Legba Atibon
Por Juan Fernández
“Ya era más que coincidencia lo que me ocurría en las calles de Nueva York; desde niño he tenido que vivir con la vergüenza de las reacciones de todos, como si yo fuera un insecto. Todos los días conocía personas nuevas, pero ya estaba un poco cansado de los individuos que creían que habían visto el mismo demonio cuando me miraban. No sé si es algo positivo o negativo, realmente a estas alturas me importa poco. Anoche pude aclarar un poco más en qué lado del espectro espiritual me encuentro. Por eso, hoy empiezo una vida nueva, más consciente de quien soy; por fin he perdido el velo de mi rostro y estoy listo para trazar mi futuro y el de los que me rodean. Te prometo que si me buscas, morirás. Yo, Francisco Alejandro Pires, soy lo que nací para ser; Legba Atibon.”
- Le juro, señor Juez, que esas fueron las palabras exactas que me dijo antes de desaparecer. – Declaró Antonio al juez de la corte criminal de El Bronx, mientras mantenía su cabeza baja, como si al hablar estuviera cometiendo un pecado.
- Míreme a la cara, señor Ramírez, no se lo vuelvo a repetir. ¿Qué quiere decir con desaparecer? ¿Usted entiende que se le acusa de asesinato, que hay varios testigos que lo vieron entrar al apartamento del Señor Pires antes de su muerte?
- Sí señor. – dijo sin levantar la mirada – Pero yo no lo he matado, le juro que Fran era como un padre para mí, aunque somos, digo éramos, de la misma edad, él era como mi ángel de la guarda.
Después de tres largas horas de interrogatorio en una sesión privada con Antonio Ramírez, ya Horacio Mencía (el juez), los abogados, fiscales y asistentes estaban cansados. Antonio había sido interrogado varias veces por la policía, detectives, sicólogos y trabajadores sociales; todos coincidían en el mismo resultado: no estaba mintiendo.
El jurado había sido retirado de la sala unas cuatro horas antes, cuando uno ellos se puso de pie y con voz de trueno pronunció unas palabras en francés que paralizaron los procedimientos de la corte. Uno de los miembros del jurado tradujo mientras dos señoras levantaban al primero del piso y dos asustados guardianes se movían a socorrerlas. Antonio lloraba y temblaba con gemidos, como un niño.
- “Je ne suis pas plus qu'un intermédiaire, vous dans votre ignorance me recherchez et accusez un innocent de moi de ma renaissance. Horacio, je sais votre âme et votre peine, arrêtent ce cirque. (No soy más que un intermediario, ustedes en su ignorancia me buscan y acusan a un inocente de mi renacimiento. Horacio, conozco tu alma y tus pesares, detén este circo de inmediato.)” – El silencio fue impactante. Todos miraban al juez.
- Miguel, ayude a ese hombre a levantarse y tráigalo a mi despacho.
- Sí, señor juez. – Miguel nunca había visto al juez Mencía asustado, pero la voz le temblaba como a un adolescente frente al padre de su primera noviecita.
- Miguel, - Dijo Doña Amparo, una de las que socorrían al pobre Alberto Mendoza, mientras apretaba su mano – Yo conozco muy bien a este hombre, es honrado y de respeto, no habla francés y esa no era su voz, no permitas que le pase nada, por tu madre, hijo, ¡júramelo!
Miguel ayudó al mensajero a ponerse de pie; este le preguntaba qué había pasado. En ese momento Miguel escuchó por primera vez su voz real, suave, dulce, pausada. Le preguntaba además porqué lo llevaba al despacho del juez. Miguel le dio un breve resumen de lo acontecido y éste se hizo las tres cruces, en la frente, la boca y el corazón. “¿Me monté?”, fue lo único que pudo decir.
Horacio sudaba y se le dificultaba la respiración, “¿Qué diablos está pasando?” Su oficina contaba con aire central y el termostato mostraba 100 Farenheit. Lo que ocurrió en la sala era como un cuento de horror. Su abuelita, Mamá Cinda, le había hablado en su infancia de Papa Legba; como cubano conocía todo del Vudú, pero esto era más de lo que su imaginación le permitía procesar. El nunca creyó en esas estupideces, y hoy tenía en sus manos la vida de un hombre que decía haber visto a un ser común y corriente convertirse en un dios. Su carrera no lo había preparado para esto.
- Repítame lo que dijo en la sala, señor Mendoza, ¿me lo puede decir otra vez?
- Realmente señor juez, ni siquiera recuerdo haberme parado a hablar, yo no hablo francés, ni le conozco, ni tengo la menor idea de lo que está hablando el acusado. Nací y me crié testigo de Jehová; conozco de la Biblia y religiones, pero nunca había vivido nada como esto. He visto en los días que tenemos en este caso más del Vudú de lo que yo creía que pudiera existir.
- Siéntese, Mendoza, y dígame, ¿Usted cree que Antonio Ramírez está mintiendo?
- Mire, señor juez, yo soy un hombre de fe. Aunque no soy católico, creo en el mismo Dios que usted, sé que existe lo bueno y lo malo, pero usted más que nadie sabe que Francisco Alejandro era un ejemplo de lo que un hombre debe ser. Cada vez que usted dice su nombre yo le escucho hablar en mi cabeza, como lo escuché tantas veces en sus clases comunitarias. Era un ser especial y hoy está muerto. Si fue Antonio Ramírez quien lo envió a mejor vida, entonces que le apliquen la máxima sentencia, pero si no fue él, si lo que dice es verdad, y Francisco Alejandro “ascendió” a otro estado espiritual entonces, ¿quiénes somos usted y yo para intervenir en cosas que no entendemos?
- ¿Y qué le dice el señor Pires en su cabeza cuando yo digo su nombre?
- No sé, sólo lo escucho decir “Ne pas obtenir impliqué” (No te impliques)
- Es curioso, yo también lo puedo escuchar, y aunque no lo conocí personalmente, siempre apoyé sus charlas y sus discursos. A mí me dice algo distinto “Se rappeler vos racines”. (No olvides tus raíces) – Ambos se miraban perplejos no entendían nada.
- Señor juez, perdóneme que interrumpa, no entiendo nada – dijo Miguel mientras se quitaba el kepis de su uniforme en señal de respeto– pero yo también lo puedo oír, y yo nunca lo conocí, ni siquiera le escuché; mi mamá me hablaba de él y sus charlas motivadoras, pero yo no lo conocía.
- ¿Y qué te dice?
- “Marchent le chemin de l'honnête. Aider l'innocent.”, (Camina el camino de la honestidad, Ayuda el inocente) ¿Qué quiere decir, su señoría? ¿Por qué nos habla en francés, si ninguno lo hablamos?
- Miguel, - dijo Horacio sin responder las preguntas – tráigame al jurado que tradujo lo que dijo este señor. Señor Mendoza, ni una palabra de lo que ha escuchado en este cuarto, silencio total. Salgan, tengo que hacer una llamada.
El corazón quería salírsele del pecho; a sus 52 años nunca había experimentado lo que sentía hoy, como que algo le despertaba en sus entrañas; quería vomitar pero no podía; tenía como una neblina en su mente.
- Mamá, ayúdame. – fue el saludo que le dijo a su madre Carmela, - Hoy temo que no sé lo que estoy haciendo.
- Hijo, ¿Qué te pasa? ¿Quién es Francisco Alejandro Pires?
Carmela no había podido olvidar ese nombre. Unos días antes, mientras se mecía en su mecedora de caoba en la galería del patio, el alma se le detuvo, sintió un frío extraño, una mano le tocó la cabeza y escuchó claramente una voz suave, como de terciopelo que le dijo: “Votre fils joindra le chemin… l'aident” (Tu hijo volverá al camino… ayúdalo)
- Mamá, ¿Qué dijiste? ¿Cómo sabes de ese nombre? – La nube en la mente de Horacio triplicó en densidad, el despacho desapareció, el sonido constante y casi necesario de la calle 161 y Grand Concourse se eclipsó ante el zumbido agudo de sus tímpanos a punto de explotar. - ¡Mamá…mamá…¿Qué está pasando?! – casi balbuceó.
- Hijo, - Carmela respiró profundo - ¿Recuerdas lo que mamita te decía? ¿Qué algún día entenderías el porqué de la fe, que Dios opera en todas las almas y que tú estabas destinado a ser alguien importante?
- Mamá, tengo que dejarte. Gracias.
El juez se quedó en el despacho, pero el hombre Horacio José Mencía Santos, hijo legitimo de José Toribio Mencía y Carmela Concepción Santos, caminaba como sonámbulo hacia el estrado, detrás de él dejaba la nube que cegaba sus pensamientos.
Todos se pusieron de pie cuando él entró a la sala, sus pasos, que normalmente hacían ruido al caminar, apenas se percibían. Sólo se oían los gemidos de Antonio Ramírez. Se detuvo un segundo para mirar la silla donde se iba a sentar; los fiscales se miraban entre ellos, confundidos. Un leve murmullo llenó la sala dos del sistema penal del Condado del Bronx.
- Hoy hemos vivido una experiencia única. - sus palabras llenaron la sala – Miguel, cierre la puerta con llave. Hoy todas las normas de procedimiento se han roto, quiero hacerles unas preguntas a todos.
Miguel hizo lo que le mandaron y se quedó frente a la puerta, como para cuidarla.
- Quiero que me presten mucha atención, la vida de este hombre, Antonio Ramírez está en nuestras manos. De ser hallado culpable, cumplirá la sentencia máxima que exige la ley. Quiero que todos piensen muy bien, que cuestionen sus pensamientos.
Horacio Mencía no se había sentado y todos aun estaban de pie. El murmullo que había en la sala había dado paso al suspenso; la nube de su mente se había dispersado completamente; en sus oídos retumbaba el sonido de unos tambores. Su negra tez brillaba y sus ojos, hoy más grandes que nunca, lo veían todo.
- Aparte del señor Jean Perto Calso ¿Alguien más puede hablar francés? – Todos permanecieron en silencio.
- Aparte del señor Mendoza ¿Alguien más puede oír mensajes en su mente? – Uno por uno todos levantaron sus manos. El corazón del juez palpitaba más rápido que nunca; sus ojos estaban llenos de lágrimas. Sólo pensaba en las enseñanzas de su abuelita.
- Bajen sus manos, siéntense. – Tragó en seco, miró fijamente al fiscal del distrito, parpadeaba rápidamente, buscando en su rostro un apoyo - A veces nos negamos a creer que existe un ser supremo, que no entendemos, nos negamos porque nos resistimos a sus señales, creemos que la única fe verdadera es la nuestra y que todo lo demás es un pecado y abominación. Yo soy culpable de eso. Toda mi vida fui educado para ser imparcial, para no dejarme influenciar por elementos y circunstancias. Ni la gente, ni los llantos pueden confundirme. El estado de Nueva York me paga para que no esté nunca confuso. Pero antes que juez, soy un ser humano y hoy la muerte de un hombre, Francisco Alejandro Pires, ha tocado mi humanidad; en su muerte él me ha cambiado.
Horacio miraba fijamente a la joven esposa del fallecido señor Pires. Esta lloraba, sus lágrimas inundaban sus grandes ojos negros. Abrazaba a su hijo de meses en sus brazos, fuertes, morenos; su mirada era firme y cálida, tenía un porte de orgullo, poco común en las jóvenes de su edad. Con una simple mirada, le confirmó que estaba de acuerdo con lo que iba a decir.
- Señores del jurado y todo aquel que no sea abogado de este caso, pueden retirarse. Señora Pires ¿Quiere usted permanecer presente mientras terminamos el proceso? – Esta afirmó inclinando levemente su cabeza, pero le pidió a todos los miembros de su familia que se retiraran.
- Señor Ramírez, ¿desea agua o un receso?
- No, señor Juez.
Las siguientes horas fueron eternas, pero necesarias. La parte legal del procedimiento tenía que ser manejada a la perfección; aunque Horacio entendía que este hombre no era culpable, tenía la obligación de cumplir con su trabajo y seguir los pasos previstos por la ley.
Un grito, agudo, interrumpió el momento; aunque fue un hombre quien lo hizo, su grito fue tan agudo que pareció el de una mujer. Todos se pusieron de pie, había en el aire una sensación eléctrica que todos podían percibir. Antonio temblaba; sus brazos no eran suficientes cubrirle; en su cabeza, calva, se podían ver correr grandes gotas de sudor. Unas palabras le retumbaban el oído: “Je ne vous laisserai pas vous abandonner. Ami.” (No te abandonaré. Amigo) La voz de Francisco le tranquilizaba.
El guardián que chilló fue sacado de la sala, todos estaban confundidos, no sabían que hacer; se miraban y se cuestionaban sin hablar, pero Horacio Mencía ya sabía su destino.
Fuera de la sala todos esperaban el dictamen; aunque habían pasado varias horas, nadie quería irse sin saber el veredicto. Los que estaban dentro, al salir, no decían una palabra, la prensa los había hostigado hasta hartarlos, y nada, estaban todos de pie, mirando fijamente la puerta. Era como si fueran parte de algo grande, como si supieran algo muy secreto.
Cuando la puerta se abrió, el primero en salir fue uno de los agentes de seguridad. Los camarógrafos salieron disparados a crear una pantalla de destellos, algunos de rodillas, otros se subían a los bancos para poder lograr los mejores ángulos. En el tiempo de mayor auge latino en El Bronx acababan de asesinar a quien quizá fuera considerado como el más grande de sus líderes y sus periódicos debían de tener la mejor de las fotos, para eso les pagaban.
El único en salir fue el fiscal del distrito, un brazo de micrófonos volaban hacia su boca, todos querían saber algo, todos hacían preguntas, todos buscaban respuestas. Llevando un dedo hacia sus labios para lograr el silencio de los presentes y hablando con una voz muy firme, pero a la vez pausada dijo:
- Todos estamos muy agotados, pero estoy aquí para darles un informe del caso. – él nunca pensó que iba a tener que dirigirse a tantas personas – la muerte de Francisco Alejandro Pires ha sido catalogada como natural… Un gran murmullo lo interrumpió.
- ¡SILENCIO! Permítanme seguir. Su muerte es una pena para toda la comunidad hispano-parlante, pero nada ni nadie lo regresará. Durante el juicio pudimos ver evidencias que nos permiten asegurar que Antonio Ramírez no estuvo involucrado en la muerte del señor Pires. Por motivos de seguridad, hemos pedido que todos los involucrados en el caso fueran escoltados del edificio por rutas alternativas. Les agradezco su apoyo en este tiempo tan difícil para nuestra comunidad. Buenas Noches. No preguntas.
Igual como salió, sin ningún aviso, se retiró dejando a todos en medio de una incertidumbre increíble.
Momentos antes, dentro de la sala había pasado algo extraordinario. En medio de todo el proceso, la señora Pires había pedido hablar directamente con Antonio Ramírez. Horacio lo permitió. Mientras caminaba por el pasillo todos se pusieron de pie, con la misma reverencia que le prestaron al juez. Las luces de la sala empezaron a prender y apagar, su vestido negro hacia perfecta combinación con sus ojos, su mirada era dura, Ramírez temblaba aún más y lloraba.
- ¿Sabe usted lo que me dice Fran a mí? – la pregunta era retórica. – Me susurra en los oídos “Vous comprendrez après la mort“, (Entenderás después de la muerte, y no sé si pueda esperar tanto) – dijo mientras se acercó todavía un poco más al asesino de su esposo – ¡Antonio Ramírez! ¡Párese y míreme a los ojos!
Los guardias gesticularon como para detenerla, pues parecía como si fuera a pegarle, Horacio los detuvo. Antonio se puso de pie, tragó en seco, y dio dos pasos hacia el frente para encontrarla; sus ojos aunque llenos de lágrimas se veían muy claros.
- Dígame, ¿Usted mató a mi esposo?
Antonio abrió sus labios para hablar, pero lo que dijo dejó la sala paralizada.
- “Mon amour, ne portent pas la colère dans votre âme, l'homme avant que vous soit inocent et un ami, vous comprendra après la mort. Congé. Votre moment viendra bientôt.” – la voz era la de Francisco, su esposa no podía creerlo. De repente vio a Horacio Mencía y le dijo- “et vous, suivez votre coeur, et me recherchez. “ - y se desmayó.
- Mi amor, no congojes tu alma, el hombre delante de ti es inocente y un amigo, comprenderás después de la muerte. Tu tiempo vendrá pronto. A usted, señor juez, le dijo: Y tú, sigue tu corazón y búscame.” – tradujo el mismo miembro del jurado y terminando sus últimas palabras la señora Pires llevó sus manos a la cara, cayó de rodillas y dijo:
- Paremos este circo, AHORA, este hombre no es culpable. Llévenme a mi casa, quiero despedir la memoria de mi esposo en nuestro hogar con nuestro hijo. Si Dios lo quiso con él, ¿quiénes somos nosotros para impedirlo?
Se paró, secó sus lágrimas, tomó su criatura en sus brazos y sin decir una palabra se dispuso a retirarse. Caminaba con el orgullo de una reina. Horacio le indicó a Miguel que la retirara por la salida privada de su oficina y le dijo a todos de demás:
- Hoy hemos estado en presencia de algo más grande que nosotros, lo que sucedió aquí se queda en esta sala. Este caso queda cerrado definitivamente. Lleven a ese hombre a un hospital.
Se quitó la toga, miró por última vez la sala número dos, cerró sus ojos, apagó las luces. Los tambores retumbaban en sus oídos, y en su alma podía sentir una mezcla de alegría, paz y libertad.
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