Juan Fernández | Diciembre 17, 2016
En el lodo de un chiquero se marchitan azahares y azucenas, como directrices sembradas en un huerto de piedras, mueren en el mismo fango las ideas, se revuelcan, como orondos cerdos, las inquietudes descuidadas de imaginaciones infantiles, huérfanas de ideales, y se duermen abatidos los pensamientos perdidos, como luces encendidas en el infierno.
Mueren neuronas, por millares, en conversaciones intelectuales que no brotan, maquinarias de un tren que no anda, velas elevadas para una embarcación que se pierden atada al puerto, en vez de un horizonte entre mundos nuevos.
Ataúdes que florecen en la hortaliza de estrategias muertas, velas que no alumbran, oscuridad perpetua de un deseo, que caducan en las líneas que un papel construido en el éter. Un bolígrafo sin tinta, una pluma de un ave casi extinta, ambas inútiles en las manos de un analfabeta graduado de colegios y licenciado de un silencio.
Lombrices pretendiendo convertirse en mariposas, alas que nunca crecen, objetivos perdidos en el abismo de ilusiones carentes de realidades, fantasías que nadan en las mentes de ilusos pretendientes. Poetas narradores de poemas nunca escritos, versos abortados del vientre de una marioneta de elementos lujuriosos, prometedores de castillos.
Calan las palabras en las montañas de los instintos despertando en el amanecer de un libro, una página que se despliega en el aire, como movida por el viento de un destello de luz en la gnosis de un adolescente, un aplauso que no escuchan los dementes, otra página que vuela hacia el horizonte del crepúsculo del entendimiento, un velo que se cae, una luz que ilumina. Lo siento amiga ignorancia, que me acompañaste tantos días, hoy perderte fue necesario.