Primer Beso
Por Juan Fernández
Ya estaba cerca de los 40 Don Joaquín, cuando conoció a Amalia, ya había tenido su primer caballo y hasta un puerco, pero nunca una mujer. Joaquín, era un poco lento de reacción, pensaban los vecinos, y un demasiado muy cortés para este tiempo.
Joaquín se despertaba temprano a cortar los plátanos del conuco que tenía al lado de la casa, frente a la vecina Milagros. Cuando el sol de las 11 le quemaba su espalda sin camisa, el brillo se podía ver en su piel morena y el sudor lo mantenía fresco.
Amalia estaba de visita con su tía Milagros. Era delgada y de tez color marfil, su piel era lozana, como vajilla de cristal. A sus 18 años ya conocía Estados Unidos, México y Europa. Sus padres, que eran muy trabajadores, se fueron a Nueva York cuando ella era sólo una niña; habían muerto en la caída de las torres y su tía se había encargado de que ella se olvidara de todo y se concentrara en sus estudios, pero ella nunca había conocido un señor tan galán como Don Joaquín.
- ¡Bueno Día, Señorita Amalia! - le dijo el cojo que trabajaba para su tía. Esto la despertó del hechizo del cuerpo delgado y esbelto de Joaquín.
- ¡Buenos Días, Don Pilarte! ¿Le entregó a sus hijos los dulces que les traje? – exclamó sin quitarle los ojos al señor de los plátanos.
- Claro, mi señorita, se lo comien to’ de una sentá ¿y a uté, qué le pasa? Tiene lo sojo alelao, tenga cuidao, que la señora no la encuentre viendo a ese hombre, que ya no e’ tan muchacho. – le respondió mientras bajaba la voz y se acercaba un poco, como el que cuenta un secreto.
- Dígame algo, ¿No es ese Joaquín, el hijo de Eladio? Pensé que era loco o un poco retardado.
- To’ ei mundo piensa que Don Joaquín e loco, pero no e jasí, yo le digo que ese lo único que tiene e que e callao, pero e jun sabio, no sabichoso, sino que tiene como una lu que lo deja vei ma que uté y yo.
Juan Pilarte recibía cartas de sus familiares en Miami y Joaquín era quien se las leía; también leía su correspondencia a todos los iletrados del pueblo. Nadie lo sabía, porque Joaquín les ponía esa condición para ayudarles.
- Señorita Amalia, ¿ute quiere que le buque una sombrilla? Se va a achicharrai con ei soi.
- No se preocupe, Don Pilarte, que ya entro. – Ella aún no podía quitarle los ojos a su galán; sabía que su tía se iba a oponer a cualquier intento de comunicación entre ella y Don Joaquín; primero, porque era loco, segundo porque era mayor que ella, muy mayor, y por último, porque era “prieto”.
Amalia aprendió más que sus lecciones en sus viajes: en Inglaterra vio negros y blancos casados y con hijos; su tía se hubiera muerto si supiera que en Estados Unidos había conocido al gerente general de una empresa de envíos enorme y para su sorpresa era negro; después de unos años viajando había ampliado su capacidad de ser un poco más “global” y entender que el color de la piel es sólo un descriptivo mal empleado y ahora estaba descubriendo que, como muchas mujeres europeas, ella también estaba fascinada por la tez de los negros.
Cuando giró para tomar los peldaños de la pequeña escalinata para subir a la casa, se encontró cara a cara con su tía y una bofetada en la mejilla izquierda que le retumbó en el oído.
- Pa’ eso es que uste viaja, pa’ aprendé sinvergüenza? ¡Pa’entro, ahora mimo! – le dijo mientras le cortaba los ojos a ese usurpador de menores. – ¡Deja que se lo cuente a tu tío, lo vamo a metei preso a ese freco, y a ti te vamos a trancai pa’ que aprenda!
- ¡Pero tía..!
- ¡Pero na’, váyase!
Joaquín notó que algo sucedía al cruzar la calle de tierra que dividía sus tierras de las de la vecina, ¿Qué estará pasando? ¿Quién es la joven? En eso se encontró con los ojos de la vecina que casi lo traspasaron, pero ya era tarde, la magia del momento lo atrapó y Amalia lo vio de frente, a él se le cayó el machete y tomó dos pasos hacia ella, cuando con un empujón, su tía la entró a la casa.
- Venga acá, Don Pilarte, - le gritó a su viejo amigo. - ¿Quién es la joven?
- ¡Ay Don Joaquín, no se meta en ese rebú, uté sabe que Doña Milagro lo va a mandai a picai si uté se mete con su sobrinita; ella e huéifana y la Doña la tiene como su protegía.
- ¿Ella es sobrina de la vecina? ¿Y cómo es que se llama?
- Don Joaquín, uté e jun hombre serio; esa muchachita e de viaje y a uté no lo conocemo mujere, la señorita Amalia se va en 3 día pa’ Italia a etudiá.
- Amalia
- ¡Yo no le dije na’! – Don Pilarte sabía que si la señora Milagros se enteraba de que le había dado información a ese “prieto”, lo despediría de inmediato del cuidado de los puercos y él necesitaba el trabajo para mantener a sus 3 hijos y su mujer, que estaba enferma de las piernas. – ¡No diga na’, Don Joaquín, que ahorita me matan!
- No se preocupe, Don Juan, yo no soy hombre de problemas, usted lo sabe. – le dijo sin dejar ni una S. A los vecinos le gustaba oír a Joaquín hablar. “E muy fino el muchacho de Eladio”, decían al escucharle.
Joaquín fue a la parte de atrás de su platanal y buscó el mejor de sus racimos, los que estaba injertando con gran bananon de Brasil, que no los infectaban “el guacal”, el virus que había acabado con todos los plátanos, menos los de él.
Se vistió muy elegante, se sentó a escribir una nota, la perfumó un poco y le pintó unas palmas en el sobre, como era su costumbre; brilló los zapatos negros, la última vez que se los puso fue en velorio de su padre, tomó el saco de la percha detrás de la puerta principal. Y pensó: “déjame llevarme el machete para poder separarle las manos del racimo”. Y así, con el machete en una mano y el mejor de sus racimos de plátanos en la otra, cruzó la calle.
Todos se quedaron pasmados cuando vieron a Don Joaquín Valerio. Varias jóvenes que estaban sentadas en los bancos de la esquina de la “pulpería” de Valle respiraron profundamente; a sus años ese hombre se veía mucho mejor que en su juventud. Nadie notó que Alberto, el hijo mayor de doña Milagros, estaba a unos diez pasos detrás de Joaquín, también machete en mano.
Joaquín bajó el racimo al lado derecho de la puerta y toco suavemente, como era su costumbre, aún tenía en su mano el sobre y el machete. Doña Milagros abrió y, sin pensarlo dos veces, gritó:
- ¡Alberto, MATALO! ¡Mira ei machete, ei maidito prieto viene a llevaise a Amalia!
Todo pasó como un relámpago. El dolor en la espalda era nuevo para Joaquín; cuando miró hacia abajo, pudo ver la punta de un machete “vaciao” que le salía por el costado. Cerró sus ojos negros y una lágrima se deslizó por su cara; los cerró nuevamente y quiso decir algo, pero la voz no le salía. Entonces sintió la presencia de alguien a su lado; levantó la mirada y vio a Amalia que estaba a su lado.
Ella se arrodilló y colocó suavemente su cabeza en su regazo; mientras le secaba el rostro, le gritaba palabras a su tía que Joaquín ya no podía oír. En un último suspiro, le entregó la carta y Amalia le dio un beso, su primer beso, y pensando que eran ángeles que le llevaban al cielo, allí murió.
Todavía con Joaquín reposando en su regazo, Amalia leyó la carta:
Estimada Señora Milagros de Guzmán:
Espero que la presente le encuentre en salud a usted y su familia. Me enteré que está de visita en su casa su sobrina Amalia, que llegó recientemente del extranjero. ¡Felicidades!
Le traigo, además, unos plátanos para la cena, son los mejores de mi cosecha.
Espero que el tumulto de esta tarde no haya sido causado por mi presencia; en el futuro me aseguraré de no perturbar su tranquilidad ni la de su familia.
Su vecino,
Joaquín Valerio
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