Cuento de Navidad 2015

Cuento de Navidad 2015
Por Juan Fernández


Armando nació en una familia de Evangélicos y Testigos de Jehová, en Pueblo Viejo, una aldea formada alrededor de unas ruinas y una capilla, en el kilómetro 7 ½ de la vieja carretera Duarte que une La Vega con Moca. Era como un anfibio en un pozo de peces de colores, su creencia en Dios le permitía ser parte de todo, pero no creía en los ritos y dogmas de las iglesias, a él le parecía que eran todas iguales, una veía a la otra como un desafío, se enfocaban en el dedo y se olvidaban ver la luna a que apuntaba. “Dios te mide por tu vara”, era su creencia.

La mañana del 24 de diciembre se despertó dispuesto a escuchar un poco de lo que tenía que decir el padre Polanco, el pastor Rubén, y Jacinta, la loca del pueblo, no estaba seguro cuál de los tres era más cuerdo, ni cual se acercaba más al verdadero mensaje de Dios. La verdad mora en los lugares más inesperados. 

Caminó desde su casita en el callejón de Los Buenos, hasta la capilla Bautismo del Señor, pero prefirió seguir hasta la capilla de los Coste, su familia, que está al lado de la entrada de las Ruinas  de la Fortaleza de la Concepción de La Vega Vieja. Algo le decía que hoy era importante ir allí. Cuando pasó frente a la casa de su prima Justina escuchó que Tío Chuchú estaba enfermo de pulmonía y que a su primo Pablo lo habían operado de la columna y se puso triste, aunque confundido entre Santos, Vírgenes, Dioses, y los Anunakis de los Sumerios, a sus diecisiete años sabía que la salud de la familia era vital y que quería verlos sanos a todos en esta navidad. No importa en quien crean y si tienen razón o no.

Se sentó en el último asiento del banco de madera de la izquierda, no estaba seguro si tenía que arrodillarse, vio hacia el frente y Nina Caridad estaba orando de rodillas, lo más probable por su esposo y su hijo, Chuchú y Pablo, decidió hincarse y se cubrió el rostro con sus manos, había visto en la televisión que los musulmanes hacían esto y consideró que era la forma ideal de pedirle a Dios por la salud de sus seres amados. Como lo había hecho unos años atrás por la salud de su Tia Annie, la operaron y se salvó del cáncer que tenía. 

Por encima del mormullo de las señoras que decoraban el altar podía oír la voz de un niño que decía; “Levántate y sal, de ti depende que hoy nazca otra vez”. Se sonrió un poco, pensó en lo fértil que era su imaginación, se preguntó si con la edad lo perdería, pero escuchó la joven voz otra vez, ahora más fuerte; “¡Levántate Armando, que van a morir y hoy es NAVIDAD!”. Abrió sus ojos y frente a él vio un niño flotando, vestido con un paño de lino, casi desnudo, su piel morena, sus ojos como soles, y su mano izquierda le apuntaba hacia la carretera.  Observó que nadie se movía, se puso de pie, corrió hacia la gran puerta de la capilla, cuando vio a su derecha la imagen de un camión tanquero de gasolina, que viajaba a alta velocidad, llenó su vista, rotó la cabeza noventa grados y estaban a punto de cruzar la peligrosa carretera agarraditas de manos dos de sus primitas. El niño le apuntaba, con el ceño fruncido, sus ojos casi de fuego, a que hiciera algo, corrió, y el niño cerró sus ojos, al lado de cada niña vio ángeles pequeños, querubines, implorando, en sus ojos las lágrimas parecían perlas de cristal, y detrás de ellas venia corriendo y gritando sus padres. 

“No las van a poder parar a tiempo”, pensó Armando, el aire se había convertido en un sólido, y Armando aruñaba en la nada para ir más veloz, corrió más rápido. El camión, verde y metálico empezó a frenar, pero no se detenía,  las ruedas traseras se torcían y se quemaba en gritos de gomas calcinadas. El espanto en el rostro del chofer era escalofriante, Armando podía ver es sus ojos el pánico, sus manos apretaban tan fuerte el guía que se le podían ver los huesos, y los vasos capilares de sus muñecas se partían. Armando saltó frente al camión, el calor del gran motor quemando casi sus muslos y cerró los ojos. 

El silencio fue invadiendo su mente, el chillido de las gomas desapareció y se convirtió en villancicos, las voces parecían celestiales, el golpe del camión en su rodilla derecha, ni siquiera lo sintió, pero el calor de los hombros de sus primitas le tocó el alma. Sabía que habían rodado unos metros en la losa del patio mojado de Nina Caridad, cuando abrió sus ojos ya era casi de noche. 

“Feliz Noche Buena” le dijeron dos voces entonadas, en su pierna tenía un yeso, unos tornillos mantenían el hueso en su lugar, en la cabeza tenía más de treinta puntos, pero no los sentía, la clavícula le dolía al respirar, no podía moverse bien. Cuando vio a su izquierda notó el rostro de sus primas, con las sonrisas más hermosas que jamás haya visto, a su derecha su madre le sostenía la mano, y sus dos mejores amigos, sus pies estaba parado el niño, flotando en el aire, con su frente en alto y una sonrisa casi imperceptible, lo miró fijamente a los ojos y le dijo: “No celebres ni mi nacimiento, ni mi muerte, celebra siempre, cada día, mi vida”.

Armando le pidió a su padre que le subiera la cama, se sentó y le dio gracias a Dios en voz alta por la familia que le dio y los amigos que tenía.

¡Feliz Navidad!