Otra Navidad Sin Los Míos

Juan Fernández

Cada Navidad los dominicanos hacemos, cada vez, un acto de brujería; sacamos el alma del cuerpo, cerramos los ojos y volamos. Nos llenamos de la alegría que nos pintan en el corazón nuestros seres queridos, mientras nos llaman con merengues nuevos y bachatas, preñados de algarabía, lloramos en el silencio del frío. Bailamos con el cuerpo vacío y nos reímos cuando queremos llorar. 

En nuestros trabajos somos sonámbulos en un mundo de muertos, sabemos que allá, en nuestro pedacito de cielo, somos reinas y reyes, mientras que en el mundo de los piñones y las cadenas somos naborias pisoteados en polvo del jardín de nuestros sueños. Una lágrima por un dólar, un azote en la espalda en cada envío. Nos empacamos en las cajas repletas de ropas y comida. Mañana, otra vez, repetimos.

Echan alas las esperanzas de dos millones de almas perdidas, que cada Navidad conjuran la magia de sus ancestros taínos, bailando en apartamentos, armando fiestas y areitos, mientras se desarman sus vidas. No se escucha el arrastrar de cadenas en la nieve de otros climas. Se nos esconden los dolores detrás de las sonrisas. Fingimos.

Otra Navidad en este frío y mi alma busca el calor que no ofrecen los abrigos, los encantos ya no me trabajan, la siguiente me voy desde que empiece el invierno y retornaré cuando me llame la primavera y las cotorras se me mezclen con las águilas y mi corazón vuelva a volar y mis pies me exijan un perico ripiao y un puerquito. Como los quiero ahora tan lejos de los míos.

El Llanto de los Libros

Juan Fernández

Al entrar al cuarto, José podía escuchar los gemidos de cientos de libros en la biblioteca privada del vecino del primer piso del edificio donde vivía, era “un sabio” que, por auto adulación, inconciencia o pretensión, se deleitaba de su colección majestuosa de epítomes. Algunos de ellos, los más románticos, creados para ser consumidos por almas sentimentales, soñaban de pasar de mano en mano entre jóvenes enamorados, entres sus hojas alguna rosa, o una servilleta marcada por un bello. Sus lágrimas de estos parecían golondrinas. Sus sueños corrían asustados a esconderse. José apreciaba cada detalle como si fuera un cuento.

Otros, los más curiosos de los tomos, llenos de vidas, con hojas satinadas y pergamino empastados, no paraban de toser. José podía ver como el polvo los mordía, como una manada de pirañas. Los curiosos ni se movían, morían lentamente carcomidos en silencio. El sonido de los afilados dientes del tiempo parecía como rayones de tiza en las pizarras verdes. ¡Y pensar que al autor le profetizó que servirían para algo, que despertarían la gnosis de sus lectores!

Los “mataburros” se sentían ofendidos, como podían cumplir con su cometido de ayudar a liberar alguna mente cuadrúpeda y asistir en convertirla en bípeda, si tenían años postrados en el estante de este asno inconsciente, asesino, quien una vez pretendió ser amigo. “Ven niño, acércate”, le decían, parecían hablar como coro de iglesia, llenos de murmullos. José Miguel no se atrevía, la mirada del sabio lo contenía. 

Los más rebeldes,  con sus portadas negras y doradas, con sus cintos rojos en la frente de sus hojas sin usar, gritaban a unisón que preferían ser quemados. José, a sus doce años, no entendía, su cabecita daba vueltas, decían que por lo menos así inspirarían una chispa de rebelión en algún hombre, o aunque fuera pena en futuras generaciones. Por lo menos así de algo servían.

Los clásicos sólo guardaban silencio y lloraban. En la portada del Quijote se podía ver a Sancho sentado en una piedra junto al rio, cabizbajo; “¿Y cómo vamos luchar contra este? ¿Le podemos tirar letras?”, preguntaba. El espíritu de Cervantes sólo tiene vida mientras las hojas de su libro pasaban lentamente de derecha a izquierda. José levantó la mano para tomarlo…Quijote rápidamente se subió al caballo; Rocinante, con el pecho erguido levantó un pata y los molinos pararon de sollozar, pero el dedo esquelético del tirano se lo impide.

Los pasquines, con su alto creer sensacionalistas, murmuraban a su amo, dictador, decían en voz baja.

Sus amigos en la imprenta les habían dicho que estarían postrados, o en alguna pared pública, o podían llegar a ser portada de algún periódico efectista. Ellos también preferían ser quemados. O mejor, usados en alguna letrina de un campamento militar en medio de una guerrilla. José se alejó de ellos por instito.

Al llegar a tramo del centro José se detuvo, notó un sigilo abrumador, Don Vacío parecía, allí sentado en su sillón de piel, con un cigarro cubano en la boca, que podía dilapidar sus propios excrementos. José, con sus manitas en la cabeza, viendo los libros como si fueran un muro decorativo, pensó, hoy me llevo uno. Miró a su izquierda, al fondo, el opresor,  miró a la derecha, la ventana entreabierta, y pensó que era solo un piso, aunque se podía romper una pierna. Juntó sus manitas, gorditas, como copos de algodón, y las apretó en señal decisiva.

Todos en silencio regresaron a sus portadas; Dante y Virgilio al otro infierno de la comedia; Ali Baba y Aladino, quien arrastraba la lámpara, oraban en silencio, a un dios lejano, rezaba para que después de tantos años, este valiente jovencito extraño liberara a uno de ellos, ya empezaba a entender mejor el encierro del genio. A ninguno le importaba cual, pero que se llevara uno. José seguía caminando entre los libros con sus dedos.

- No, ese no,  aun no estás listo para Márquez y sus años de soledad. – Dijo Don Vacío sin levantar la cabeza.

Jose desplazó lentamente el libro de regreso a su lugar y respiró profundamente. Deslizó sus deditos por el lomo del libro, como diciéndole “lo siento”, y pudo escuchar casi todo el pueblo de Macondo respirar con él.

- Don Vacío, por favor pare, que ya me duelen los oídos. – Don Vacío se puso de pies, José era autista y aunque podía hablar, nunca lo hacía. Aunque no entendía lo del dolor de los oídos no importaba. ¡José habló!

- ¿Amigo José, qué…quiere…hacer? – Dijo como si estuviera hablando con un extraterrestre, ambos pensaban que lo era.

- Leer, pero usted no tiene libros. – José, mientras evitaba los ojos de Don Vacío le frotaba lentamente la mejilla izquierda y le movía la cabeza hacia los libros para que mirara. – Estos son de mentiras.

El silencio en la biblioteca se podía cortar con un cuchillo, las flores en el jarrón de la esquina se marchitaron y una nube gris opacó el rayo de sol que entraba por la ventana. En Troya se podía escuchar el sonido de las espadas al caer al suelo y se podía ver una lágrima en los ojos de Moby-Dick mientras flotaba a estribor del Pequod, Daggoo soltó el arpón y lloró junto a su amigo.

Borges, Cervantes y Neruda se agarraron de las manos, mientras en el otro lado del cuarto Dickens, Orwell y Proust llamaban a Kafka y Hemingway a orar con ellos. Todos esperaban la respuesta de Don Vacío.

- José, perdóname, no lo entendí así, - lentamente se llevó una mano a la boca, por vergüenza - como lector he creado un mundo donde me siento tranquilo, un poco de soledad, un buen libro y mis cigarros, cada uno de estos libros una vez fue el mejor de mis amigos, y me aterroriza lo que pueda hacerle algún joven o que usen uno de mis tomos para apoyar alguna vitrina o como pata de algún sofá torcido.

- Pero podrían, quizás, si usted quiere, ser leídos…aquí no. – Fueron las últimas palabras que escuchó Don Vacío decir al niño, salió de la biblioteca y nunca más habló.

A partir de aquel día, cada tres días exactamente, a las 4:20pm cuando José regresa de la escuela, Don Vacío lo espera en la puerta de su amada biblioteca con un libro en un sobre marcado “Para Leer”. Sin dejar de gemir, ni sacudir sus manos, José le regresa un libro como si le devolviera la vida. Algunas raras veces Don Vacío puede ver la mirada inquisitiva del niño y en las pupilas puede ver el nacimiento de un universo.

La Noche Que Mataron al Maco

Juan Fernández 

Corría igual de frío aquel diciembre, como corren usualmente los diciembres en Constanza, en esos días mataron al Maco, un delincuente muy amado en El Cercado. Subí a hacerle compañía a la viuda, mi ex compañera de estudios. Como fui en motocicleta, acordé con unos amigos; Romualdo y Plutarca, dormir en su casa y retornar a mi campo de Pueblo Viejo, en el valle, a la mañana del día siguiente.

La policía estaba muy activa en toda la montaña, algunos decían que el asesino andaba escondido cerca del barrio de Los Peynado y anticipaban que llegara a ultimar a la viuda también. La única vez que vi tantos policías fue cuando Ramfis Trujillo se cortó la pierna y lo llevaron a mi campo a ser tratado por mi abuelo. Quien era el único doctor en la provincia. Fue a unos días del cierre del 1947. Aunque era un niño recuerdo todo el aparataje como si hubiese sido ayer.

- Altagracia, si deseas me puedo quedar contigo, - le propuse queriendo aparentar más valiente de lo que era.

- No mi hermano, no es necesario, vamos a amanecer contando historias, cuentos y comiendo chivo, si usted se va, se lo pierde.

- Me quedaré unas horas, pero solo porque me presionas.

Ambos reímos a carcajadas, la madre del Maco nos fulminó con la mirada, salimos, aun riendo, al patio, allí, bajo la oscuridad de los matorrales, pude ver una sombra, parecía la de un hombre, pero al moverse nos dimos cuenta que era un becerro que estaba comiendo de las verduras que habían en los canteros del patio. Entonces fue que nos reímos de verdad. Teníamos los nervios de puntas.

- Francisco, ¿recuerdas a Dominga, la joven voluptuosa que conocimos en el bachillerato?

- Claro hermana, recuerdo que todos queríamos estar con ella, era una dama cuando nosotros aún éramos muchachos mocosos.

- Creo que era amante del Maco, pero ella era esposa de un tipo del Bronx, por eso lo mataron.

- No pierdas tu sueño con esos pensamientos. Vamos a entrar, la gente se está alborotando. - dije mientras la ayudé a subir los peldaños para entrar a la cocina.

Desde la sala pude percatarme que en el frente de la casa se habían detenido unas motocicletas, cada una con dos pasajeros, los vecinos, amigos y socios del Maco salieron a ver lo que querían los nuevos visitantes. Todos armados, por unos minutos sentí que era una película del viejo oeste, uno de los viejos que estaba en una silla de Guano, bajo una mata de mango, se me pareció a John Wayne en la Película Río Grande. Jugaba con una colilla de cigarrillo mientras silbaba. En sus viejas botas pude ver hoyos del uso y el abuso al calzado. Su ropa no estaba sucia, pero maltratada, en su cadera llevaba un Colt 45. En su cabeza un sombrero pulcramente blanco. Mientras todos se alborotaban Don José mantuvo la calma. En sus canas podía ver su experiencia y en sus arrugas pude ver que no todas fueron buenas.

A las 3 am, solo quedaban en la casa algunos amigos cercanos. La madre del Maco estaba durmiendo en una mecedora, roncaba muy fuerte. Yo también. Algunos niños corrían hiperactivos, creo que por el exceso de refrescos.

El disparo de la pistola del asesino nos despertó instantáneamente, cuando terminé de ver si todos estaban bien, el trabucazo del revolver del John Wayne dominicano, retumbó toda la casucha, como si fuera un cañón. ¡Nunca había visto tanta sangre! El pistolero había entrado sigilosamente a la sala, en su intento fallido no se percató que los vecinos estaban esperándolo, fingían estar dormidos, uno de ellos más que los demás.

Vi cuando se llevaron a "John Wayne" en la patrulla policíaca, llevaba su frente en alto. Sabía que había salvado una vida. Encendí mi destartalada Honda y bajo el frío de ese diciembre me despedí de mi amiga y me fui al cuartel a declarar a favor del anciano héroe.

Me tomó horas bajar la montaña, cada curva parecía agarrarme diciéndome que no me fuera. Cuando llegué a mi campo ya había salido el sol, me quedé sentado en la cocina tomando café y riendo en la paz de mi campo silente.

¡Pobre Maco!