Cuento: Estudiantes de la Vida

Estudiantes de la Vida
Por Juan Fernández
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Cuando conocimos a Julián, al llegar de República Dominicana, pensamos que era un tipo extraño. Aunque era verano, llevaba guantes y un sombrero que le cubría hasta las orejas y parecía un indígena, porque se adornaba con símbolos primitivos y una cresta de hilos largos rojos. Todo un personaje de paquitos. Algunos de los muchachos se burlaban de él; pero, con el tiempo, eso también se hizo aburrido.

Una mañana, en la clase de Cálculo 201, la profesora Ms. Quintana, una doctora mexicana, le preguntó con una sonrisa que si no se sentía raro comportándose como lo hacía. La respuesta todavía es tema de conversación entre los dominicanos que cursamos para ser ingenieros en esta universidad de Guachinton Jai, como decía él. 

Julián hablaba extraño, como haciendo pausas después de cada palabra y, aunque su inglés era perfecto, tenía un acento propio, como una mezcla entre español y francés, con las Rs arrastradas más de la cuenta y las SH pronunciadas como CH. 

Algunos sabíamos que tenía alguna condición psicológica de desarrollo, pero con el tiempo se ganó nuestro respeto. Esta fue la respuesta que le dio a la profesora:

“La vergüenza de ser quien soy no la he vivido. Quizás he tenido que soportar humillaciones por mis raíces; eso, aunque me molesta, lo perdono. Quizás lo hacen por ignorancia. He tenido que soportar una que otra deshonra por ser distinto y, quién sabe, hasta han intentado ridiculizarme por pensar. Bueno, eso me lo merezco y lo soporto; al final, no puedo castigarlos por su incapacidad, pero sé quién soy y eso me crea corazas que me protegen de todo, como un escudo, como un resguardo de un curandero de un campo de la loma.

Nací debajo de una mata de palma que resguardaba el nido de una garza, quien cuidaba sus huevos como si fueran de oro; eso decía mi madre. Mi tío decía que nací del humo de una chimenea de calefacción de un edificio antiguo y olvidado. En los inviernos más crudos se sentaba en las ventanas a ver a mis familiares danzar en nubes negras; yo los podía ver y nos reíamos.

Crecí entre dos mundos con los pies en ningún sitio, unos meses tomando mabí y comiendo cazabe con mambá, en Pueblo Viejo, un campo de La Vega; otros comiendo hamburguesas de McDonald’s y tomando Sprite. Viajando dos veces al año:en los veranos y Navidad. Cenando plátanos con huevos, mientras mis amigos comían corn flakes. 

Cuando regresé a Nueva York para venir a esta universidad, sabía que sería rechazado por ser distinto, pero eso siempre ha sido así. Los dominicanos somos diferentes, porque dentro de nuestras almas arde una chispa de orgullo, un deseo de vivir, un rayito de esperanza y un afán de progreso que no tiene ningún otro latino. No nos consideramos mejores, pero luchamos por ser los primeros. Somos de todos los colores y aceptamos todas las culturas, desde el haitiano vecino hasta el chino de oriente.

Somos producto de todos, pero únicos. Cuando llegamos, nos hacemos notar y, cuando nos vamos, dejamos un vacío que pocos pueden llenar. Yo no escogí ser como soy; pero, como un buen dominicano, vivo con lo que Dios me dio y lucho por ser mejor”.

La clase completa quedó en silencio. Ms. Quintana se sentó a observar a Julián y nosotros nos sonreímos silenciosamente. Julián se acomodó los guantes y, despacio, también tomó asiento, como quien sabe que ha cometido una falta. Pero no bajó su cabeza. 

La conversación de miradas entre los presentes terminó cuando Ms. Quintana cerró sus ojos y vimos una lágrima correr por su mejilla. Los seis dominicanos que estábamos en el salón nos acercamos a ella junto con Julián. Desde aquel día nos convertimos en los taínos de Ms. Quintana y nosotros en los Amigos de Guachinton Jai.

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