Cuento: El Llanto de los Libros

El Llanto de los Libros
Por Juan Fernández
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Al entrar al cuarto, José podía escuchar los gemidos de cientos de libros en la biblioteca privada del vecino del primer piso del edificio donde vivía, en la calle 155 entre las avenidas Ámsterdam y Broadway, en el borde que divide el sector de Hamilton Heights de Washington Heights, al cruzar la calle del cementerio. El vecino era “un sabio” que, por arrogancia, inconciencia o pretensión, se jactaba de su colección majestuosa de libros. 

Algunos de ellos, -los libros más románticos, creados para ser consumidos por almas sentimentales- soñaban con pasar de mano en mano entre jóvenes enamorados; entre sus hojas alguna rosa o una servilleta marcada por un beso. Las lágrimas de estos parecían golondrinas. Sus sueños corrían asustados a esconderse. José apreciaba cada detalle como si fuera un cuento de hadas.

Otros, los más curiosos de los tomos, llenos de vida, con sus hojas satinadas y pergaminos empastados, no paraban de toser. José podía ver el polvo morderlos como una manada de pirañas amazónicas. Los curiosos ni se movían; morían lentamente carcomidos en el silencio. El sonido de los afilados dientes del tiempo los mordía como rayones de tiza en las pizarras verdes. ¡Y pensar que al autor les profetizó que servirían para algo, que despertarían la razón de sus lectores!

Los “mataburros” se sentían ofendidos. Se preguntaban cómo podían cumplir con su cometido de ayudar a liberar alguna mente cuadrúpeda y asistir en convertirla en bípeda, si tenían años postrados en el estante de este asno inconsciente, asesino, quien una vez pretendió ser su amigo. 

- Ven niño, acércate. - Le decían. Parecían hablar como coro de iglesia, llenos de murmullos. José no se atrevía, la mirada del sabio lo contenía. 

Los más rebeldes, con sus portadas negras y doradas, con sus cintos rojos en la frente de sus hojas sin usar, gritaban al unísono que preferían ser quemados. Decían que quizás así inspirarían una chispa de rebelión en algún hombre, o aunque fuera darían pena a las futuras generaciones. A sus doce años, José no entendía y su cabecita daba vueltas…

Los clásicos sólo guardaban silencio y lloraban. En la portada del Quijote se podía ver a Sancho Panza sentado cabizbajo en una piedra junto al río. 

- ¿Y cómo vamos luchar contra éste? ¿Le podemos tirar letras? - preguntaba. El espíritu de Cervantes sólo tiene vida mientras las hojas de sus libros pasan lentamente de derecha a izquierda. 

José levantó la mano para tomarlo…Quijote rápidamente se subió al caballo; Rocinante, con el pecho erguido, levantó una pata y los molinos pararon de sollozar… pero el dedo esquelético del tirano se lo impide.

Los pasquines, con su alto criterio sensacionalista, murmuraban de su amo: ¡Dictador! criticaban en voz baja. Sus amigos de la imprenta les habían dicho que estarían postrados en alguna pared pública y que hasta podían llegar a ser portada de algún periódico. Ellos también preferían ser quemados. O mejor, usados en alguna letrina de un campamento militar en medio de una guerrilla. José se alejó de ellos más por miedo que por instinto.

Al llegar al tramo del centro José percibió un sigilo abrumador y se detuvo. Don Vacío, el sabio, parecía una estatua sentado en su sillón de piel, con un cigarro cubano en la boca. Con sus manitas en la cabeza, viendo los libros como si fueran un muro decorativo, José pensó: “hoy me llevo uno”. Miró a su izquierda:, al fondo estaba el dictador; miró a la derecha: la ventana estaba entreabierta y pensó que era sólo un piso, aunque se podía romper una pierna. Juntó sus manitas, gorditas, como copos de algodón, y las apretó en señal decisiva.

Todos los libros regresaron silenciosos a sus portadas; Dante y Virgilio al otro infierno de la comedia; Alí Babá y Aladino, quien arrastraba la lámpara, oraban en silencio a un dios lejano; rezaban para que después de tantos años, este valiente jovencito liberara a uno de ellos, que ya empezaban a entender mejor el encierro del genio en la lámpara. A ninguno le importaba cuál, pero que se llevara uno. José seguía caminando con sus dedos entre los libros.

- No, ese no, aún no estás listo para Marques y sus años de soledad. – Dijo Don Vacío sin levantar la cabeza.

José deslizó lentamente el libro de regreso a su lugar y respiró profundamente. Pasó sus deditos por el lomo del libro, como diciéndole “lo siento”, y pudo escuchar a casi todo el pueblo de Macondo suspirar con él.

- Don Vacío, por favor pare, que ya me duelen los oídos. – Asombrado, el sabio se puso de pie rápidamente: José era autista y, aunque podía hablar, nunca lo hacía. Pese a que no entendía lo del dolor de los oídos, no importaba. ¡José habló!

- Amigo José, ¿qué…quiere…hacer? – Dijo como si estuviera hablando con un extraterrestre.

- Leer, pero usted no tiene libros. – Dijo, mientras evitaba los ojos de Don Vacío. Frotándole lentamente la mejilla izquierda y girándole la cabeza hacia los libros para que mirara. – Esos son de mentira.

El silencio en la biblioteca era casi sólido. Las flores en el jarrón de la esquina se marchitaron y una nube gris opacó el rayo de sol que entraba por la ventana. En Troya se podía escuchar el sonido de las espadas al caer al suelo y corrió una lágrima en los ojos gigantes de Moby-Dick mientras flotaba a estribor del Pequod. Dagoo soltó el arpón y lloró junto a su amiga.

Borges, Cervantes y Neruda se agarraron de las manos, mientras en el otro lado del cuarto Dickens, Orwell y Proust llamaban a Kafka y Hemingway a orar con ellos. Todos esperaban la respuesta de Don Vacío.

- José, perdóname, no lo entendí así, - lentamente se llevó una mano a la boca, por vergüenza - como lector he creado un mundo donde me siento tranquilo. Un poco de soledad, un buen libro y mis cigarros son mi compañía. Cada uno de estos libros una vez fue el mejor de mis amigos y me aterroriza lo que pueda hacerle algún joven o que usen uno de mis tomos para apoyar alguna vitrina o como pata de algún sofá torcido…

- Quizás… si usted quiere… podrían ser leídos…pero aquí, guardados, no. – Fueron las últimas palabras que escuchó Don Vacío decir al niño, salió de la biblioteca y nunca más habló.

A partir de aquel día, cada tres días exactamente, a las 4:20 de la tarde, cuando José regresa de la escuela, Don Vacío lo espera en la puerta de su amada biblioteca con un libro en un sobre marcado “Para Leer”. Sin dejar de gemir, ni sacudir sus manos, José le regresa un libro, como si le devolviera la vida. Algunas raras veces Don Vacío puede ver la mirada inquisitiva del niño y en las pupilas negras de una mente prodigiosa que crece cada día, percibe el nacimiento de un universo.

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