Cuento: Ritos de Noche Buena

Ritos de Noche Buena
Por Juan Fernández

La noche de Navidad se puede medir en el pueblo de Cutupú por dos actividades tradicionales;  la venta de los puercos asados en la esquina de la estación de gasolina, donde todos esperamos que lleguen los marranos gordos del boricua de Pueblo Viejo y por la noche de vigilia que hace Don Manuel todos los años en el cementerio del pueblo.

Los más viejos tradicionalmente guardan silencio por los últimos minutos de la noche, como en señal de respeto. Los jóvenes hacemos lo mismo, aunque pocos sabemos el porqué. Simplemente crecimos viendo el evento; las velas encendidas en el cementerio frente a las tumbas de sus hijos y su querida Patria y el grito espantoso de la media noche. A todos se nos frisa el alma, algunos se cubren los oídos segundos antes para no escucharlo. Pero eso no ayuda, el grito es el de una bestia, primitivo, de aquellos que te corren por la espina dorsal, te eriza los bellos del cuello y te clavan una daga fría, larga y fina en el cerebelo.

Don Manuel es un hombre alto y elegante, lleva siempre sacos muy pulcros y en la solapa llevaba un cinto rojo con una cruz blanca, igual que otros del pueblo, es también de poco hablar.  La verdad es que todos lo respetamos, más por miedo que por respeto.

En Cutupú, Rio Verde y Pueblo Viejo Don Manuel es una leyenda. Un día mientras visitaba unos amigos en Arenoso los oí hablar de la tenebrosidad de Don Manuel y sus ritos de las doce la noche. Este año yo voy averiguar el porqué de tantos secretos, quiero ver por mis propios ojos las ceremonias de Don Manuel.

Es difícil entender cómo un hombre, que según los ancianos es el ejemplo de la decencia y honradez, puede caminar cabizbajo, triste y sin decir una palabra. La descripción de los viejos no está acorde con la realidad; o todos los viejos mienten, o el hombre simplemente “era y ya no es”.

La capilla acaba de anunciar la misa de las seis de la tarde, hoy no iré al servicio como todas las semanas. Voy a comerme un pedacito del chicharon del boricua, y compartir una orejita con yuca con mi novia Lucía. Me dirigiré al cementerio, ya he dicho que tengo que subir a Santiago a comprar una batería para el motor, así nadie sospecha lo que estoy a punto de hacer.

El camino al cementerio es corto y, como algunas ancianas van a diario a pagar tributo a los muertos, me voy a esconder. Estoy solo a tres tumbas del punto donde se supone que Don Manuel hace su rito. Puedo leer el escrito penoso de la tumba de la madre muerta: “Solo Dios podía separarte de mi lado. Descansa, los he perdonado”. La última frase estaba escriba a mano, no tallada como la primera. Las letras eran perfectas, como escritas en un diploma.

La media noche está a punto de llegar. Puedo escuchar los pasos firmes del viejo Manuel, los reconozco, son pesados y largos. Desde aquí, dentro de un panteón, puedo ver todo claramente. Acaba de llegar, tiene un bulto en su espalda y esta vestido de gala. Se ha afeitado y camina erguido, como lleno de una fuerza superior. Este hombre es el que describen los viejos, definitivamente no es el mismo que deambula las calles del pueblo melancólico y desconsolado.

Lo que vi en los últimos minutos en el cementerio solo lo puedo contar ahora porque empecé a respirar otra vez, mi cerebro acaba de salir del estado cataléptico que lo clavó Don Manuel con sus palabras y su accionar. Un ser humano no fue diseñado para resistir tanto dolor.   
Fueron los minutos más largos de mi vida, el lloraba y yo lloraba con él, su dialogo con su amada Patria fue sencilla y directa. Don Manuel se quitó el saco negro y lo dobló nítidamente sobre la tumba de su hijo Américo, su Benjamín, y dijo:

“Tu, aunque nunca conociste realmente a tu madre, intentaste salvarla pero no pudiste, no sabias como hacerlo”, levantó un látigo negro y se azotó varias veces, cada golpe le desprendía pequeños triángulos de su piel. Ni siquiera sabía que existían fustas como esa, en la punta de varias cuerdas de cuero trenzado llevaba un pedazo de metal afilado. Con cada azote se encarnaban en la espalda llena de cicatrices similares del viejo Manuel, cuando lo elevaba para pegarse otra vez, el látigo le desprendía la piel y salpicaba de sangre las tumbas.

Arrodillado aun, bajó su cabeza, yo podía oír un leve llanto, se desplazó hacia la segunda tumba, la de su hijo Domínico y dijo: “Tu, que nunca te desprendiste de tu madre, también sacrificaste todo para salvarla, pero viviste encerrado en costumbre llenas de limitaciones, celos y encerrado. ¡Por ti, por tu hermano!”, y sin decir más levantó su mano izquierda y pude ver lo que parcia una raqueta de tenis, llena de pequeñas puntillas, la dejo caer sobre su pecho, solo escuché un rugido de dolor. La sangre le corría por el vientre, cuando retiro el instrumento, pude ver como este se llevaba más que sangre.

Bajó su cabeza para tomar algo que había sacado del bulto, era un trapo que usó para mojar sus brazos. Frente a la tumba de su tercer hijo, Silvano, Don Manuel no paraba de contar detalles de cómo murió y yo entendía mejor y le admiraba mas. Tomó la vela más grande, y dijo:

“Tu, que viajaste al exterior hiciste lo que pudiste, tus hermanos nunca te entendieron, uno, por no conocerte y el otro por no creerte, pero yo sí. ¡Por ti y tus hermanos!” y sin vacilar prendió fuego sus brazos los cuales extendió en forma cruz. Desde mi guarida podía oler la piel quemada, y aun así no gritó. Yo podía ver las lágrimas correrle por toda su cara no de dolor, de sufrimiento. Lentamente se apagó sus brazos, la piel quemada y negra dejaban ver una epidermis al rojo vivo.

Fue entonces cuando se me detuvo el corazón, Don Manuel sacó del bulto dos espadas Japonesas afiladas y brillosas, dos katanas. Esto parecía una escena de una película de artes marciales, de esas trágicas donde el héroe termina en haraquiri. Se quitó toda la ropa y se arrodilló frente a la tumba de su Patria y dijo:

“Por ti he vivido y por mi has muerto. Tus hijos, que nunca entendieron el porqué de nada, de tu rápida despedida, dieron sus vidas tratando de salvarte, pero nunca juntos, cada cual por su lado. Las ilusiones por las que luchamos terminaron costándote la vida y al final, amada Patria, después de tanto lidiar, el régimen simplemente acabó con todo. Lo que no se robaron, lo vendieron y sino escuetamente lo despilfarraron. Ya no se qué hacer para terminar nuestro sueño, sin ti nada de esto tiene sentido. Por mi diste tu vida y yo sacrifico mi cuerpo para que todos sepan que nunca olvidaré tu inmolación, tu empeño y tu valor. Tu, amada Patria, merecías más de lo que pediste y menos de lo que te dimos.”

Y antes de que yo pudiera reaccionar Don Manuel levantó las espadas que apuntaban hacia bajo y se las enterró por completo en los muslos. La imagen de aquel viejo arrodillado, con ambas manos apretando las espadas, su pecho y vientre llenos de sangre y su espalda que parecía un rio de sangre, aun me quema la mente.
Don Manuel elevó su cabeza, abrió su boca, parecía que la mandíbula inferior se iba a despegar de la cabeza, entonces salió de su cuerpo aquel grito infernal, mis tímpanos querrían reventar, mis manos solo podía retener un poco aquel sonido diabólico. Cuando paró de gritar cayó desmallado frente a la tumba de su amada.

Salí rápidamente de mi escondite, corrí los pocos pasos para llegar a él y lo tome en mis brazos, grite, llorando pedí auxilio. Lloraba porque entendí lo que este rito significaba, entendí el porqué de este sacrificio y lo mucho que para este viejo significaba su Patria.

Cuando salí del hospital uno de los ancianos del pueblo me colocó un cinto rojo en la camisa con una cruz blanca y me dijo que Don Manuel quería verme. Su cuerpo estaba lleno de vendas, me pidió que me acercara para decirme algo al oído, en el cuarto habían varias personas del pueblo, todos llevaban el cinto. Eran de todas edades, algunas mujeres, sus ojos rojos por llorar me veían y me saludaban con un leve movimiento afirmativo de sus cabezas, pero callados. Me incliné para escuchar a Don Manuel:

“Bienvenido…Aun podemos hacer algo. Las tumbas están vacías”