me senté frente al televisor, el cual nunca veo, y lentamente fui cambiando los canales hasta llegar al de las noticias de República Dominicana. En mi vida nunca había sentido tanto dolor, nunca había visto tanta tristeza, un vecindario completo bañado de angustia. Y alla ni lo sabian. 

La voz sutil de una hermosa reportera dijo:
Hoy, lunes, después de tres días sin recibir remesas de los dominicanos del exterior, el país se encuentra de luto. Varios diputados, diputadas y senadores han convocado a los diputados y diputadas de ultramar y representantes comunitarios para encontrar una solución. Nuestros corresponsales en Nueva York, Boston, Barcelona, Roma,Toronto, Sudamérica y hasta Japón, confirman que la comunidad dominicana del exterior ha sido sometida a extremadas interrogantes, abusos, burlas y, después de varias décadas de comentarios ofensivos, denigrantes, por sus compueblanos, simplemente, se cansaron.  
El sábado fue un día extraño, para muchos, eterno, el domingo fue un desastre para la seguridad nacional, en un día se cometieron más asaltos y robos que en todo lo que va del año, hoy, miles de familias, ancianos, niños, imploran a los oficiales gubernamentales trabajar con sus familiares en el exterior para integrarlos al día a día del país. 
Nosotros, todos, en esta red televisiva, aquí, en la capital y en todo el país, tenemos un dominicano ausente que se sacrifica todos los días para enviar un pedacito de él o ella en cada remesa, en cada maleta, en cada caja, en cada barrica, en cada sobre que trae el vecino, en cada encargo, en cada llamada. Sus aportes son vitales para el funcionamiento diario de nuestra nación y la mayoría simplemente los ignoramos. Esperamos que toda la nación considere los que significa ‘un día sin los dominicanos del exterior’.
La señal se perdió y la pantalla se quedó en blanco, como yo, un fuerte silbido retumbó en mis oídos, y las lágrimas corrían en mi rostro como ríos. Adquirir conciencia muchas veces duele.