A Ti, Que No Me Conoces
Por Juan Fernández
Gloria Coste nació saludable, con las fortunas físicas de una diosa griega, rociada de una ternura y simpatía sin igual. Cada mañana, el ritual que repetía religiosamente, antes de tomar la voladora hacia su escuela, le elevaban algunas de esas delicadas características corporales, pero más, mucho más, le enaltecía el espíritu.
A las 7:15am, como todos los días, Gloria se fue a su colegio. Su padrino, Leo, el hijo de Papá Chuchú, era compadre del chofer de la voladora, y se la había encargado para que nada le fuera a pasar a su adorada ahijada. Don Pepe, el chofer, pensaba cumplir con su promesa.
A las 2:00pm, en punto, el chofer de la voladora estaba en la esquina, frente a La Catedral, el asiento de Gloria estaba reservado, pues Leo pagaba, por adelantado, para que el sillón individual de la segunda fila fuera de su protegida.
- Buenas tardes a todos, buenas tardes Don Pepe. Veo que hoy estamos llenos. ¡Qué bueno! – La voz de Gloria era una melodía, y cuando se reía se le hacía un pequeño hoyito en la mejilla que expresaba su sencillez y pureza. En cada extremo de su boca se le hacían comillas, y le formaban la cita más bella del planeta.
Al sentarse, movió la cortina, los siete kilómetros y medio desde el centro de la ciudad hasta Pueblo Viejo eran como ver una película en vivo, cada curva tenía su historia, así decía su primo Juan, quien vivía en Nueva York, a menudo él le pedía que le enviara fotos y, usando Whatsapp, ella lo mantenía informado de todos los cambios de cada sector. Mientras digitaba la clave del WIFI de la voladora, Gloria notó que en el cenicero, que ya no tenía uso, había un papel doblado delicadamente. Al abrirlo vio una letras palmer muy refinada que leían;
“A ti, que no me conoces;
En tus ojos nacen, de la nada, sutiles mariposas, entre el fulgor de tus marrones brillantes luceros, el delicado toque en tu faz de tu exquisito pelo, y el semblante ardiente de tu piel lúcida y morena, nadan, en ella, sin respiro, mis más humildes deseos…”
A sus 18 años Gloria había escuchado miles de piropos; algunos bellos, otros ridículos, y la mayoría inapropiados, pero este pequeño párrafo, este pequeño poema, le hacía sentirse apreciada, no como objeto sexual de pensamientos morbosos de viejos grotescos, sino como un ser meritorio de admiración.
Al día siguiente Gloria repitió la rutina, era martes, y le tocaba ir con su uniforme de falda, sus piernas parecían las de una atleta profesional, su pasión, el voleibol, la mantenía en óptimas condiciones, pues quería jugar en la universidad cuando fuera a estudiar medicina.
Al retornar de la escuela, inmediatamente se sentó en su asiento reservado, encontró otro papel doblado de la misma forma y con el mismo titular;
“A ti, que no me conoces;
…En tus afables manos puedo erigir increíbles universos, tus dedos, como hechos de moléculas de pétalos de rosas, cada una de tus venas, como ríos de mis perdidos delirios, cada fuerte falange, como guardián de un dócil rocío. En tus muñecas, estoy seguro, germinan extraordinarios paraísos…”
Gloria se vio la mano, incrédula, se preguntaba cómo alguien se había dedicado a mirar sus manos con tanta consagración, ella era una simple muchacha de campo y leyendo estos versos se preguntaba porque sentía mariposas en el estómago. Se acercó el papel a la cara y notó un leve olor a vainilla.
Las horas del miércoles fueron eternas, cada hora se convirtió en un día, cada minuto en horas y las agujas del reloj luchaban contra ellas mismas por moverse. El timbre de salida sonó más alegre que nunca, parecía reírse, y antes de que la monja pudiera decir que terminó el día, Gloria ya estaba en la puerta.
El tercer papelito brillaba, como un farol, desde su cenicero, cuando Gloria entró al mini bus, antes de abrirlo, lo olió y el olor le pareció dulce y delicado; vainilla.
“A ti, que no me conoces;
…En cada lunar de tu cuello, como estrellas brillantes, sembraría en besos celestiales mis profundas aspiraciones, la columna capital, que une tu bella testa a tu pulcro cuerpo, sería, para mí, un edén terrenal de aves exóticas de colores, tu boca salpicada de sonrisas, y la mía, perdida en tus besos…”
Gloria quedó en un trance, perdida entre sonrisas, besos y sueños. Don Pepe paró la voladora frente a la casa de los Coste y la vio caminar, casi arrastrando los pies, si no fuera por el polvo que levantaba al caminar, juraría que iba flotando, como suspendida en el aire.
Después de verse por horas al espejo, se tiró en la cama, Gloria no podía entender como “su poeta” se podía inspirar en ella, observó cómo su piel morena hacía contraste marcado con sus brillantes ojos y sus blancos dientes. Pero ni siquiera se había dado cuenta que tenía lunares en el cuello.
A las 2:00pm cuando llegó Don Pepe al parque, ya Gloria estaba esperándolo, entró corriendo sin saludar y se dirigió directamente al inútil cenicero, ahora convertido en guardián de su más preciado tesoro.
“A ti, que no me conoces;
…En el valle verde tierno de tu vientre de edén de flores, rodeado, como un paisaje, de las colinas de tus alegres alcores, donde surgirán, sin control y sin medida, millares de odas y versos, donde dormiré mis más profundos sueños, embriagado en alcohol suave y rico de tu olor, endulzado con la miel que emanas de tu piel”.
Gloria no podía pensar en más nada que conocer a ese galán, a su poeta, al que ella inspiraba tantos pensamientos, tan bellos. Se bañó rápidamente, como era viernes, y su colegio le permitía vestir casual a los estudiantes de término, se puso un corto vestido rojo, un poco ceñido al cuerpo, con licras negras y unos tacones negros semi-informales cerrados con cordones, busco entre sus accesorios aretes de plata, le pidió a su prima Justina que le ayudara con las cejas y a la 7:15am se paró en la carretera a esperar a Don Pepe.
- Quiero pedirle un gran favor, - le dijo la joven al chofer - déjeme sentarme en el asiento del frente, hoy tengo que hacer un proyecto de la escuela y me asignaron tomar algunos datos, desde la voladora, sobre los parajes de la carretera Profesor Juan Bosch. Me voy a quedar sentada aquí hasta las 2:00pm.
Gloria tenía un plan perfecto, sabía que su galán se subiría después del retorno hacia Cutupú, y se quedaba antes de que la voladora llegue al parque a las 2pm. Por deducción lógica, si ella se quedaba con Don Pepe esas horas, estaba segura que lo podía ver.
Cuando retornaban un joven de unos 20 años; negro, alto, bien vestido, con la piel tan limpia que parecía de ónix, sus ojos brillantes como perlas, delgado, pero fuerte. A Gloria le dio un brinco el corazón cuando él escogió sentarse exactamente en el asiento reservado, donde estaba el cenicero. Llevaba unos audífonos blancos puesto, y bailaba, lentamente, con su cabeza al ritmo de la música que sólo él podía escuchar.
Cuando pasaron la finca de los plátanos de su Tía Annie, en Quebrada Honda, el joven le pidió al piche que lo dejara después del Restaurante de Cuca, Gloria cerró sus ojos y casi lloró. El apuesto joven no podía su galán.
- Ay chosfer, déjame en la vaina de Cuca, que tengo un macho que me va a recoger ahí en 10 minutos y quiero comerme unos huevitos y tomarme un cafescito con “milk” caliente antes de ver la delicia que me espera.
El joven era un homosexual muy definido en sus gustos, y Gloria sabía que ella no podía inspirar “nada” a ese apuesto joven, sería como pedirle a una gatita que ladre. Eran casi las 11:30am y Don Pepe no tenía tiempo para más de un viaje al parque de Las Flores.
Al dirigirse de Cutupú hacia La Vega, un poco después del puente de Río Verde, Don Pepe se detuvo frente a una humilde casita de madera, parecía de película, limpia y pintada de diversos colores y las esquinas en blanco. Una señora, muy mayor, despedía a un obeso joven con un beso en la frente. Gloria lo vio y le apenó ver su cara llena de espinillas y sus espesos lentes con marco cuadrados plásticos negros, fuera de moda. A ella le pareció conocido, pensó que era el joven que ganó estudiante del año de La Vega unos años atrás, pero, de todas formas, no lo conocía. Él se sentó en el asiento reservado, y Gloria se viró para pedirle que no se sentara en ese importantísimo lugar. Repitió esa misma mirada varias veces, para ver si se paraba, pero el joven iba leyendo un espeso libro de leyes y no se percataba de lo que ella quería.
Por el resto del camino ningún joven galán se montó en la voladora. Don Pepe se paró en la estación de autobuses del Quinto Patio y despidió al joven con la misma delicadeza con la que despedía a Gloria.
- Joven Álvaro, lo espero aquí a las 7pm, espero que en Santiago sepan que están educando al futuro de este país. - le dijo el chofer con una enorme sonrisa.
- Gracias Don José, usted como siempre, tan amable y atento, ya voy terminando esta etapa de mi desarrollo profesional, cuando termine por completo, usted será quien acompañe a mi madre a mi graduación. ¡Usted ha sido una bendición para mí desde mi niñez!
Gloria se viró a ver a este muchacho, su apariencia no estaba acorde con su forma de hablar, en su léxico había algo familiar, la ternura de un caballero y fue cuando sintió el olor a vainilla. Vio rápidamente hacia el cenicero y doblado con la misma delicadeza de siempre estaba, muy protegido, el papel de su poeta.
“A ti, que ya me conoces;
En tu mirada, mi princesa, vi lo que llevas por dentro, gracias por los años de ilusión que me inspiraste, eres, y serás para siempre mi musa, mi diosa y mi iluminación. Mantén tu espíritu en Sotavento, y tu mirada en Barlovento…el archipiélago de tus ojos vivirán por siempre en mi memoria. -- Álvaro Ramírez”
Gloria nunca más recibió un mensaje de Álvaro, su poeta, después de varios meses se armó de valor y le pidió a Justina que la llevara a la casita de su galán, allí su madre le dijo que una universidad de Boston se lo había llevado, Jaiva, o Jarva, o así, le dijo que se llamaba.
Por años Gloria pensó en cómo fuera sido su vida si hubiese sido un poco menos superficial.
Llegando a Santiago, unas décadas después, vio un gran cartel con el anuncio del Primer Vicepresidente escogido por los dominicanos del exterior, doctor en derecho, economista, graduado en Harvard University, un ejemplo de cómo había cambia la percepción del país hacia la diáspora, le pidió a su esposo que detuviera el auto frente al cartel. El rostro de Álvaro no había cambiado, ya no estaba obeso, al contrario, ni tenía espinillas, ni espejuelos, pero en su mirada pudo ver al joven poeta de su juventud portando una sonrisa que le inspiraba confianza, respeto y admiración.
Retornó al carro con la frente en alto, le sonrió a su esposo, y le dio un beso, se sintió feliz, y cerró sus ojos, al abrirlos vio en la esquina del cartel, en letras pequeñas, una frase escrita con una forma conocida para ella, “A Ti, Que No Me Conoces”.
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