Cuento: La Historia de Jan Rodríguez

La Historia de Jan Rodriguez
Por Juan Fernández
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Un ser humano no es de donde vive, ni de donde nace, ni de donde ha estado; es el producto de sus experiencias y de donde vive su corazón. El significado de este mensaje, el cual su madre le enseñó como si fueran palabras de un dios, lo aprendió Jan antes de llegar a estas nuevas tierras.

Corría el año 1630, la isla de Manna Hata aún era tierra salvaje; la naturaleza no se había rendido ante el constante acoso a sus recursos por los hombres del Nuevo Mundo. Para un isleño, en estas tierras tan frías, la vida no había sido fácil. “Pero soy un taíno y nacimos para adaptarnos”, reflexionaba Jan, mientras se aseguraba de disfrutar todo; pensó que fue el nacimiento de su hija lo que dio sentido a los detalles y, como si la evocara con su pensamiento, ella le dijo:

Papá Jan, ¿Por qué te llaman “el Taíno”? ¿Por qué mi piel es negra como la tuya y no color canela, como la de mi madre? ¿Por qué me llamo Anacaona? ¿Por qué mi pelo es crespo? - Las preguntas salían de la boca de Ana más despacio de lo que se generaban en su joven cerebro.

A sus trece años, sabía que era distinta a las demás niñas del pueblo; su padre era diferente, respetado y amado por todos, pero distinto; su madre le había contado algunos detalles en las historias que le narraba antes de dormir; sobre otros negros en sus tierras que llegaron después de Jan. Según ella, los que lo trajeron a la Nueva Ámsterdam eran los “caras pálidas” del Viejo Mundo. Ella sabía que su padre se parecía más a los esclavos, aunque Jan les llamaba naborias. Ella sabía que su padre nació libre, pero no entendía porqué si todos rechazaban a los negros, él se consideraba uno de ellos.

- Anacaona, mi princesa. - Jan había esperado este momento toda su vida. Su hija, Anacaona Rodríguez Foxtale, quería saber su origen y él necesitaba contarlo - Tu piel es la mezcla perfecta de la tez hermosa de tu madre y la mía, la unión de tres razas del mundo. Tienes un poco de todos; eres única, nunca lo olvides. Tus ojos claros son herencia de tu abuelo, que era una marino del Viejo Mundo, de un reinado llamado Portugal. Yo soy un mulato nacido en una isla llamada Ayití, pero a la que muchos llaman Quisqueya, la tierra de los Taínos, de los cuales los españoles no dejaron ninguno vivo.

Los ojos apenas le cabían en las cuencas a la joven taína; su ceño fruncido expresaba sus inquietudes… Ayití, Quisqueya, Taínos...estos nombres eran parte de su historia, como la leyenda de un libertador indio, de una reina con un pelo tan hermoso que cubría todo su cuerpo y de un cara pálida llamado Colón.

En la pequeña casa de la familia Rodríguez la mezcla de culturas era el orden del día. Ana entendía que su padre era de otra tribu y que su madre era nativa de estas tierras, pero en cada esquina del hogar se podía respirar un toque del mundo. Igual que su madre, Jan creía que el planeta era de todos. “Yaya busica Guakía Atabey” –Dios nos dio La Madre Tierra– decía siempre su madre.

En la isla el invierno era frío, más que en otras áreas de la colonia. Los blancos habían ocupado el territorio desde la isla del portal del río que descubrió Verrazano hasta una aldea al Norte, donde ellos dicen que un tal Henry Hudson había llegado en su descubrimiento de las aguas del gran río.

La sala de la pequeña casita era un lugar especial para los tres. Su padre le había enseñado a leer y se había enterado que en la parte Sur del pueblo construirían una gran pared para dividir y proteger a los blancos holandeses. Papá decía que era una idea tosca, que todo lo que había que hacer era negociar y que los problemas se puede resolver si todos los involucrados sienten que ganan; creía firmemente que las soluciones se encuentran conversando, no creando murallas.

- ¿Los taínos eran indios, igual que los Munsee y los Rocaways? - Ana quería saberlo todo: su origen, el porqué de su forma de ser, la nobleza de su padre, su deseo constante de estar limpia y no podía entender cómo las niñas blancas no querían bañarse. Ella era la única negra con ojos color miel clara y el pelo largo y negro como el azabache. Los demás en la tribu la trataban con respeto, ella era la hija del “Taíno”, el primero de su tribu en estas tierras.

Estuvieron hablando toda la noche. Jan salió varias veces a conversar con algunos aldeanos que pasaban; indios, negros y hasta algunos blancos marineros. Todos hablaban en distintas lenguas, pero él los entendía como si fueran de su mismo origen. Ana se acercaba a la ventana a ver a su padre hablar; aunque no podía entenderlo todo, según pasaban los años los comprendía cada vez más.

- Papá, dime dónde naciste, dime más de Quisqueya, la tierra de Los Taínos. Dime de Los Guamíkéna y de los españoles.

Jan cerró sus ojos, inclinó su cabeza para ver a su princesa. Era increíble oírla aprender tan rápidamente el idioma de sus ancestros. En su mente empezaron a formarse imágenes de un pasado hermoso, una infancia corriendo por los montes, comiendo jobos, mangos, nadando en las aguas tibias de un mar cálido, el olor de los cigarros como le decían los guamíkénas. En los ríos de los Taínos, los Yaques del Sol y la Luna, también se imaginaba las leyendas de los Caribes, los Siboneys, los Arahuacos. Algunas voces casi olvidadas.

La voz de su madre le retumbaba en la mente más clara que las demás. Su negra africana, dueña de sus creencias, esclava en la casa de hombre blancos, criadora de negros, indios, mulatos y blancos. Creyente fiel de cientos de dioses poderosos, quien lo educó en el arte de las lenguas y la necesidad de ver más allá del mar y la tierra. Sus labios carnosos, sus pequeñas orejas, perforadas en varias partes, cruzada con cuernos que sólo usaba en su casa, porque los católicos no se lo permitían en las calles. Su cuello erguido, lleno de collares de madre perlas y conchas de muchos mares y su pelo corto tan esponjoso como una almohada de plumas, fino y copioso.

Más que nada, Jan recordaba su voz, cuyo timbre raspado parecía pertenecer a un hombre, cuando cantaba a sus dioses cánticos de adoración y penas; igual, cuando invocaba en sus altares llenos de flores, ramos y charamicos, sangre y hierbas aromáticas, la presencia de sus antecesores para pedirles que la orientaran.

Su madre le contaba sobre una tribu que sabía todo sobre las estrellas, los Dogo, y sobre una civilización increíble en el Oeste del gran continente que hacían grandes bohíos de piedra en forma triangular. Con el tiempo, Jan aprendió que estas edificaciones se llamaban pirámides y que sus constructores se llamaban egipcios. Era increíble la enorme cantidad de información que se manejaba en el muelle de la Nueva Ámsterdam. En las leyendas de su madre, en la sombra proyectada por el fuego, ella podía formar con sus manos aves y animales de otro mundo, con largos cuellos, trompas y colmillos poderosos. Jan podía pasar días hablando de los héroes y animales que su madre le había contado.

También escuchaba la voz de su padre portugués, creyente en un Cristo crucificado y una Virgen Santa. De él recordaba menos; algunas de sus memorias eran basadas en lo que su madre le contaba. Ella siempre lo esperó cerca del puerto, pero él nunca regresó. Con el tiempo supieron que murió en uno de los viajes al Sur del Nuevo Mundo, en un lugar con un enorme río que parecía un mar, con peces que devoraban hombres –pirañas– y nativos que podían trepar árboles como si fueran monos; la tierra del Amazona, le llamaban los marinos que llegaban a los puertos...y así, sin pausar, empezó a contar su historia:

Después de muchas horas de intercambios inagotables, el Capitán Mosel me ofreció el trabajo que tanto anhelaba, el de marino mercante; pero con algunas limitaciones y haciendo un trabajo específico: comunicarlo con los nativos para hacer sus ventas de hachas y cuchillos, mientras compraban sus pieles para llevar al Viejo Mundo.

Mi prima llevaba años tratando de convencer a “su marino barrigón” de que yo era de confiar; pero Mosel no quería un negro liberto en su barco. Creía que era una influencia negativa para los demás en la tripulación y una inspiración para los esclavos; sabía que eventualmente le causaría problemas. Fue la respuesta a su última pregunta la que cambió su forma de pensar:

- Dame razón yo dar trabajo a tú. – Mosel, el capitán del Jonge Tobias, quien apenas hablaba español, no entendía qué papel iba a desempeñar un mulato “libre” que nunca había navegado una milla náutica.

Me incliné para ver a mi posible empleador más de cerca. La luz de la vela casi acabada creaba sombras en su blanca barba que lo transformaban en un monstruo grotesco; su barriga redonda y su camisa a punto de reventar, mugrosa y sudada, su pelo descuidado y sucio le añadían el elemento final. En fin, un hombre de sangre roja, que será enterrado en la misma tierra que yo, nadie especial.

- Omdat deze zwarte indian zou kunnen vertalen voor je, en dat betekent meer omzet voor u. – Le respondí en holandés. – Puedo hablar perfectamente el portugués, pidgin, el dialecto de compra de los indios, español y, mientras navego con usted, estoy seguro que aprenderé el holandés a la perfección.

- Realidad ser tú ser único negro indígena yo conocer poder hacer ese trabajo y, como tú decir, esto poder convertirse en más oro para mí. - Mosel había oído de algunos mulatos con esta capacidad para las lenguas. Un tal Mateo Da Costa del Sur del Nuevo Mundo había hecho una fortuna para los franceses y era la razón de varias disputas entre los reinados del Viejo Mundo… ¡Quién lo diría, un negro creando conflictos entre hombres blancos, a dónde vamos a parar! Pensó, pero no dijo nada.

Mosel se burló a carcajadas. En sus dientes se podía ver el resultado de años de una pobre higiene. Realmente no le podía mirar su cara, no porque le tuviera miedo, sino que me daba náuseas verlo. Agradecí interiormente a mis indios por legarme el don de la higiene.

- El trabajo es tuyo Jan. – Me dijo sin parar de reír. – Mientras más yo gane, más tu ganar.

- Juan, señor, mi nombre es Juan Rodríguez. – le dije mientras acomodaba mi sombrero de paja y me ajustaba el chaleco. La conversación había terminado como lo deseaba. Al fin el mundo era mío.

- Eso decir yo, Jan, Jan Rodríguez. Salir nosotros hacia Isla Gotham en dos días. – Y así, como un bautizo celestial, dejé de ser Juan Rodríguez y nació Jan Rodríguez.

Gotham era el nombre que le habían dado a esta isla los blancos del reinado de las tierras bajas del Norte del Viejo Mundo…eventualmente le llamaron como lo conocemos hoy, Nuevo Ámsterdam.

- ¿Gotham? ¿En la Virginia, Jamestown? – le pregunté, no sabiendo que el Nuevo Mundo era tan grande. Había oído a otros marineros hablar de este pueblo que fue fundado por los ingleses unos cuatro o cinco años atrás, antes de nosotros zarpar.

- No, Jan, más arriba, en una bahía que descubrió un tal Verrazano en la boca de un río grande explorado por Henry Hudson. Allí nosotros vender hachas, cuchillos y herramientas. Ellos, indígenas, nos venden pieles, comida y algunos indios de otras tribus como esclavos. - El viejo Mosel me dio mucha información de este mundo y del viejo en nuestro viaje. Me contó de la empresa para la que trabajaba en su reinado y de cómo habían varias naves enormes haciendo lo mismo que nosotros.

En mi mente esos dos días se convirtieron en una eternidad. Sentado en la playa podía ver el pequeño barco que se convertiría en mi hogar por tanto tiempo. La blanca arena de la bahía se escurría entre mis dedos; los cocoteros dividían la playa en dos, como si fuera una frontera y allí, bajo la sombra de una mata torcida, me perdí en la memoria de mi madre; si estuviera viva me diría: “Meu cuidado da criança”, tal como le enseñó mi padre…cuidado mi hijo.

- Madre, - dije hablando al cielo, como si mi africana madre pudiera escucharme – veré el mundo como usted me contó; veré otras tribus indígenas, los Munsee del Norte y los Arahuacos, los Yaures en el África, y los Gorú. A éstos nunca los conocí, pues hice de esta mi nueva casa, pero si a los Cheroquis, los Apaches y otros que pasaron a vender por esta isla.

El viento parecía responderme como si trajera mensajes del más allá. La tibia brisa rozaba mi negra piel. Miré mis pies y les dije: “prepárense, este es el día que esperábamos”. Me puse de pie y me dirigí a mi “bohío” a recoger en un saco de cabuya mis pocas pertenencias: las dos camisas, los pantalones, las chancletas de cuero. Me prometí a mí mismo que con mi primer pago me compraría unas botas de esas que usan los marinos. Recuerdo que las compré en Jamestown.

Tomé las chancletas en mis manos y se me salieron las lágrimas al recordar cuando padrino Guarionex me las hizo. El nació un poco después de los días del Descubrimiento…o “la invasión”, como le llamaba. Decía que los blancos no descubrieron nada, que sus tíos Guarocuya e Higuemota ya estaban nacidos y eran niños felices, que Caonabo, Hatuey y otros caciques ya eran poderosos cuando llegaron los invasores.

- Ellos no van a entender esas lenguas raras de mundos lejanos que te enseñó tu madre y aprendiste en el puerto, Juan. Tienes que hablar la lengua nuestra. – Guarionex trataba de enseñarme las viejas costumbres. – Apréndete esta oración y nunca estarás solo:

Guakia baba turey toca, guami-ke-ni, guami-caraya-guey, guariko guakia tayno-ti bo-matun; busica-guakia aje-cazabi; juracan-na maboya-ua jukiyu-jan; nabori daca, Jan-jan catu

En mi cabeza las palabras tomaban forma como si fuera un arcoíris celestial; las podía ver como si formaran flores conforme salían de la boca de mi padrino …algunas palabras tenían formas específicas, otras simplemente vibraban en mis oídos como si fueran melodías; otras parecían olas del mar. Las podía traducir casi simultáneamente:

Nuestro Padre que estás en el cielo, Rey del mar y la tierra, Rey del sol y la luna, ven a nosotros bueno, alto, grande y generoso; danos pan, vence el espíritu malo, los fantasmas, que reine el espíritu bueno. Soy tu siervo. Amen

El silbato del Jonge Tobias me sacó de mis recuerdos y sequé mis lágrimas. Los años habían dejado su marca de conocimiento en mí. Me acomodé el sombrero y me tiré el saco al hombro…cerré la puerta y me despedí de mis amigos; familiares…ya no quedaban. Pensé en ir a la tumba de mi madre, pero sabía que ahí era sólo estaba su cuerpo. Papá Lemba me permitiría hablar con ella cuando quisiera. Me persigné y levanté mis ojos al cielo para encomendarme a los santos del África, de Portugal, de los taínos y los romanos…pensé que iba a necesitar de todos.

Jan observaba como su esposa le miraba con admiración. Su hija ya no lucía soñolienta; estaba sentada junto a su madre y las dos lo veían con sus ojos enormes. “Yamocá macú”, les dijo y los tres se rieron a carcajadas. Sabían que tenían grandes ojos; pero, en unos segundos la expresión de su hija le forzó a continuar. Pensó en pedirles que continuaran la conversación al día siguiente; todo esto aconteció más de quince años atrás y los detalles, aunque estaba muy vivos en su mente, eran demasiados para contarlos en un solo día; sin embargo, se arrepintió y continuó diciendo:

Después de doce horas en alta mar, pensé que las náuseas pasarían. Me había convertido en la burla de todos en el Jonge Tobais; yo realmente no entendía cuál era el problema, pues había navegado en piraguas desde el puerto de Santo Domingo hasta las islas de los Carey. Hasta Mosel se burlaba cada vez que pasaba cerca de mí. Algunos de los trabajadores me decían que no dejara de beber agua, pues mi cuerpo se podía secar y me moriría.

- En horas pocas llegar a San Salvador, isla vecina a la Hispaniola. – me dijo Mosel mientras me daba una palmada en la espalda. – Jan, si no parar vomitar, yo dejar allí.

Pensé decirle que las islas se llamaban Ayití y Guanahani, pero no tenía fuerza ni para mover los labios. Luego las náuseas empezaron a controlarse un poco, pero no fue hasta que uno de los marinos me dio un té de anís y hojas de menta que pude parar de vomitar.

Cada día que pasaba hablaba mejor el holandés y Mosel estaba muy contento con su decisión, pues el viaje a San Salvador había sido un éxito. Allí aprendí que la isla era conocida con otros nombres y que los indios no le llamaban Colba, como pensaron los españoles. Los indios que quedaban en la isla me contaron sobre un taíno de Ayití, Hatuey, que llegó a sus aguas huyendo de los españoles y cómo rechazó a los cristianos por el repudio al comportamiento de los españoles, pero igual le mataron.

- Jan, ¿Cómo le dicen ustedes a esas tierras que dejamos atrás? - Aunque Mosel era del Viejo Mundo, había empezado a respetar algunos de los ideales de igualdad entre los hombres, empezó a llamar “trabajadores” a sus esclavos. Yo le decía que, al final, todos somos esclavos de alguien en este o en el otro mundo.

- Guanahani, es como le llamaban los indios siboney, los taínos también. Pero muchos de los españoles le llaman Cuba. – quería explicarle más sobre el respeto a los nombres y cómo lo ven los descendientes, pero pensé que era perder el tiempo.

- ¿Y los indios de este nuevo lugar a donde vamos, los Apalaches? – pregunté, aunque me imaginé que los habían convertido a todos en “naborias”. Pensé en la crueldad de la esclavitud de los indígenas, que eran pequeños y los españoles los hacían cargar pesos enormes en sus espaldas hasta que caían muertos. También los azotaban o amarraban a estacas para que los perros se los comieran vivos.

- Ya no quedar indios, todos traer a Guanananani, como tú llamar a la isla. – Mosel vio cuando bajé la cabeza y me dijo que era demasiado orgullo para ser un simple negro indígena, que sólo le llamó así a la isla para molestarme. El viejo marino se burlaba de mí a cada oportunidad que tenía; pero a cambio yo recibía lo que yo necesitaba: información, conocimiento y respeto.

No volví a decir una palabra por el resto de esta parte del viaje. En la península mis servicios de traductor no fueron necesarios, pero sí mi fuerza muscular para cargar las provisiones al barco. Allí aprendí que, aunque varios ya lo habían intentado, los huracanes no le permitían a los españoles formar pueblos …esto iluminó mi rostro con una leve sonrisa. Conocí negros de otras partes del África; algunos habían llegado con los franceses del Norte del Viejo Mundo...uno de ellos me contó sobre unas personas en otro continente con la piel amarilla y los ojos cerrados. Me dijeron que existen otros mundos de negros distintos a los africanos y que los españoles realmente estaban buscando ese mundo cuando encontraron el nuestro. Para mí fue una sorpresa entender que los conquistadores realmente no sabían nada.

Los esclavos del barco me respetaban, no porque podía hablar sus lenguas, sino porque, aunque era libre, no le tenía miedo al trabajo. El trabajo en el barco me hacía cada vez más fuerte. Aprendí a comer peces quemados con sal y sol y que algunos gusanos pueden limpiarte heridas y comerse las áreas muertas por las que puedes morir. En mi interior sabía que, aunque nací libre, los demás de la tripulación me veían como un esclavo más.

- Jan, en unos días llegaremos a Jamestown, es un pueblo inglés que tiene unos años de fundado. – Mosel había aprendido a disfrutar de sus conversaciones diarias conmigo y su español mejoraba cada día, decía que yo sabía de todo un poco.

- Si, Jamestown es la primera colonia de los ingleses, sé que intentaron fundar una en Roanoke, pero los nativos se lo impidieron. – le dejé ver mis blancos dientes en una sonrisa de oreja a oreja y continué diciendo – Puedo aprender el inglés rápido, ¿Cuánto vamos a durar en Jamestown?

Tenía la impresión de que nos quedaríamos mucho tiempo en cada puerto, sabía que mientras más durara en cada pueblo más aprendía de este mundo tan distinto, los holandeses me habían abierto los ojos, pero los nativos y los africanos sabían más. Los blancos conocían nuevas formas de hacer las cosas, pero los indígenas comprendían a la madre tierra mejor que nadie y los esclavos africanos eran extremadamente cultos; hablaban varios idiomas y sus ancestros se educaban en diferentes ciencias. Uno de ellos me contó que habían unos hombres llamados los sumerios que sabían escribir antes de que hubiesen otros hombres en el mundo, que ellos le enseñaron las ciencias a los reinados del Viejo Mundo, que tenían una religión distinta y turbantes en sus cabezas y que adoraban un solo Dios como los cristianos, que ellos tenían palacios de piedra blanca pulida y jardines que colgaban de las paredes y terrazas.

Las noches en el mar eran las más oscuras de todas; pero mientras mayor era la oscuridad, mejor se veían las estrellas. Aprendí que los indios mayas habían nombrado todas las estrellas y los marinos españoles decían que ellos se las inventaban porque no se podían ver.

La estadía en Jamestown fue corta, pero placentera: una maravilla para mí. En este pueblo conocí nativos de varias tribus. Algunos me contaron que la iglesia había quemado todo lo que sabían los indios del Sur y que, para castigarlos, les habían quitado lo que ellos más respetaban: la escritura. Esto me dolió en el alma. Mi madre me había enseñado que el que no lee no crece y que se le puede leer a los hijos en cualquier idioma y ellos entienden. Oír que una civilización le impide a otra leer era la ofensa más grande que se le podía hacer a un pueblo. Allí también pude ver a las mujeres más hermosas...hasta que conocí a tu madre, desde luego. Me imaginé que así debió ser Anacaona o Higuemota, la tía de mi padrino.

- ¡Papá, papá, papá…por eso me llamo así, ella, Anacaona, era una india de Ayití! - La niña se puso de pie, recogió su pelo crespo en una cola y exclamó: -Yo Soy Anacaona, la Reina de Quisqueya, una reina Taína. - y rio a carcajadas.

A Jan se le salieron las lágrimas; su hija era todo lo que había soñado que serían sus hijos: orgullosos de su herencia, conocedores de su origen y dignos. “Algún día llegarán a esta tierra otros de mi isla” pensó Jan. Todo lo que deseaba era que fueran dignos de llevar la frente en alto; lo demás se gana con sudor, pero el orgullo de ser y respetar sus raíces lo era todo para un pueblo.

- No pares papá, dime más. –

La orgullosa joven volvió a sentarse a los pies de su padre. Su madre le había preparado leche caliente y echado leña al fuego. Afuera la nieve empezaba a caer y por las pequeñas ventanas se podían ver los copos derretirse formando líneas de agua helada en los quicios.

- De acuerdo.

Uno de los indígenas que encontré en Jamestown me preguntó por la leyenda de Guarocuya. Nunca supe cómo responderle, no le entendí bien; no comprendí cómo ellos sabían del tío de mi padrino, Guarocuya, o Enriquillo, como le llamaban los monjes católicos, había muerto muchos años atrás, en las montañas cerca del gran lago, en el Bahoruco. Uno de ellos se acercó y me dijo:

- Acama, escucha, tú arahuaco, yo arahuaco, Guarocuya, arahuaco, hombre blanco, anki, malo, Guarocuya grande – según el indio hablaba, las oraciones se formaban en mi mente.

- ¿Cómo puedes hablar como nosotros? – Me preguntó con asombro. – Tú ser esclavo.

- Soy taíno, de Ayití. No soy naboria, nací libre. – Parecía un infante expresándome, pues ellos no hablaban el taíno que aprendí de mi padrino; hablaban enredado, usaban palabras del inglés y del español…pero nos entendíamos. - Datiao baracutey, soy un viajante solitario y un amigo.

Con ellos aprendí un poco de inglés y supe que los ingleses tenían algunas costumbres extrañas, que no eran católicos, pero creían en Cristo. Una noche me dieron a tomar un té extraño que le llamaban “chicha”. Con los años comprendí que era una bebida fermentada, cerveza. Deduje porqué algunos indígenas eran esclavos, no sólo de los extranjeros del Viejo Mundo, sino de sus bebidas y sus pipas que les permitían ver espíritus, pero también les impedían defenderse.

El viaje continuó sin muchos problemas. En alta mar los marinos me enseñaron a trabajar con cuerdas y a mover el barco a la voluntad del capitán, no a la del viento. Todos los días fueron solitarios en el gran mar, hasta que se escuchó a uno de los marinos:

- Stuurboord boot, - Barco a estribor, gritó el primer oficial.

- Jan, ¿ves en el frente del barco que se ve a estribor y de qué color son las banderas? – Mosel no quería encontrarse con un barco francés en alta mar.

- Nada en el frente; la bandera tiene los colores rojo, azul y blanco, igual que la nuestra – pensé que ese barco podía atacarnos, y mis temores fueron confirmados cuando Mosel me pasó una espada. El no confiaba en nadie que no trabajara para su compañía directamente y, si el frente del barco no tenía la insignia de la empresa, entonces era competencia y competencia y enemigo tenían el mismo significado para Mosel.

- ¡Póntela!, no creo que la vayas a necesitar, pero no salgas hasta que te diga. – Mosel sabía que un negro liberto no sería bien visto al lado del capitán. Yo era su compañero de viaje y conversaciones y un excelente traductor, pero entendía mis limitaciones. Bajé a la segunda cubierta, pero me quedé cerca de la escalera para escuchar el intercambio.

Las dos naves se acercaron; la del Capitán Block estaba en mejores condiciones y lucía de mejor construcción, las portillas de dos cañones apuntaban casi directamente a nosotros, como para saludarnos. Los capitanes se saludaron como viejos amigos:

- ¡Block! - dijo el barba blanca, con el mentón elevado para que el otro no le viera el temor. Se pasó la mano izquierda por la quijada y se le dio media vuelta a los dedos entre los espesos bellos del bigote.

- ¡Mosel! - respondió el capitán barba negra. Block era veinte o treinta años más joven que Mosel, pero en él se podía percibir la similitud con el viejo marino. Era arrogante, prepotente y petulante.

- Block, ¿Qué te trae por estos lados? – Mosel sabía que otros holandeses navegaban estas aguas en busca de pieles de castor y vendiendo sus herramientas de metales.

Block le respondió algo que no pude entender y se despidieron. Años después uno acusó al otro de negocios ilícitos por mi estadía aquí y fueron llamados a las cortes del Viejo Mundo.

Cuando llegamos a la isla de Gotham, como le llamaban los holandeses a Manna Hata, encontramos que ya se había creado un mercado activo en la punta Sur de la isla. Los indios Iroques y otros venían a este punto a comprar hachas, cuchillos y a vender sus pieles. Mosel quería este mercado para él solo, pero había otros que también venían a vender a este punto.

Los demás pensaron que Mosel me dejó trabajando aquí, pero no fue así. Ellos no querían dejarme, pero ya la relación entre nosotros se había convertido en una forma diferente de esclavitud: él me veía como su sirviente y aproveché la ocasión cuando una tormenta no nos dejó anclar y le pedí que me dejara en ese puerto.

- Jan, ¿Estás seguro de esto?, estos indios no son como los que tú conoces. - Mosel entendía que, si me dejaba, perdería a su traductor, pero yo estaba decidido.

- Prefiero correrme el chance con estos indios. Hablaremos cuando regrese en su próximo viaje...le prometo que estaré aquí. - Le dije que me quedaba tranquilo y me dio ochenta hachas, cuchillos y la espada...ah y me dejó un mosquete.

- Aquí esto vale más que el oro. Es el pago por tus servicios; con esto podrás sobrevivir hasta mi regreso. Cuidado con los indios, te venderán como esclavo.

Mosel me dejó aquí ese verano del 1613. No había nadie en la isla que no fuera un nativo. Me sentí solo por unas semanas, pero aprendí el idioma y me gané el respeto de los caciques. Siempre pensé que el trabajo honrado y la humildad me permitirían abrir las puertas necesarias en estas tierras nuevas. Hendrix vino unos años después y se quedó con un grupo de esclavos en la isla y fundó la ciudad que tenemos hoy, el Nuevo Ámsterdam.

Extraño mi tierra, pero bendigo a ésta y las oportunidades que me ha brindado. Estoy orgulloso de ser taíno, libre y el hijo de tres culturas.

Su piel negra resplandecía bajo la luz tenue de un fuego tibio. El calor de su mujer y su hija le llegaba a lugares donde el fuego nunca puede llegar: en el corazón y el alma.

Jan prefirió no contarles todo lo que pasó en los primeros años. El intento de Mosel de matarlo por creer que lo había traicionado al empezar a trabajar para Hendrix Christiansen y el barco Fortuyn, en el invierno del 1613. Las hachas y cuchillos fueron un buen inicio, pero no duraron más de unos meses. Con el mosquete negoció la protección que necesitó por un tiempo.

Las palabras de su hija lo trajeron de vuelta a la realidad, al día de hoy, el inicio de un invierno del 1630, a la razón por la que todo lo que había pasado tenía sentido.

- Papá, ¿entonces ser taína es ser una persona buena? – preguntó Ana, en voz baja y con la mirada perdida en el fuego de la chimenea, o quizás en las imágenes de su viva imaginación.

- Así es, mi hija. – Jan observó a la joven ponerse de rodillas, abrir los brazos y, como si estuviera rezando a los dioses, decir en voz alta;

- Daca Taína cay Quisqueya. Yo soy una Taína de la isla de Quisqueya.

Los tres se quedaron abrazados en silencio por unos minutos. Se podía escuchar el crepitar de la leña en el fuego, mientras la brisa de otro frío invierno se colaba por debajo de la puerta. Jan se acercó aún más a sus dos seres queridos, su esposa embarazada y su hija Anacaona, y pensó en voz alta:

- Daca arijua cay choreto guaitiao, Domini Can – Su hija tradujo en voz baja la primera parte en taíno, la última en latín;

- Soy un forastero en una isla de muchos amigos. Soy Perro Fiel a mi Dios.

Jan, ya cansado, bajó su blanca cabeza y lloró.

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