Juan Fernández | 12/3/2016
Amanda fue, desde su nacimiento, una niña precoz; habló antes de cumplir el año, y cuando cumplió tres hablaba como un adulto, en inglés, español y creole. A los seis, Amanda descubrió el legado más especial del alcoholismo, un regalo que la vida le dio para crecer más fuerte, la soledad.
A los ocho años Amanda aprendió que su cuerpecito de apenas 60 libras y 4 pies de estatura, podía llevar a la cama una mujer de 150, en un estado, casi, de catalepsia. Como vivía sola con su madre, después de acostarla, sin importar la hora, quedaba sola hasta las doce del medio día siguiente.
El mes de diciembre era el peor, por cultura (o por vicio), su madre, que ya tenía años de soltera, gritaba la maldita frase de “Hoy se bebe”, desde el momento que abría sus ojos hasta que se dormía, flotando entre los brazos de Morfeo y el delírium trémens.
El 3 de diciembre del 2016 marcó la vida de Amanda de tal manera que contaría su historia con un antes y un después de este día. A sus 16, la niña era una experta en el desastre de vida de su progenitora. Su madre llegó temprano, era viernes, abrió la puerta de una patada y tiró la cartera sobre el sofá. En la mesa principal colocó un Brugal Añejo, para los lambones, un Extra Seco, para sus hermanas y primas, un Extra Añejo, para sus amigos y amiguitos, un Reserva XV para las diosas del salón, que tienen piquitos de oro, y un 1888 para su vecina, una reina haitiana que cuidaba a Amanda, la mujer más sabia e inteligente que conocía, y, por último, un Papá Andrés, que tenía guardado para ocasiones muy especial. “Y hoy coñazo, es un día de los más especiales”, murmuró apretando los labios y mojándolos con su lengua mientras sacaba la botella de la caja.
A las tres de la mañana se fueron las mujeres del salón, todas las botellas estaban vacías, incluyendo como diez más de Alicé y otros espíritus raros, excepto por el Papá Andrés que nadie podía tocar, al menos que quisieran encontrarse con el Creador. En la sala había humo de cigarros y hookahs, vómitos, de varios colores, orines, dos mexicanos tirados durmiendo en un rincón, una muchacha, semi desnuda dormía en la bañera, y su mamá abrazada del inodoro hablando con su ex.
Su nana, la haitiana, que no tomaba más de un trago, trato de llevársela a dormir con ella su casa, pero Amanda, aunque su casa parecía un campo de batalla, no podía dejar a su madre sola. Cuando la nana cerró la puerta, el aire voló una cortina que se pegó de una vela y se encendió, Amanda, que estaba sacando el pelo de su madre de los orines y vómitos del inodoro, escuchó cuando el palo de la cortina cayó al piso.
Corrió para encontrar su sala en llamas, los mexicanos, aunque tenían un pedazo de cortina encendido encima, aun dormían, a estos fue los primeros que salvó, con la botella de Papá Andrés rompió el cristal de una ventana y uno a uno los tiró por la escalera de emergencias, después entró a buscar a la chica de la bañera, por alguna razón su mamá se había movido al cuarto de dormir, que era el último en un pasillo, que en llamas, parecía la entrada del infierno.
Marcó el 911 desde su celular, mientras arrastraba a la joven por los cabellos, le despegó las extensiones, pero al final también rodó por la escalera, cuando viró para entrar al pasillo, en el fondo, veía a su madre hablando y gesticulando con los fantasmas de su imaginación creados por la bebida.
Amanda mojó una toalla y se envolvió la cabeza, salvó a su madre y a seis personas más que encontró en los cuartos. Cuando estaban en el hospital, hablando todos al mismo tiempo, la sala de espera parecía un gallinero, sentada desde una esquina, los escuchaba discutir y contar sus versiones fantásticas de cómo se pudieron salvaron.
En el ruido absoluto Amanda buscó, como siempre, el calor amigo del silencio, en su mente fue apagando cada sonido, cada carcajada, cada estupidez que emanaba de los labios de aquellos beodos. El “bip” de los electrónicos creaba un tono hipnótico que la sacó de ese abismo. Su madre sufrió quemaduras en todo el cuerpo, algunos de los invitados perdieron extremidades y se rompieron algunos huesos, pero todos sobrevivieron. Amanda cerró sus ojos y lloró. En una ciudad como Nueva York, con tantos millones de personas, de tantos países del planeta, la soledad es la norma, no la excepción.
“La soledad más impactante se siente estando en compañía”.