Tren a Guachinton Jai
Por Juan Fernández
Cuando Rafael llegó a Nueva York, sólo tenía once años; su madre se había casado con un americano que trabajaba en el Consulado Americano. Lo conoció en Santo Domingo cuando fue a buscar visa para ir a visitar a su hermana en Nueva York. Hacía unos meses que lo habían trasladado de regreso a Estados Unidos y, al día siguiente, estaban todos preparando maletas para Nueva York.
Rafael no quería vivir en otro lugar; pero a los once años las opiniones son como las orejas de gallina o las plumas de burro. No deseaba dejar su campo, Pueblo Viejo, donde había tenido una vida normal y tranquila. Conocía cada mata de jobo, cada pozo en el río Medranche, el escondite de la mata de anacahuita, en la tierra de Papá Chuchú, y la mata de caimito, llena de insectos bomberitos, con sus brillantes colores y trabajando como si fueran hormigas. Conocía al dedillo las ruinas de la Vega Vieja, los cafetales de los Coste, la clínica del Doctor Billini, que ahora era atendida por su nieta Maritza; ellos curan todo, especialmente el pasmo.
Al llegar al aeropuerto, no había nadie para recogerlos. Su padrastro le había llevado a su mamá dos “metro cards” para pagar el tren y un mapa con las instrucciones de cómo llegar a su apartamento, pues en la fecha de su llegada él iba a estar en reunión con el Departamento de Inmigración en Washington; aunque fue la madre la que no aceptó ninguna otra forma de transporte que no fuera el tren público. Quería experimentar el perderse con su hijo en Nueva York; ella consideraba esa ciudad como un barrio de la capital dominicana.
- Bueno, Rafa, esto no será fácil; pero si los gringos lo pueden hacer, nosotros también. –Su madre era una mujer joven, profesora de Geografía y los mapas eran su vida.– ¿Tú ves esas líneas de colores? Cada una representa un tren; los puntos negros y blancos son las estaciones. Y esa que tiene el avión es una línea especial para el aeropuerto. ¿Qué más puedes deducir?
Rafael y su madre se habían sentado a tomar un café y comer algo. Él había dormido poco en el vuelo, pues en el asiento 23A venía una niña hablando sola y no lo había dejado dormir.
- Mamá, ¿tú crees que esa niña era loca? - preguntó Rafael mientras volteaba el mapa del tren hacia su lado de la mesa.
- Rafael, los locos, como dices tú, no existen. Todos podemos ser, o somos, locos en un momento u otro. Esa niña quizás era autista; pero, para decirte la verdad, su conversación se escuchaba lógica, como si estuviera hablando con alguien real. A mí me abrió los ojos. - La madre de Rafael se pasó el viaje completo escuchando a esta niña contarle a alguien cómo era Nueva York y quería saber si todo lo que dijo era cierto.
- Mamá, ¿y para dónde es que vamos? - preguntó Rafael sin despegar los ojos del mapa, el cual, completamente desplegado, era más grande que él.
- El apartamento de Roger está en la calle 102 y la avenida Riverside. - Ella se sentía orgullosa de que su hijo podía leer un mapa con tanta destreza tomando en cuenta su edad. - Búscalo y dime cuál tren pasa cerca. Pero no vamos al apartamento, ahora iremos a ver a mi hermana Margot, en Guachinton Jai.
Rafael tenía hermosos recuerdos de su tía Margot y sus viajes; le llevaba regalos a cada sobrino, primo, tío, abuelo. Siempre llegaba con dos o tres maletas de regalos y regresaba a Nueva York sólo con la cartera y la ropa que tenía encima: siempre unos jeans apretados y sus botas. "Todo lo mío es de ustedes", decía cuando llegaba. A Rafael siempre le traía una papeleta de dos dólares y un Milkyway.
- Bueno, debemos tomar el tren 1, en la línea roja; pero ese no viene al aeropuerto. Mira. – El mapa de Nueva York era impresionantemente complicado, con muchas líneas, calles, avenidas, comentarios y puntos de interés. Rafael notó que Manhattan estaba dividida por vecindarios y, según su tía Margot, los dominicanos eran dueños del Alto Manhattan, Guachinton Jai y el Bronx.
- Bien, tomemos el tren del avión hasta esta parada, "Howard Beach", ahí tomamos el tren azul, el "A" hasta Guachinton Jai. – Ambos se rieron a carcajadas. Después de varios años aprendiendo el inglés y escuchando a Roger, que era un profesor nato, ambos sabían que no se decía así, Washington Heights era la forma correcta, pero Guachinton Jai era mucho más divertido.
Los dos aventureros llamaron a Roger, quien estaba feliz de que su familia hubiera llegado bien. El se enamoró de esta joven profesional por su forma sutil de manejarse y, después de un año de cortejarla, le propuso matrimonio. Rafael sólo tenía siete años y, despacio, Roger se había ganado su respeto y la amistad del padre del niño, a quien le consiguió visa; sin embargo, él nunca la utilizó. Le dijo que, si ellos se iban al exterior, la usaría para ver a su hijo, pero que en su campo tenía todo lo que necesitaba.
Roger, había sido cónsul por mucho tiempo en Santo Domingo. Aprendió de su esposa, de Rafael y del papá del niño, que los dominicanos no son todos iguales y que no todos quieren irse del país, “Dominicans Love Their Country”, le decía Roger a sus familiares después que conoció a esta bella mujer y sus familiares.
El cónsul era blanco como una hoja de papel, de ojos verdes. La madre de Rafael era una india canela, de pelo largo y espeso, delgada y alta, con la cadencia de una bailarina y los ojos más negros que un azabache. Roger le otorgó la visa, pero la joven madre nunca viajó y, cuando tenía planificado viajar a ver a su hermana, a quien no había visto por muchos años, ésta vino de visita y el viaje se suspendió. Las veces que Roger salió del país y quiso viajar con ella, el niño estaba en la escuela y ella no lo dejaba con nadie.
Cuando los aventureros llegaron al tren “A”, descubrieron que era enorme: diez carros con cupo para cientos de personas. Aunque lo habían visto en video de YouTube, en la vida real era impresionante. Caminaron hasta el vagón del medio del tren, donde estaba el conductor, como les dijo Roger que hicieran para que estuvieran más seguros. Se sentaron en una esquina, en un asiento doble que miraba hacia el frente y volvieron a ver el mapa, pero esta vez en uno que estaba pegado a la pared del tren.
- Podemos seguir en este tren hasta la parada Fulton, en esa cambiamos al tren rojo, al “1”, ¿o salimos a ver el nuevo edificio del World Trade Center? – propuso la madre, pensando que debía aprovechar los días antes que su hijo empezara la escuela.
- Mami, estoy cansado y llevamos las maletas, vamos donde tía Margot primero y luego regresamos a ver eso. ¿Tú estás de acuerdo? – Rafael quería ver el vecindario, las personas y no deseaba salir del tren, estaba enamorado del aparato.
La madre asintió con la cabeza y Rafael se inclinó sobre su regazo para tratar de dormir un poco, pero le fue imposible; en cada estación de tren pasaba algo, entraban personas a cantar, vender películas en DVD, jóvenes vendiendo dulces, evangélicos predicando, casi peleando, algunas asociaciones dando comida, hasta escuchó poetas declamar sus composiciones de protesta.
Al llegar a Fulton todo cambió, la gente era distinta; en esa estación de Brooklyn la gente era una mezcla de mucho países; negros, latinos, blancos…pero en Fulton casi todo el que entró al tren era blanco, vestidos con sacos y corbatas, con maletines y bultos de trabajo.
- Mami, en esta área todos son blancos, ¿Es qué los hispanos no trabajan en Wall Street? – Desde su asiento Rafael trataba de encontrar a un negro o un hispano vestido formal, con traje de negocios, pero no vio a ninguno.
- Creo que sí. Los hispanos podemos ser todo lo que deseemos. Estoy segura que quizás en las diferentes áreas de la isla las razas se agrupan para estar cerca. Es como dice Margot de Guachinton Jai. Si es así para los dominicanos, no debe ser diferente para otras comunidades. – Para la madre la división racial también fue muy aparente, pero estaba criando a su hijo para ser mejor persona y no quería que esto le perturbara.
En la próxima parada fue más de lo mismo. Casi todos los que subieron al tren eran orientales. Los aventureros se miraron y la madre sacó el mapa. Pudo ver que en esa parada estaba en China Town, el barrio chino. Se rieron y se sentaron muy erguidos en los asientos anaranjados y amarillos. Al otro lado del asiento estaba sentada una niña a la que apenas se le podían ver los ojos de tan rasgados que eran. Rafael la vio y ella le saludó con su manita gordita. Rafael elevó la vista para ver a su madre y, con un gesto, ella le autorizó saludar. Las madres se vieron y sonrieron, cada una abrazando a sus retoños.
Al llegar a la calle 42, Rafael se asustó. La cantidad de pasajeros que subieron al tren era enorme; cientos de personas de todas las razas del mundo se empujaban entre sí para entrar. La señora que le quedó en el frente a Rafael le empujó las piernas cuando se paró y le dijo “Excuse me”. Los gringos lo resuelven todo con un “Excuse me”. Rafael recogió sus piernas y la señora siguió leyendo su periódico como si nada.
La estación de la calle 137 fue diferente, pues en la parada anterior –la 125– salieron, casi todos los afros americanos y sólo quedaron hispanos y unos cuantos blancos en el tren. Tal como les había dicho Margot, el Alto Manhattan es de los dominicanos. Todos los asientos fueron ocupados con personas a quienes Rafael podía identificar como “de los míos”. Los jóvenes con las gorras para atrás y los pantalones a medias nalgas. Rafael miró a su madre, quien tenía la boca abierta y se inclinó para decirle algo al oído:
- Eso no es parte de nuestra cultura. Los jóvenes serios deben llevar sus pantalones donde van, a nivel del ombligo. ¿Tú sabes de donde sale esta moda? – la madre le explicó cómo en las cárceles usan los pantalones de esa manera porque no permiten correas. – No es moda, es la necesidad de llamar la atención como sea.
- Mami, casi todos los muchachos usan los pantalones así. – Rafael confiaba mucho en su madre y no temía hacerle cualquier pregunta o expresar su punto de vista.
- Sí, pero esos jóvenes no son hijos míos. Yo te...– la madre fue interrumpida por el conductor del tren.
Next Stop: 157th Street. Se escuchó en los altoparlantes del vagón.
- Esa es nuestra estación, mami. Ahí es donde vive tía Margot. – Rafael ya se había levantado y agarrado fuertemente del tubo del tren. En su otra mano llevaba su pequeña maleta.
Al salir de la estación se encontraban en la esquina de la Avenida Broadway y la calle 157. A dos puertas de la estación pudieron ver un negocio de Empanadas Monumental, las mismas de Santiago. También una señora vendiendo pastelitos y quipes en la calle. Los colores de los rostros de los que caminaban por allí eran como un arcoíris.
- Creo que debemos llamar. - La madre se sintió abrumada.
- No, mami. Mírala allá. ¡Esa es tía Margot! - Rafael la vio a la distancia saludando a unos amigos, con sus eternos pantalones apretados y sus botas a la rodilla.
- Vamos…
Al encontrarse, las hermanas se abrazaron fuertemente. Rafael recibió miles de besos de una boca roja como una flor de Sangre de Cristo. En pocos minutos Rafael fue presentado a todos los que pasaron por el lugar. Margot conocía a todo el mundo y estaba feliz de que, por fin, su hermana estaba en Nueva York.
Rafael pidió permiso para comprar un mango en la esquina. Lo peló y empezó a comérselo despacio, mientras su tía y su madre hablaban. Pensó en su campito y la Carretera Duarte y se giró a ver la gran Avenida Broadway y le pareció ver una carreta llena de plátanos al otro lado de la calle. “La gente es la misma aquí y allá” pensó. “Aunque los edificios sean distintos, los dominicanos somos los mismos donde quiera que estemos”.
En el universo de la alborotada esquina, el niño vio su madre reír y la sonrisa de los que saludaban y los abrazos de las amigas de Margot.
La madre se detuvo a ver a su hijo y notó la misma mirada inquisitiva del curioso niño de Pueblo Viejo, allí sentado en un pilote de metal, comiéndose un mango como lo haría en cualquier lugar de su país. Se cruzaron las miradas y rieron a carcajadas cuando Margot, con los brazos abiertos, les dijo;
- ¡Bienvenidos a Guachinton Jai!
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