La Mecedora de Doña Patria
Por Juan Fernández
Corría lenta y tibia la tarde del 30 de Junio del 2013. Doña Patria recordaba los años de los 60s cuando nacieron sus hijos, y los discursos efervescentes del Profesor Juan Bosch, y se perdía entre el sonido de las hojas de las palmas y el canto lejano de algunas tórtolas silvestres. Un perro realengo ladraba mientras su blanca, cabeza cubierta con un paño negro, tan negro como el dolor que sentía en su alma, descansaba en el espaldar de una mecedora que le regaló su hijo mayor antes de irse al exterior, mañana lo traerían en una caja desde Nueva York.
“Dios no planificó el universo para que las madres enterremos a nuestros hijos”. Pensó Doña Patria. Sentía un peso en el corazón y un nudo en la garganta. De sus ojos grises no podían salir más lágrimas, se le habían secado todas la noche anterior. Sus hijas le ayudaban a tomar un poco de sopa boba. Sus manos, arrugadas y delgadas no se querían mover ni para comer.
Los vecinos fueron pasando uno por uno, especialmente los más viejos, los jóvenes no sabían que decir, ni que hacer y sólo atinaban a bajar la cabeza al pasar frente a la casa, levantaban una mano como para decir “lo siento”. En los cuartos se podían escuchar gritos y sollozos de las primas y hermanas del difunto. Y Doña Patria se perdía en su dolor aún más con el vaivén de la mecedora.
- Doña Patria, oí que murió uno de sus hijos. ¡Cuanto lo siento! Por suerte no fue uno de los de aquí. – Dijo quitándose el sombrero el vecino más lejano de la casa, Don Igno.
- ¡Ay Don! Si usted supiera, los de aquí o los de allá nacieron de la misma matriz, mi sangre sigue siendo la misma en las venas del campo o en las gringas. Me duelen igual si los toco con mis manos o los calmo con mis lágrimas por un teléfono a larga distancia. Unos me siembran la yuca y me atienden el platanal, los otros me compran la medicina y me visten. – Doña Patria siguió meciéndose sin dejar de mirar fijamente a su vecino. – Siga hablando vecino, no se calle por mi respuesta, que escucharlo me hace bien.
- Pero no me diga que es igual Doña Patria, los de aquí se quedaron con usted en los momentos más difíciles. – Don Igno no sabía que decir, Doña Patria vivía por cada uno de sus hijos; desde las que Vivian aun con ella hasta los que se fueron muchos años atrás, hablaba de ellos con el orgullo de una madre que se dedicó a criar hombres y mujeres de bien.
- Si Don Igno, pero los aquí duerme en mi pecho cuando lloran de dolor y los de allá lloran solos en un cuarto rentado por un desconocido, con el frio de un invierno maldito o el calor de un verano aterrado. Me dicen que a veces pueden bailar al compás de los tiroteos en el Bronx y que los “landor” están por votarlos como perros de los edificios de Nueva York.
- ¿Y porque si están tan mal allá no regresan Doña Patria? – Don Igno, se levantó y limpió el sombrero como para irse, casi ofendido, pero rápidamente se sentó por respeto.
- Eso quisieran ellos, Don Igno, pero nosotros vivimos de lo poco que ellos mandan. Uno, el que es taxista, trabaja catorce horas al día, me dice que cuando se acuesta no siente ya la espalda y tiene que dormir de estómago por el dolor en la “rabándola”. El otro, el que tenía el colmado, la bodega, como dicen ellos, trabajaba dieciséis. La esposa y sus dos hijos trabajan siete días a la semana y antier lo perdió todo por un asaltante que hasta la vida le quitó.
- ¡Dios mío, Doña Patria. Qué pena! ¿Y su hija, Doña Patria, la india jovencita que se fue los otros días?
- Mi morenita, trabaja dos trabajos, en el día cuida viejos, y hasta un musculo se desgarró, y en la noche limpia platos en un restaurante de un italiano que la trata como una sirvienta o peor, porque le paga unos dólares la quiere usar como mujer. Es tan linda mi benjamina, usted no se imagina Don Igno, ella ya perdió el brillo en sus ojos y que no se quita un paño de la cabeza, cuando viene a verme pide joyas prestadas a las amigas, ella cree que no lo sé, y se compra las mejores bajas para que ustedes crean que allá ha triunfado. Yo solo quiero que sea feliz, me dice que si pudiera se quedaría conmigo, para cuidarme, pero dígame usted, ella tienes tres hijos que nacieron allá y me dice que está dispuesta a sufrir y hasta dejar de comer para que ellos no pasen lo que ella ha tenido que pasar. Que aquí ellos no tienen futuro.
- Nueva York no suena fácil Doña Patria…Sin embargo los dominicany…
- Cuidado Don Igno como le llama a mis hijos y mis nietos que ellos son tan dominicano como usted y yo, y aunque usted crea que es más que ellos porque está aquí se equivoca, allá ellos también bailan merengue y bachata, comen casabe con mambá y mangú con huevo, queso y salami frito, aguacate con un chin de sal, y lloran cuando oyen el himno nacional, mis hijos viven allá pero se duermen soñando con el día que puedan volver a su país. ¿O es que usted no ve como se poden de felices cuando vienen?
- ¡Ay Doña Patria! Yo no sabía nada, siempre he creído que los que se van son unos traicioneros y que se olvidaron de donde se fueron.
- Mire Don Igno, mis hijos, y los de miles de madres que nos quedamos aquí llorando la ausencia de nuestros hijos, allá trabajan como bestias, luchan contra un sistema que los quiere aplastar, pagando impuestos hasta para respirar, cogiendo prestado a uno para pagarle a otro y sabe Dios que más hacen para poder mandar para acá. Se levantan de madrugada y se acuestan cuando ya no pueden dar más. Llegan aquí y los tratamos como si fueran extraños, como usted dice, como traicioneros, y cuando vienen lo dejan todo, traen dos y tres maletas y se van llorando sólo con la ropa que trajeron puesta. Compran del colmadón, y gastan hasta el último centavo que duran el año entero para ahorrar. No como los gringos que se quedan trancados en sus “resor” y no compran ni un mabí.
- Nosotros…nosotros…no sabemos nada Doña Patria.
- Ellos no piden nada especial; que lo traten como la gente, que le permitan venir tranquilos a su país y que le dejen ser dominicanos donde ellos pisen. Me siento madre del millón y medio que vive en Estados Unidos y los miles que viven en otros países. Tenemos hijos de esta, Su Patria, la de ellos, regados por todo el mundo, todos deseando lo mismo, volver. Dominicanos, como nosotros, que luchan igual que usted por ver algún día su país mejorar.
- ¿Y los hijos de ellos, los que nacieron allá, también me va a decir que son dominicanos?
- Esos, mis nietos, quizás más, pues ellos son dominicanos por elección. Muchos de los de aquí se hicieran ciudadanos de otro país hasta sin nunca haber ido allá. Pero mis nietos se llaman “dominicanos y dominicanas” porque saben quiénes son. ¿Usted cree que si yo hubiese nacido en China, con esta greñita mala, fuera de los de allá, usted dijera “mira esa china vieja”? Usted es de donde son sus padres, usted es su comportamiento y cultura. ¿O usted cree que mis nietos no conocen su bandera, o el escudo, o Duarte, Sánchez y Mella? Algunos son hasta seguidores de Juan Bosch.
- La verdad es que soy un Ignorante, Doña Patria.
- No se preocupe Don, que las cosas van cambiando, el país por fin va mejorando. Pasé por aquí mañana para que hablemos un poco más. Hablar de mis hijos, de todos, me hace bien.
- Gracias Doña Patria. La acompaño en su dolor. Yo no sé lo que es perder un hijo, pero su rostro me dice que tiene que ser lo peor.
- Dios me ha dado mucho Don Igno, y ahora que me ha quitado lo más grande no me voy a quejar. Parece que en el cielo hacía falta un hombre serio y Dios vino a buscar el mejor.
Don Igno se puso el sombrero y camino hacia el portón, se volvió a ver a Doña Patria una vez más, pero ella ya se había empezado a perder entre el vaivén de la mecedora y el canto de un ruiseñor.