Cuento: La Casa de Don Andrés

La Casa de Don Andrés
Por Juan Fernández

En los cálidos veranos, los jóvenes del vecindario solíamos reunirnos las tardes de los viernes en la esquina de Broadway y la calle 135; allí existe una ciudad vertical: el edificio 3333, una construcción de enormes dimensiones y una gama de personas completamente fascinantes, de todos los países, de todas las razas. En esa esquina gastábamos la vida y en las calzadas de la gran ciudad se corrían nuestros mejores años, esos que nunca volverán. 

Los afroamericanos nos llamaban “plátanos” y nosotros, ignorantes al fin, nos molestábamos porque lo considerábamos denigrante; pero esa era la edad de la ignorancia y la de creernos dueños del mundo, nadie pensaba en el orgullo de ser dominicano, “del patio”.

Fue una de esas tardes, creyéndonos más dueños del mundo que de costumbre, que seguimos a Felipe en uno de sus estúpidos retos. No era la primera vez que hacía este reto que era su obsesión.

Ninguno de ustedes tiene el valor, se creen que son caciques taínos, Caonabo, Guarocuya, Enriquillo, Luperón, hombres de pura cepa - nos dijo señalándonos con su largo dedo índice, como tratando de herir nuestro orgullo, – son unos muchachitos, miedosos; es más, son “mu-cha-chi-tas”.

Felipe era el mayor del grupo; se las daba de valiente y, en realidad, en varias ocasiones había logrado convencernos de que lo que era; al final, sus retos siempre terminaban siendo ejecutados por él mismo. ¡Nadie era tan valiente como Felipe!

Eran más de las 6:30 de la tarde cuando escuchamos las palabras que esperábamos:

- ¡Yo me atrevo! - Dijo el nuevo valiente: Benjamín, el hijo pequeño de Doña Julia, la abuelita más bella del vecindario: 36 años y abuela. ¡Qué bombón! El atrevido tenía 16 años, era sólo unos meses mayor que yo. Ese verano del 1999 iba a ser inolvidable para él y para el resto de los “Plátanos”.

Benjamín desconocía el riesgo que era cumplir este reto. Ya tres de nosotros lo habíamos intentado. Era posible lograrlo, realmente no era tan difícil. En mi caso, apenas en la primera parte del reto se acabó mi intento, producto del obstáculo inicial: “Los Perros”.

El reto consistía en tres etapas. Yo lo había analizado en detalle desde el día antes de mi intento. La primera parte consistía en confundir a los perros pastor alemán que tenía el viejo Don Andrés y que en estos meses de calor estaban siempre corriendo en el frente de la única casa del vecindario. La siguiente era la más fácil, entrar a la casa. Don Andrés nunca cerraba su puerta. Decía que su puerta nunca se podía cerrar para que sus hijos pudieran entrar cuando quisieran. Pero esto no era posible, pues Don Andrés había matado a su mujer y a sus hijos en un arranque de celos hacía ya más de 20 años. Así nos lo contó Doña Petra mientras curaba las heridas de las mordidas de los perros en mi pantorrilla izquierda el día de mi intento. Veintiséis puntos y dos inyecciones; una contra la rabia y una antitetánica.

Benjamín creía poder lograrlo, pero él aún no conocía los detalles de la última etapa del reto. Era la más difícil y de más riesgo: subir al tercer piso, el ático, verificar si allí se encontraban los restos embalsamados de los dos hijos de Don Andrés, traernos una muestra de las vísceras que tenía el viejo en frascos de cristal llenos de formol, con los que hablaba a solas en las noches. 

En su intento, Felipe había llegado al tercer piso y allí lo traicionó el miedo; él nos contó que Don Andrés lo encontró, pero que pudo ver los frascos.

Nadie quería hablar con Benjamín, sabíamos que era hombre muerto. Si no eran los perros, iban a ser las trampas de Don Andrés en su primera o segunda planta y, en la tercera, si lo físico no lo mataba, lo psicológico lo iba a destruir.

- Tú no sabes en el problema que te estás metiendo. El año pasado Felipe no pudo lograrlo y todavía lo respetamos igual, tú no tienes nada que probar, no lo hagas. – Le dije, pero fue como hablar con una pared.

- Tú crees que porque no lo lograste, nadie lo puede hacer. ¡Yo voy a entrar! Subiré a ese ático y te voy a traer el corazón del hijo pequeño de Don Andrés - dijo Benjamín mientras elevaba el pecho como para sentirse más hombre. -Mañana voy a ser “Don Benjamín” para ustedes.

- Benj, no lo hagas, por favor. – Le imploré a mi mejor amigo.

A las 6:00 de la tarde del sábado 23 de Junio del 1999, más de veinte muchachos entre las edades de catorce y diecinueve años nos dimos cita frente a la casa de Don Andrés para, de una vez por todas, averiguar la verdad del misterio del viejo y sus largas horas en el ático o ver a uno más fracasar en el intento y burlarnos de él.

Este era un día especial, porque Don Andrés estaba en la casa. Los sábados él nunca estaba; pero este era diferente. Felipe lo sabía: era el cumpleaños de la muerte de sus hijos. La presencia del viejo implicaba un desafío más en el intento.

En los veranos de Nueva York, esta hora de la tarde aún había mucha luz. Los días son eternos y cálidos; los perros se veían como gárgolas en este ambiente: sólo se sabe que están vivos por sus lenguas colgantes y sus jadeos acelerados. Los dos de Don Andrés eran de color gris, moteado de negro, con el típico porte de los caninos K9 de la policía. Sus miradas eran profundas y sus dientes ya habían probado sangre humana, la mía.

Benjamín estaba rígido, como petrificado. Su respiración apenas se percibía; parecía como si no sintiera nada, era el nivel más alto de concentración que habíamos visto; semejaba un samurái. Miraba fijamente a los perros y ellos lo veían a él. Sus ojos negros, tan intensos; los de él, casi amarillos y serenos. Su tez morena, café con leche, como le decían las muchachas en el colegio, hoy estaba más tensa que nunca, parecía brillar. Su cabeza tenía un leve ángulo caído, pero su mirada y su ceño fruncido no; no había lugar a dudas de que estaba preparado. Y así, como si se hubiese activado una alarma en su mente, tomó el primer paso.

El silencio se movía entre nosotros como si fuera otro animal. Los firmes pasos de Benj se escuchaban como si sus zapatos fueran de plomo. La gárgola de la izquierda alzó las orejas; tres segundos después, la otra se puso de pie. Ambas bajaron lentamente los pequeños escalones que llevaban al portal de entrada. Benjamín no redujo el paso; era como si estuviese drogado. La saliva corría por los dientes de los perros, ahora completamente visibles. 

Los tres llegaron a la puerta al mismo tiempo. Les juro que vimos todo esto pasar como en cámara lenta. Despacio, Benjamín hizo lo inesperado: abrió la puerta de entrada. Todos corrimos para buscar refugio. Los perros lo iban a matar y después a nosotros; pero ellos no podían moverse, creo que estaban más confundidos que nosotros. Sus dientes expuestos brillaban bajo el sol, pero no se movían. Vimos como Benjamín tocó sus espaldas mientras pasaba; como si fueran mandados por su amo, se sentaron en el escalón y volvieron a ser gárgolas, rígidas, vigilantes. ¡Increíble!

Cuando Benjamín tomó el siguiente paso, se volvió para verme y se me congeló el alma; su mirada era fija, fría. En sus labios pude ver una leve sonrisa y su ceja derecha se elevó unos milímetros como para decirme: “Te lo dije”.

Los siguientes pasos fueron leyenda en el vecindario. Por años, los que estuvimos allí contaríamos cómo Benjamín dominó a los perros y cómo las nubes, el aire y el ruido de la ciudad cesaron por unos momentos y, de repente, todo despertó, el ruido alcanzó la realidad y los perros se sacudieron del trance. 

- ¡Benj! – gritamos. 

Él no se percató de que los perros ya no estaban esperando y corrían hacia él, uno tropezando con el otro; sus uñas sonaban en el cemento como cuchillos en metal. Uno de ellos saltó como para morderle el cuello. Benjamín giró tres veces: una para evitar el ataque, otra para abrir la puerta y la última para entrar a la casa exactamente en el momento que los perros lo iban a alcanzar.

Todos vociferamos de alegría y, finalmente, tomamos nuestro primer respiro en más de un minuto. Aunque no terminara el reto, Benjamín era ya una leyenda. Se acercó a la ventana del lado izquierdo para dejarnos saber que estaba vivo. Cuando se retiró de la ventana, vimos su sombra entrar a la sala y, detrás de él, la sombra de un hombre grande y gordo: ¡Don Andrés!

Empezamos todos a caminar al paso de las sombras; los perros seguían la misma pista, uno veía hacia las sombras, el otro a nosotros. Alguien apagó las luces y todos nos detuvimos buscando entre las ventanas, como tratando de descifrar de dónde nos iba a llegar la siguiente imagen. No estoy seguro si esto era la vida real o una película de Hollywood.

De repente, escuchamos un ruido infernal. Algo había golpeado una de las paredes. Escuchamos pasos acelerados, como corriendo sobre el piso de madera. Fue cuando uno dijo: ¡Allí, allí, en el segundo piso!

Una luz se encendió en la última ventana. Escuchamos más golpes contra la pared y vimos como la sombra delgada de Benjamín desaparecía frente a la enorme figura de Don Andrés. Felipe se acercó a la reja, pero las gárgolas eran demasiado eficientes. No ladraban como de costumbre; sólo gruñía mientras nos mostraban sus peligrosos dientes.

Entonces se escuchó un alarido de dolor, seguido de otro grito en el que reconocimos a Benjamín. La luz de las escaleras que conducían del segundo al tercer piso se encendió inesperadamente; se veía oscilar creando una sombra en movimiento; cuando llegaba al extremo izquierdo, se veía la sombra grande, cuando llegaba al derecho, la sombra delgada. Benjamín subía la escalera de espaldas y Don Andrés avanzaba despacio hacia él. 

Sentía que el corazón se me estaba saliendo de pecho. Cuando el péndulo paró, se pararon las sombras. Entonces, sin ningún aviso, Benjamín salió corriendo hacia el tercer piso. Vimos cuando encendió la luz del cuarto y cerró la puerta; parecía como si intentara poner algo pesado contra ella. Don Andrés golpeaba contra la puerta y gritaba que, si toca algo, se iba a arrepentir.

Escuchamos varios ruidos como de vidrios rotos y vimos como la única ventana del ático se empezó a abrir y de ella salió la cabeza de Benjamín. Gritó algo que no entendimos, pues todos vociferábamos como si estuviéramos en un juego de estrellas de la serie mundial y nuestro héroe hubiera salido a saludarnos. Cuando empezó a salir, vimos como Don Andrés lo agarró por el tobillo izquierdo. Benjamín le pateó y se deslizó por las tejas del pequeño tramo de techo cayendo dos pisos al vacío.

Pudimos ver como Don Andrés casi pierde la vida tratando de agarrarlo, no sabíamos si para salvarlo o para matarlo. Benjamín cayó sobre unas bolsas de basura que guardaba el viejo para el reciclaje; entonces rodó de espaldas sobre la tierra seca del patio. No se movió por unos segundos. Nosotros le gritamos que se parara porque que los perros ya venían. Antes de pararse, levantó su mano derecha; vimos que en ella había un frasco de cristal. Dentro se podía ver algo morado claro, como carne podrida, en un líquido translúcido, con vetas verdes oscuras y sangre: un corazón.

Ese fue el último día que vimos a Benjamín salir a la calle; hasta Felipe hablaba con respeto de “la leyenda”. Los amigos empezaron a contarla y cada cual agregaba un poco más. Ya nadie conocía la verdadera historia. Era como una fábula urbana. Pero yo estuve allí y prometí contarlo algún día. ¡Cumplí!

Benjamín cambió por completo después de ese día; creo que le pasa a todos los que realizan hazañas increíbles. Frecuentemente se le veía caminar con unos jóvenes de otro barrio, muy serios y rígidos; algunos eran mucho mayores que él, hombres que parecían militares.

El día que murió Don Andrés, a principios del 2013, unos catorce años después de aquel día, yo supe la verdad de la historia, lo que pasó después de aquella tarde del 1999.

En su entierro había veintiún detectives de la ciudad de Nueva York; eran considerados el grupo élite de policías especializados, todos dominicanos, el orgullo construido a través de más de cuarenta años. Les llamaban “los valientes de Andrés”. Benjamín era uno de ellos.

Las madres de todos estaban entre los solidarios. Ellas sabían la historia. Todas lloraban, pero llevaban sus frentes en alto, henchidas de orgullo. El Capitán Benjamín Betances se paró frente a la muchedumbre; se quitó sus guantes blancos, se ajustó su pulcra chaqueta y procedió a destapar una carta sellada que llevaba en sus manos. Con lágrimas en sus ojos, leyó:

Junio 24, 1999.

Este día tenía que llegar. No porque yo lo dispuse, sino porque Dios lo quiso así.

Sé que todos ustedes están tan orgullosos como yo de estar aquí. Aunque mi cuerpo lo enterrarán en unos minutos, mi espíritu despertará en un mejor lugar y eso me llena de paz. Hoy todas ustedes, las madres, tienen razón para estar felices. Ustedes creyeron en mí, especialmente Doña Petra. Gracias por propagar la mentira cruel, pero necesaria, de mi pasado.

Todos saben que perdí a mis dos hijos en un robo a mano armada en un intercambio de disparos entre delincuentes y policías y que, destrozada por el dolor, su madre se quitó la vida unas horas después para morir en mis brazos. Quise morir con ellos, pero Dios tenía otros planes y creo que he cumplido como El me lo pidió. La bala que disparé directamente a mi cabeza y con la cual viví toda mi vida hasta hoy, sólo me dejó inconsciente por unas horas. En ese lapso vi a mis hijos crecer y, si Dios lo dispone, hoy estaré finalmente con ellos y mi amada en la gloria.

Ese día juré que mis hijos no habrían muerto en vano y que este mismo vecindario que los vio morir les iba a honrar en lo que hubiese sido su sueño, ser policías como su padre. En los últimos cuarenta años, ustedes y yo, juntos hemos formado la crema de nuestra comunidad, mis hijos, mis valientes.

Ustedes me han ayudado a llevar una carga que ningún hombre podría soportar, la de enterrar a sus hijos. ¡Gracias! Ustedes fueron y serán siempre el orgullo de sus madres, de su comunidad y del mundo. Dominicanos Valientes.

A Benjamín Betances lo acabo de enlistar. Es mi último recluta. Ya el cuerpo no me alcanza para más. Realmente me ha dejado sin fuerzas y muy adolorido, patea como un caballo.

Pónganse de pie mis valientes. Quiero que el mundo pueda verles. A ese mundo que un día me quitó a mis hijos, hoy yo le entrego veintiún hombres de honor y respeto.

Les amo.

Andrés Lantigua Pérez, Capitán Retirado, Policía de Nueva York.

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