Juan Fernández | Diciembre 15, 2016
(Basado en hechos de la vida real)
Caminando bajo la nieve de un invierno impío, llevo columpiando mi alma en la cuerda floja de una sociedad dormida, ambicionando decidir entre dos polos disímiles, o mejor, simplemente me dejo caer y determino, yo mismo, mi propia suerte.
Marcando cada paso, con detalles, para sobrevivir otro día, con precisión, para darme la oportunidad de luchar contra otro ocaso, jugando a equilibrar mi aliento entre la vida y la muerte.
En estas madrugadas frías, mi espíritu cuestiona el vacío de la nada y hoyo negro que consume el todo, si la salvación de mi comunidad está segura por gracia o por acción, si podemos predecir la paz de nuestros días, que creemos eternos, o socialmente continuamos durmiendo, soñando utopías de vida o muerte, pensando que mañana estaremos, casi seguro, mucho mejor. Dudando cada paso por no tener estrategias. Orando de rodillas a un dios perfecto sin poseer nuestros ideales, desconociendo lo que queremos, desperdiciando deseos, aniquilando ambiciones.
Flota mi esencia entre cadáveres sociales y difuntos arlequines, entes inertes que, porque respiran, creen estar vivos, carentes de una razón de ser, ignorantes de sus propios destinos, enemigos del orden y disciplina, seres que se flagelan cada día con sus lenguas litigiosas serpentinas.
Carece mi sociedad de un plan que les garantice la existencia; cero tácticas, todo reactivo, arrastramos cada día, despacito, nuestras propias silentes cadenas, con las mismas que nos esclavizan.
Sangrando de los tobillos que curamos los domingos con alcohol y cervezas en una fiesta entre homólogos, casi enemigos. Cada eslabón enlazando nuestras historias muertas y nuestras vívidas pesadillas. Ciudadanos desechables, olvidados en almacenes, futuros indecisos, debatiendo en elecciones inútiles, decidiendo, con cada voto, entre vivir o morir.
Perdemos moléculas de sangre con cada deportación, con cada visa nos castigan, nos desintegramos entre juegos de azar y trabajos sin sentido, piñones reemplazables, bailando al son de una música tocada con cuerdas construidas con las arterias del sudor de las cadencias de nuestras propias costillas.
Marcamos almanaques perpetuos sin destinos, viviendo un día más o muriendo segundo a segundo, sin razón de ser, creando millares de excusas para permanecer dormidos. Educándonos en ciencias inventadas por nosotros mismo. Como magos, conjuramos ilusiones y disgustos.
Mañana un poco más de lo mismo, otro día en una estéril secuencia eterna de horas trenzadas, convertidas en moños de desperdicios, peinados en salones de belleza donde nos pintan las caretas del descuido.
Nos deleitamos con jocosos videos o gráficas preciosas de buenos días, enviadas como diarrea de reacciones incoherentes, descargadas en celulares inteligentes, gastando las células grises de nuestros cerebros consumistas.
Dejándonos convencer que el último modelo de un aparato, que nos hace brutos, que carece de importancia, es una meta y una razón de existir. El capitalismo tiene un plan, nosotros fantasías.
"No todo está perdido", me dijo ayer un profesor, que cuento entre los míos, casi llorando, mientras discutíamos si el afán por despertamos valía la pena, si éramos soñadores o creadores de pesadillas, si podíamos escuchar la música de poetas de tiempos más gentiles, hoy casi perdidos, si aún se podía volar con Gardel y Silvio, y dejar que nuestro afán por estar vivo venciera nuestra propia y ardua tarea por morirnos.
"Somos autores de nuestros propios destinos", me dijo, citó a Juan Bosch, Bob Marley y Cervantes en un sólo movimiento de palabras danzarinas, puso el punto final con Bob Dylan.
Le respondí que no sabía, que sus años viejos eran más importantes y mis años nuevos más ignorantes, que necesitábamos de todos, aun de los más dormidos, aquellos que sólo son carne de cañón, los que consideramos perdidos, que cada uno de los entes de nuestra hermosa sociedad vale todo el sacrificio, y como Lot lo hizo por Sodoma, discutimos, entre locos, en Gomorra, en conteo regresivo por la vida, y casi nos convertimos en sal, los dos queríamos ver el final, y decidimos dar un paso al frente más, la cuerda floja tejida por la necesidad de ser creadores de nuestros propios destinos.
"¿Vale la pena vivir o morir?", pregunté, y una niña, quizás tenía unos seis, caminó entre el profesor y yo, nos sonrió, le faltaban dos dientes, pero de su boca, les juro, nació un arcoíris, sus ojos fueron dos soles y su mirada fulminó mi respiro. Nos miramos y nos abrazamos, nos reímos, habían ya otros tres, nos despedimos entre amigos y el silencio marcó nuestro destino.
¡Si, decretamos (entre sonrisas), mejor vivimos!