Cuento: El Galipote

El Galipote
Por Juan Fernández



En menos de una tarde la gente se olvida de la última noticia, aquella que los hacía comentar y charlar, en unas horas no es más que un recuerdo; la noticia es reciclada como papel y la gente todo lo olvida. Darío, conocido por todos como “El Galipote”, no nació en unas tardes de esas. Todos recuerdan que su madre murió cuando le pusieron a la pequeña lagartija humana sobre el vientre; los doctores sabían que la hemorragia interna que tuvo mientras paría era la causa de su muerte, pero los vecinos sabían más, eran eruditos del chisme y la mala lengua. Algunos comentaban que el niño la mató de sólo verla; otros aseguraban que era hijo del mismo demonio.

Nadie conocía a Darío mejor que yo. Ese monstruo, El Galipote, con su piel de culebra, ojos amarillos brillantes, su falta de bello corporal y dientes afilados como una piraña; este hombre era para muchos el demonio, pero para mí era sólo “papá”.

A sus quince años, me contaba de niño mi abuelo, mi padre podía leer en cinco idiomas y poseía el conocimiento de un universitario; esto lo aprendió solo, pues ningún centro educativo “decente” lo quería en sus aulas; esos establos estaban reservados para animales normales.

- Matías, no olvides que antes que todo Darío es un niño – le enfatizó mi abuelo al director del colegio de padres del Santo Cerro.

- Germán, tu hijo estaría fuera de lugar en este colegio, los demás padres…

- Ah, no me digas que tú obedeces a las peticiones de los hombres, no… tú no… siempre pensé que obedecías a un llamado más alto – Insistía el abuelo Germán.

- Entiéndeme, no es mi decisión. ¿Cómo sabes que el niño tendrá la misma capacidad tuya? Mira que su caso es más severo y la verdad es que parece ser retardo. No creo que pueda a leer ni escribir…

- ¡Oh, ahora además de cura, eres psicólogo infantil! - afirmó Germán - ¿Cuánto tú crees que necesite la parroquia?

- ¡Me ofendes! – dijo el Padre Matías.

- Matías, perdón, Santo Padre, escogido de Dios…

- Germán, ¿Qué haces? ¡Ponte de pie! somos amigos desde la infancia, soy cura hoy por ti, no te arrodilles ante mí, no soy nadie… - El padre se acercó a su amigo para tomarlo del brazo y ayudarle a levantarse, pero éste lo rechazó.

- Yo estoy aquí para que eduquen a mi hijo y si tengo que rogar de rodillas lo haré, no me voy sin una respuesta y la tuya no es lo que mi hijo necesita. – El abuelo Germán tenía un temple de hierro; en su infancia y juventud aprendió a luchar por lo que quería.

- Ponte de pie, te lo ruego, déjame pensar, déjame pensar… - El cura caminaba de un lado de la oficina pequeña de la parroquia. 

Sin perder tiempo Germán se puso de pie. Con la agilidad que caracterizaba su condición mutante, se secó las lágrimas e inclinó la cabeza para ponerse el gorro negro de alas anchas y dijo:

- Estaré aquí mañana a las 6:30am. Dios nos creó así para algo, no lo olvides, el niño no escogió su forma de nacer y va a recibir la educación que se merece, aunque tenga que ir al Vaticano.

El padre Matías nunca logró ingresarlo al colegio; el rechazo venía de más arriba: la iglesia tiene una jerarquía igual que cualquier gobierno. Pero sí le pudo conseguir una especie de asilo dentro del monasterio que estaba ubicado justo al lado del colegio y de alguna forma Dios iba a proveer lo mejor para el chiquillo.

Los archivos del colegio y la iglesia estaban en los sótanos de cada edificación; estos estaban interconectados y le daban a Darío acceso a una sin igual colección de escritos y libros: literatura, matemáticas, ensayos, manuscritos, tesis doctorales. La iglesia había recibido copias de casi todo lo escrito en la Vega con propósito de ser bendecidos o aprobados. Más de 400 años de artículos desde su fundación después del terremoto de Pueblo Viejo del 1562. Con las ruinas de la vieja ciudad construyeron la iglesia.

En las tardes, cuando las lluvias primaverales impedían a los alumnos salir a recreo, Darío se acercaba silente a las ventanas de las aulas sin que nadie lo notara y, bajo la lluvia y el frío, Darío disfrutaba al poder escuchar las lecciones. El conocía las respuestas a casi todas las preguntas, podía hasta detectar las preguntas despistadas del profesor Román. El enseñaba las matemáticas como ningún otro.

- Nadie dentro del salón sabe la respuesta. No me digan que voy a tener que salirme de aquí para que alguien pueda responder. – Decía Román mientras desde su ángulo podía ver la manita serpentina de Darío extendida hacia arriba hasta más no poder.

Al final de año, tomaba los exámenes ya corregidos que bajaban al almacén y escribía en una hoja en blanco las preguntas y problemas sin ver las respuestas, luego buscaba en los exámenes la calificación de cada punto y se auto examinaba; era el puro retrato de un autodidacta.

Su mayor fascinación eran los idiomas. A los catorce años se había convertido en el pupilo de todos. El padre Jean Claude, haitiano, disfrutaba mucho las largas conversaciones de leyes en Francés que sostenían en la capilla, a veces hasta discutían casos y políticas de Francia y Haití. El padres Weiss lo esperaba todas las mañanas a las 6:00 para, en Alemán, discutir los puntos de historia de la Segunda Guerra Mundial y los adelantos tecnológicos de Alemania durante los años de Hitler. Esas tertulias era su forma perfecta de empezar el día. 

En las tardes el padre Smith y el padre Agnus, visitantes ocasionales que venían de Inglaterra y Grecia respectivamente, se turnaban para crear un triángulo lingüístico en inglés y latín que no tenía nada que envidiar de las discusiones que debieron haber sostenido los grandes filósofos del viejo imperio romano. El latín era el preferido del Galipote, Agnus estaba orgulloso de su logro, el latín era un idioma difícil de perfeccionar y Darío lo hablaba como ninguno.

Cuando cumplió los veintiuno, una empresa norteamericana sin fines de lucro afiliada con Columbia University en New York intentaron sacarlo del país, pero al ver la foto del niño, el cónsul americano ni siquiera quiso verlo, y su caso fue declinado. Unos años después una empresa Europea ambicionó llevarlo a Europa para ingresar a la Universidad de Salamanca, pero su padre lo impidió al enterarse, a través de un colega, que esta empresa era una caza fenómenos de un circo europeo, que vendía seres humanos con talentos especiales… ¡La gente haría filas para escuchar a este monstruo filosofar acerca de la vida, y en tantos idiomas!

Todos se enfocaban en lo externo; nadie veía más allá de las escamas y los ojos de serpiente. Nadie sabía que él podía ver perfectamente en la oscuridad, su padre le había dicho algo de esto. En las noches claras, cuando el cielo parece un pañuelo negro lleno de azúcar blanca, desde la placeta detrás del cementerio, él podía ver las ruinas de la Vega Vieja. En los archivos de la iglesia había leído una tesis sobre la creación de la iglesia con las piedras de las ruinas, sobre la aparición de la virgen y sobre la invasión de los haitianos y el fuego de la ciudad de La Vega cerca del río Camú.

Nadie conocía al verdadero Darío, para todos sólo existía al Galipote. Es increíble lo que recuerda la gente y como lo asocian a sus creencias; pueden convertirte en un dios o en el mismo demonio, si ellos lo creen lo suficiente. 

En una ocasión cuando murió Doña Tatica, German y Darío fueron a cumplir con la memoria de la única que los trataba con cordialidad y decencia.

- Quítese el sombrero cuando entre a mi casa, usted no tiene de qué avergonzarse ni que ocultar. – le decía Doña Tatita al joven Darío, igual como lo hizo con su padre cuando él era un niño.

A la media noche, antes de que los idiotas del pueblo se embriagaran y fueran a cometer alguna estupidez, se retiraron silenciosamente, al fin le pagaron en vida a Doña Tatito todo lo que había hecho por ellos.

- ¿Dónde están? ¿Pa’ dónde se fueron los monstruos? – Dijo el primer idiota

- Sabe Dios si fueron ellos los que mataron a Doña Tatica. – Dijo otro.

- ¡Miren, miren… el chivo… mírenle los ojos, ese es el muchachito, yo creo que tienen que ser los galipotes! – Dijo un tercero mientras se pegaba, otra vez, de la botella.

A partir de ese día y sin preguntar detalles ni pedir permiso, Darío empezó a ser El Galipote. Algunos aseguraban que lo habían visto cambiar a lobo, perro, cabra hasta araña y alacrán; cada día que pasaba la leyenda era alimentada por la imaginación de los ignorantes del pueblo.

A los veintitrés años Darío conoció a Patricia, la sobrina del cura. La joven era como un ángel bajado del cielo. La enviaron con su tío después del accidente que la dejó ciega. Esta mujer, respetada por todos en el pueblo por su belleza, compasión y ternura, es un ángel para mí también; esta señora es mi madre.

Fue la noche del huracán la que cambió todo para “Los Galipotes”. Por años habíamos vivido en la casita sencilla que construyeron mi padre y mi abuelo cerca del cruce al otro lado de la carretera del cementerio, en esta casita nací yo.

El huracán llegó sin mucho aviso. Aunque Radio Santa María lo estaba anunciando desde hacía unos días, la gente no le prestó atención, ni siquiera se preparaban para lo inmediato.

- Esos tipos nunca pegan una. – dijo el pasajero del motor 70 cuando pasaron por el cruce. Podíamos escuchar las conversaciones desde la casa que estaba muy cerca de la carretera.

- ¿Tú cree? Mira que mis hijas tan en la escuela al pie del cerro y vienen de allá solitas. – dijo el motoconchista.

- ¡Créeme, esos tipos no saben ni un carajo! – Exclamó el experto meteorólogo que viajaba en la cola del motor, machete en mano y un racimo de plátanos en la espalda.

Darío quería gritarles que se detuvieran, que fueran a buscar a las niñas, desde su patio podía ver que el rio estaba crecido. Un huracán no hay que predecirlo, hay que seguirle los pasos. Los meteorólogos se podrán equivocar en las lluvias, granizos, sol o tinieblas, pero un huracán es diferente, y éste venía dejando destrucción a su paso.

Darío salió corriendo hacia el pie del cerro. El sobrero con el que acostumbraba ocultarse se había quedado olvidado. Su camisa blanca, abierta en el pecho, mostraba su piel escamosa y un vientre plano, como esculpido en la piedra. 

Yo lo vi salir; antes de irse, se inclinó para darme un beso. Me dijo:

- No olvides quién eres y para qué naciste. Los hombres nunca te entenderán, pero Dios sí, y eso es lo único que importa. Sólo Dios sabe para qué crea a los hombres.

Sin decir una palabra más, se marchó. Recuerdo la lluvia todavía silenciosa y la suave luz que iluminaba la piel de mi padre. Cuando Darío llegó al pie del cerro ya era tarde; las aguas del río habían arrastrado a las hijas del motorista. Todos los vecinos lo veían incrédulos; no podían imaginarse lo que pasaba por su mente. Sus ojos cambiaron de color y su piel impermeable brillaba; en su blanco cráneo se podían ver venas brotadas palpitando al ritmo mismo de su corazón.

- ¿Hacia dónde las arrastró y cuánto tiempo hace? – Le dijo al grupo de personas que estaban resguárdense bajo el toldo del colmado de la esquina. 

- ¡El….puede…hablar! – Dijo un idiota.

- ¡Silverio, dígame, rápido! ¿Cuánto hace que las arrastró el río? – Darío no tenía tiempo que perder. 

- Yo…yo…yo

Darío se quitó la camisa para poder correr más rápido. Cuando Silverio pudo responder ya él había corrido más de cien metros.

- Diez minutos muchacho, diez minutos…

Él se detuvo, resbalando en el lodo para ver atrás; su espalda expuesta mostraba la musculatura de un atleta; años corriendo por los montes conmigo y jugando como lo que supuestamente éramos, saltando entre las ramas de los árboles, lo mantenían en óptima condición física.

Los que estaban en la vieja carretera Duarte, con la boca y los ojos completamente abiertos, como zombis, señalaban hacia la izquierda.

- ¡Pa’ llá, Darío, pa’ llá!

Más que correr, el galipote saltaba. De repente desapareció como tragado por la vegetación. Los vecinos hablaban entre sí, contaba la historia de treinta y tres años de vida, especialmente los últimos…la historia del Galipote.

Cuatro horas más tarde sólo quedaban en la carretera unos cuantos vecinos tratando de consolar al padre de las niñas. Mi madre y yo bajábamos del cerro, ella apoyada de mis hombros; yo, como su guía.

Al ver a mi madre, los vecinos se quitaron los sombreros y se inclinaron en señal de respeto; la lluvia caía tan pesada como si fueran hojas de papel y los truenos eran dueños del ambiente. El motoconchista se acercó a mi madre y dijo:

- Doña, me dicen los vecinos que su esposo trató de salvar a mis hijas, que se convirtió en…digo…que parecía…perdón…eh…

- No se preocupe, señor. Dígame, ¿qué noticias tienen? – Le respondió mi madre con la misma paciencia con la que me educaba a mí.

- Nada, yo no me muevo de aquí sin…

- ¡Miren, miren… las dos niñas… allá, en la oscuridad… vamos rápido! – Gritó uno de los haitianos que trabajaba en el platanal de Don José.

- Daniel, ¿Qué pasa? – Me preguntó mi madre – Dime que ves.

- Mamá, las niñas vienen caminando, la chiquita viene cojeando, tiene una herida en la pierna, la grande parece que tiene una herida en la cabeza.

Uno de los vecinos que se quedó atrás por la edad, gritó:

- ¡Cuidado con la pierna de la chiquita que está herida! – El viejo, incrédulo, no podía entender como el muchacho podía ver a tanta distancia, pero le creía. 

- Daniel… ¿Qué de tu padre? – me susurró mi madre al oído.

Me concentré como nunca antes. Entre la lluvia y la oscuridad buscaba su color. Para mí… que también soy un galipote, ver en la oscuridad es fácil. Mi padre y mi abuelo me han dado el regalo de reconocer quién soy. Por más que lo intenté, no pude distinguirlo entre los matorrales; su color, en mi forma de ver las personas, era azul púrpura, igual que el color de mi madre. A veces yo reconocía el blanco de la maldad de ciertas personas; los negativos, los más negativos tenían un color puramente blanco, verlos casi me hacían daño; sin embargo a los más positivos los veía negros como el azabache.

- Nada, mamá, no veo nada…

La mayor de las niñas se separó del grupo y se me acercó; caminaba despacio y con la vista baja, lloraba. Traía en sus manos una cadena rota y un crucifijo de plata. Dos lágrimas rodaron por mis mejillas. Si hubiese sabido que era la última vez que vería a mi padre, le hubiese pedido otro beso y un abrazo y no lo hubiese soltado nunca.

- Quítate el sombrero, Daniel, nunca más lo usarás. Déjalos que te vean. Hoy este pueblo por fin ha aprendido para qué Dios hizo a los galipotes y para qué nacen los hombres.

Mi madre se paró erguida y con su frente en alto, me tomó del brazo y comenzó a caminar cuesta arriba. Podía sentirla temblar, pero no lloraba. Algunos vecinos se detenían en sus camionetas ofreciendo llevarnos, pero mamá les daba las gracias y seguíamos caminando… Mis lágrimas se confundían con la lluvia.

Las niñas contaron una historia fascinante; los que las escucharon se persignaban cuando pasaban frente a mi casa. El padre de las niñas colectó una enorme cantidad de firmas para que ni la iglesia ni el colegio me negaran los estudios.

Todos hablaban del día que El Galipote se convirtió en un pez para salvar a las niñas casi ahogadas en el río, pero que estuvo tanto tiempo en las caudalosas aguas del río embravecido que no pudo volver a transformarse a hombre y que vive en el mar con los demás peces.

Mamá y yo todavía vamos a Montecristi a la desembocadura del rio. Claro que no creemos las historietas de los vecinos del Santo Cerro, pero cuando el sol casi se oculta tras la aguas de la playa y el reflejo de su luz toca mi cara, puedo volver a sentir el mismo calor en mis mejillas que aquel día en que papá dejó de ser el Galipote y se convirtió en un ser especial; el día que se convirtió en un ángel.