La Macana de Tontón


Cada verano mi familia y yo íbamos a visitar nuestros parientes en Pueblo Viejo, un campito en el municipio de Cutupú, en La Vega, en la falta del Santo Cerro, pincelado por las ruinas de La Vega Vieja. Los dos meses del verano eran para mí, y mis hermanas, Fathima y Paola, un reencuentro con la sangre, con la historia, con nuestras raíces. Nosotros nacimos en Nueva York, en un campito de Manhattan, Washington Heights, pincelado por las ruinas de las casas de Hamilton y Morris-Jumel. Para nosotros Pueblo Viejo era un paraíso y un escape del ruido y la contaminación de una gran ciudad.

Corría, más caluroso que de costumbre el verano del 1984, julio prometía una de dos cosas, o derretirnos en el pavimento de la vieja carretera Duarte, que une a La Vega con Moca, o simplemente evaporarnos mientras jugábamos baloncesto en el terreno que teníamos los dos aros destartalados, en el patio de los Polancos, a unos metros del puente del riachuelo Medranche.

Cuando llegué a la cancha, el olor de los cafetales invadiendo mis sentidos, los demás no estaban jugando, sino que estaban sentados sobre un tronco hueco de una palmera recién cortada. Todavía se podía oler el verdor de las grandes hojas recién caídas.

- Luis me dijo que Don Tontón puso “la macana” en una repisa en la sala, - dijo Vicente Óscar, el hermano de mi prima Justina.

- Dicen que por esa macana los americanos casi matan a Don Tontón cuando era joven. – todos hicieron una pausa y me miraron.

- ¿Qué, ahora ustedes van a decir que yo soy un gringo? – dije rápidamente para defender mi orgullo tricolor.

Por horas escuché cientos de anécdotas sobre como Don Tontón había sido victima del imperio, obviamente los padres de estos campesinos, mis primos, hablaban por las bocas de sus hijos. Félix, el hijo de Mami Teté, era el mayor de grupo, y quizás el más conocedor de todas las historias de campo.

- Tontón fue apresado por los gringos, - me miró con la esquina del ojo y continuó, - después de que le diera una “pela” a todos con su macana.

Me puse de pie, conmigo todos los demás, miré hacia la vieja casita de Don Tontón, algo me llamaba, estaba diagonal a la cancha, al cruzar el puente del Medranche. La cancha estaba al lado de la vieja casa de Niño Facunda y mi abuela Edita. Yo tenía que ver el garrote con mis propios ojos, tenía años escuchando cuentos de las mentes fértiles de mis primos, y ahora quería saber la verdad. Este cuento de la macana no me iba a dejar con curiosidades. 

Los trecientos metros para llegar a la casita fueron eternos, los pies se me hacían pesados, como si estuviera caminando en el fondo del mar con zapatos de plomo. Mis primos me decían que el viejo me podía matar con solo verme, que sus ojos grises me podían congelar los pasos, que el humo del cachimbo me podía endrogar y así matarme lentamente, que sus perros eran demonios, que me iba a dar de comer a los puercos infernales…pero ya no me podía detener, a mis 16 años no le temía a nada, ni a nadie. 

Cuando entré por el portón de la alambrada del frente, los primos se detuvieron, los perros solo se vieron entre sí, perplejos, sus lenguas casi topaban el suelo polvoriento de patio. En la galería de la casita estaban descansando dos perros más, uno de ellos me olió, pero continuó reposando el calor del castigador verano. 

La sala estaba a oscuras, las persianas estaban todas cerradas, y como la casita era encajonada, no entraba ni un rayito de sol. Me tomó unos minutos ajustar la vista, en el aire se sentía un leve olor a tabaco y manzanilla, un ligero humo flotaba entre la oscuridad y la luz que entraba por la puerta, se movía como si fuera un fantasma, mi oscura sombra en el piso de cemento amarillento parecía luchar por su vida, mientras mis rodillas querían salir corriendo, como si fueran independientes de mis pantorrillas. El temor se abrazaba de mí y me susurraba al oído que nos fuéramos. 

A la izquierda de la puerta estaba la repisa, sobre ella, en dos horquetas de madera, reposaba, como si estuviera durmiendo, la macana de Don Tontón, respiraba espaciosamente. Podía oír voces que no entendía, palabras gritadas, otras susurradas, todas en mi cabeza, pronunciadas entre tambores; “Amapiye”, “Bejike”, “Bojití”…fue cuando vi el pequeño punto rojo del fuego de la pipa de Don Tontón.

- Dígame joven Juan, lo esperaba, - dijo en voz baja y arrastrada el viejo desde la oscuridad de la sala, - ¿Viene usted a tratar de robarse la macana?

- No, solo quería verla. – Las rodillas estaban en la galería, mientras el corazón lo tenía, con la sombra, en el suelo. Luchaba por controlar mi vejiga.

- ¿Sabe usted lo que es una macana? – dijo el viejo, mientras de ponía de pie.

- Si, un garrote de madera, - las palabras se agarraban de mis dientes por miedo, y la lengua estaba a punto de salir corriendo.

- No, joven Juan, no es un garrote. Un garrote es un palo cualquiera, una macana es un arma de guerra taína. – el viejo Tontón caminaba lentamente en la oscuridad, como un espíritu, yo no lo podía ver, pero seguía el punto rojo de su pipa. – Una macana esta diseñada para, en las manos correctas, infligir dolor y matar.

Tontón siguió acercándose a la macana, yo no me podía mover, el viejo era unas pulgadas más alto que yo, pero cuando enderezó la espalda, en la sombra, pude ver la estatura real de aquel enorme hombre. Sus hombros eran anchos y muy fuertes. Al soltar el bastón agarró la macana, yo di un paso atrás. Por la luz que entraba por la puerta podía ver como se movía la macana, giraba en sus manos, brazo y cuello como lo hacían los artistas marciales en las películas, en uno de los movimientos la macana quedó en el aire, como flotando, y el viejo Tontón se deslizó por el piso, como una serpiente, hasta quedar frente a mí, juro que su rostro había cambiado, era el rostro de un joven, negro, pintado con colores y plumas.

Cuando intenté salir corriendo su cadavérica mano me agarró por la parte de atrás del cuello. Sentí como perdí toda la fuerza y cuando abrí los ojos estaba sentado en una mecedora con la macana en mis manos. Era diez veces más pesada de lo que esperaba, su color rojizo era poco natural. Mis primos me gritaban desde la carretera, tiraban piedras al techo de zinc, pero no me podía mover.

- Joven Juan, usted sido el primero, después de mí, al que la macana le habla, - dijo Tontón mientras se sentaba, – las palabras que usted escuchó en su cabeza son taínas, yo no entiendo como trabaja, pero yo las puedo escuchar también. ”Cinato”…”Alima”…”Jucaro”…¿las escuchas?

Afirmé con la cabeza y recuerdo repetir…Ju…ca…ro.

- La macana demanda sangre, fue tallada siglos atrás por un bejiké de la tribu de los Kalinagos del cacicazgo de Maguana, en los tiempos de Caonabó. Eso me contó el viejo que me la entregó antes de morir, a mi me toca dejar este mundo en los próximos días y la macana lo escogió a usted para continuar su travesía, – el viejo se acercó un poco más, el humo de su cachimbo llenaba la pequeña salita…cuando desperté estaba en un carro, con mis hermanas, camino al aeropuerto.

“¿Ba’ anake?”, susurró a mis oídos la macana. “¿Por qué tú?”. Me tomó años entender todo lo que había pasado. Por el resto de aquel verano, me contaron mis hermanas, no me despegué de la macana. Don Tontón me contó cómo había caído preso por herir unos americanos que trataron de apresarle injustamente, y que trataron de tocar la macana, que esto nunca debía pasar, nadie debía tocar la macana.

Con los años entendí el símbolo sagrado de la macana, la identidad de mis raíces, el sagrado compromiso patriótico que representaba, de cómo la sangre de tantos que habían tratado de exterminar a nuestra gente le daba el color rojizo que tenía. La macana aun me habla, cada vez que escuchamos una injusticia, una injuria contra nuestra gente.

La macana está guardada en una gaveta de mi escritorio, aquí, donde escribo, ella pide sentido de vida, yo me alimento de ella para buscar encender la llama en unos cuantos de los míos. Aquí, aunque estemos tan lejos del grito de nuestros indígenas, aquí, mientras escuchamos planes absurdos de unificación de la isla, aquí, mientras escuchamos como imbéciles terminan con la vida de una Anacaona taína, aquí, mientras lloramos cada niña violada, aquí, mientras despacio se nos hunde la isla. Lloramos.

La macana pudiera ser la solución, es más, quizás deba hacer un viaje, cerrar los ojos y dejar que ella me indique que hacer, estoy seguro que antes de que alguien se queje, miles agradecerán lo que podríamos hacer juntos, quizás la solución está en la violencia, pero guardo la macana en mi gaveta y hablo con ella y vemos el efecto de la lectura y la esperanza en cada libro. 

La macana demanda sangre, hoy la entiendo, pero yo, en su nombre, demando educación y justicia.

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