Cuento: Compañeras de Vuelo

Compañeras de Vuelo
(( Parte del Libro Guachinton Jai ))
http://s5.favim.com/mini/69/plane-girl-blackandwhite-hipster-window-662136.jpgGabriela tenía tres días esperando la madrugada de hoy. Su papá se había ido años atrás a un barrio de Nueva York que se llama Guachinton Jai y hoy ella se iba a encontrar con él. Se despertó temprano para no perder el vuelo; eran unos minutos pasadas las tres. Su mamá le explicó que un avión era como un autobús de la Metro, pero más grande.

La noche anterior sus compañeras de escuela se despidieron de ella como si nunca más la fueran a ver; algunas de sus amigas hasta lloraron. Le dijeron que ya no iba a ser lo mismo, que Nueva York cambia la gente y que, cuando volviera, iba a estar gorda por comer tanto “conflé” y estar trancada en un apartamento.

- Ellas no me conocen, - dijo en voz alta Gabriela, casi ofendida, - cuando regrese seré la misma. Ya tengo trece años y nada me va a cambiar.

Gabriela no entendía que su vida empezó a cambiar desde que puso el primer pie dentro del avión. Sus costumbres, sus amigas, su entorno y, eventualmente, hasta su idioma iba a cambiar.

Aún estaba oscuro cuando llegaron al aeropuerto del Cibao en Santiago. Aunque el viaje desde Pueblo Viejo hasta La Chiva, en Licey, era corto, a Gabriela le pareció que tardaron horas en llegar. Después que cruzaron el puente seco de la entrada de Moca, le empezaron a temblar las rodillas.

Todo pasó muy rápido desde que se despidió de los abuelos hasta que se sentó en su asiento, el 23B y, aunque duraron horas en la sala de espera, Gabriela había perdido la noción del tiempo.

Después de pasar unos minutos sentada, cuando cerraron la cabina, se movió al asiento 23A, junto a la ventana para ver las luces de Santiago. El Monumento estaba iluminado de varias luces de colores y el Teatro del Cibao tenía luces apuntando al cielo, como si fueran a presentar una estrella famosa. Las luces de la autopista Duarte parecían como en las películas, parpadeando como estrellas terrestres.

El sol empezó a salir entre las nubes. Ella nunca había visto algo similar en su vida. El cielo empezó a llenarse de un matiz rojo, luego anaranjado, hasta que empezó a convertirse en un azul transparente lleno de brillo.

- Mamá, ¿Cuánto tiempo vamos a estar en el avión? - preguntó Gabriela. Pensó que desde aquí podría ver otras islas y el mar. Quizás podría ver las Islas Vírgenes. En menos de diez minutos se dio cuenta de que sólo vería nubes, hermosas, pero aburridas.

- Amiguita, ¿Tú crees que Nueva York sea tan frío como este avión? Me estoy congelando.- le dijo una voz extraña cuando pegó su cabeza al cristal de la ventanilla.

- ¿Quién me habla? - Gabriela respondió con la voz tan baja como la que escuchó, - Habla más duro, que no te puedo escuchar bien.

Pero la voz había desaparecido; Gabriela volteó para ver a su madre, pero estaba dormida, con su cuello apoyado en una almohada rara en forma de "U". Buscó entre los asientos, mirando hacia atrás, pero los pasajeros de la fila 24 no podían ser; el más pequeño debía pesar más de 200 libras y la voz que le habló era como la de una niña de no más de diez años. Se inclinó hacia el frente para ver a los pasajeros de la línea 22 y vio dos hombres sentados con sacos negros y otro en el centro, un americano, que llevaba un brazalete muy lindo de acero y una cadena gorda pegada de otro brazalete; los tres iban durmiendo.

Decidió acercar su cabeza al cristal otra vez.

- Lo siento, amiguita, si te asusté. Te estaba llamando, pero mi voz no es tan fuerte y no me atrevo a volar, estoy muy asustada.

Gabriela saltó de la silla, se quitó el cinturón y se pegó de su madre. Esta le tiró el brazo por encima y siguió durmiendo. Vio cómo una mosca voló hacia ella y retornó al cristal. No estaba segura de qué debía hacer. Podía ver a la mosca frotando sus patas delanteras. Le pareció ver que le indicaba que se acercara otra vez.

- No tengas miedo, amiguita, yo no voy a hacerte daño y mis patas están súper limpias. - le dijo la mosca a su compañera de asiento.

- Es que no sabía que las moscas podían hablar...

- Shhhh - Le dijo la madre a Gabriela - baja la voz, que estamos durmiendo. Y deja de hablar “cabayá”.

- ¿Y qué haces en este avión? - preguntó Gabriela con la voz más baja que podía usar. No podía creer que estaba hablando con una mosca. “Debo estar soñando”, pensó.

- Nah, me quiero ir pa' Nueva York a buscármela. Tengo toda mi vida viviendo en el aeropuerto y escuchando historias y cuentos de “los países” y hoy decidí que me tocaba a mí. - La mosca limpió sus ojos y se frotó las patitas otra vez. - ¿y tú, por qué te vas?

- Mi papá me mandó a buscar; él ya tiene mucho que se fue a Guachinton Jai, en Nueva York. Me dice que allá la vida es dura, pero que debemos estar juntos. - Gabriela pensó explicarle lo que era "vivir duro", pero ella misma no sabía lo que significaba.

- ¿Y tienen playas bonitas, como nosotros? - preguntó la mosca, mientras se paraba en las patas traseras para oír mejor.

- Bueno, mi papá dice que el agua siempre es fría en las playas de Nueva York. - Gabriela pensó en Cabarete, Sosúa, Las Terrenas, en Samaná y, su favorita en Monte Cristi, la playa del Zapato.

- ¿Y los ríos de los gringos, son espectaculares? - La mosca tenía sus patitas cruzadas sobre la cabeza.

- Mi papi dice que vive cerca de un río que le dicen el Jutson y otro el Isriver, pero que no se puede uno bañar porque el agua está muy sucia. - Gabriela pensó en la Presa de Taveras, en el Río Bao, La confluencia, El río San Rafael en Barahona, con sus aguas frías.

- ¿Entonces, tienen jardines bellísimos y lomas más grandes que las del Pico Duarte? - Aunque la mosca no tenía cejas, su ceño estaba fruncido.

- Bueno, él dice que sí. Una vez me contó que fue a una que le dicen la Montaña del Oso, que no queda lejos de Nueva York, pero que había tanta gente que no pudo ni bañarse en los lagos, porque sólo dejan que se entren en un pedacito de agua. - Gabriela pensó en el Lago Enriquillo, la Laguna GriGri, los Tres Ojos y la Laguna de Oviedo, en Pedernales.

En cada viaje que sus familiares hacían desde Nueva York, se iban a conocer su país. Gabriela había recorrido casi toda la República Dominicana con sus tías y tíos que venían cada año y, como eran tantos, siempre estaban de paseo en paseo.

- Espérate, ¿entonces la comida es muy buena? - La mosca se limpió la boca y los ojos, pero esta vez pensaba en las frutas podridas que debían tener esos gringos.

- Cada vez que mi familia viene de allá, lo que quieren es comer sancocho, chivo, plátano con huevos, arroz blanco con habichuela roja, morcilla, bofe, puerco asado. Dicen que allá la comida es diferente. - Gabriela pensó en sus primitas; cada vez que venían al campo estaban más obesas. Sólo querían chocolate, conflé y macdonal. Ni tomaban agua, sólo refrescos.

- Pero van a terminar enfermos, mínimo con diabetes y gordos. Dime entonces de la gente, ¿son como los dominicanos? - La mosca estaba rascándose la cabeza, descansando en el hombro derecho de su nueva amiga.

- No sé. Mi papá dice que vive en un edificio desde hace mucho y no conoce a nadie. Sus vecinos de arriba son de Jamaica y no hablan español; los de al lado son americanos y ni lo saludan y el encargado, el súper, es afro-americano y se pasa el día maldiciendo a todos los latinos. – Mientras hablaba, Gabriela recordó a la gente amable de su campito, Pueblo Viejo; pensó en las muchachas de colegio, en el Santo Cerro; buenas amigas de todas partes del país. Pensó también en los haitianos tumba-cocos, con sus dientes tan blancos y sus grandes sonrisas.

- Ya sé, es que los trabajos son muy buenos, ¿Verdad? - preguntó la mosca, mientras se acostaba boca arriba, con las patas detrás de su cabeza.

- Mi papa y sus hermanos son taxistas; sus hermanas son jomatenda, que es como cuidar viejitos. Muchas veces mi papá dice que el dinero no le alcanza para mandar mucho porque tiene que hacer el pago de la renta, la luz, la base de taxi, el seguro del carro, la comida, las tarjetas, las multas, los impuestos, la ropa, el celular y sabe Dios qué más. - Gabriela recordó lo que un día le dijo su mamá por teléfono: "Ustedes allá trabajan nada más para pagar recibos".

- ¿Entonces, la gente va a Nueva York por la bella temperatura? - preguntó la mosca, mientras acomodaba un poco la blusa de Gabriela para hacer una almohada.

- No, en Nueva York todo es un extremo. Mi abuelita dice que cuando hace calor, hasta las calles se derriten; pero, cuando hace frío, se le congelan a uno hasta los mocos. - Gabriela pensó en Constanza, Higuey, Samaná y Las Dunas; cómo en un país tan chiquito todo puede ser tan perfecto.

El piloto había encendido la luz de abrocharse el cinturón y anunciaron que estarían aterrizando en unos minutos. Todos los pasajeros habían despertado y su mamá estaba llenando unos papeles con los pasaportes en la mano, la azafata estaba pasando una última vez y Gabriela le pidió otra de las papitas azules, tan ricas, que llevaba en la canasta.

En unos minutos el avión aterrizó y todos aplaudieron como si fuera un concierto. Gabriela le preguntó a su madre porqué lo hacían y ella le dijo que para dar las gracias a la tripulación. Ambas sonrieron, pero como tenía los oídos tapados no quiso reírse a carcajadas para que su mamá no le llamara la atención. Vio hacia el cristal y allí, casi en la esquina, estaba su amiga de vuelo.

Cuando el avión se detuvo y el piloto apagó las luces de los cinturones, todos se pararon a sacar las maletas de mano; parecía que querían salir rápido. Algunos discutían por lo lento que se movían los demás. Su mamá se quedó sentada con ella hasta que salieron todos; estaban en la parte de atrás del avión y "no hay porqué matarse" le dijo. Cuando su mamá bajó la maletita de mano rosada que le había comprado, Gabriela se paró y le dijo a su amiga que viniera, ésta le respondió:

- ¡Ay, amiguita, no! Oí que este mismo avión regresa en una hora pa’ mi país. Yo sólo vivo por treinta días, quizás uno o dos días más, y ya llevo diez. No quiero pasar el resto de mi vida en un lugar como el que tu papá y tu familia viven. Yo soy dominicana y me gusta cómo se vive en mi país. Allá no se está tan mal y, despacio, se irán arreglando las cosas. Estoy enamorada de mi gente, sus expresiones y sus sonrisas. Quizás en la otra vida sea un humano y las cosas sean distintas, pero yo me regreso a mi patria.

Gabriela apretó sus labios, se despidió con la mano y, pensativa, arrastró su maletita rosada camino a Guachinton Jai.

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