Cuento: La Mimosa

La Mimosa
Por Juan Fernández

- Son mil pesos, pero no golpes y no trago. – le dijo indignada La Mimosa a su primer solicitante de la noche. Esta noche, como muchas, ella contaba cada minuto, ya sus clientes no eran hombres, sino pesadillas.

La Mimosa, distinta a las demás, no recorría las calles aledañas a La España; ella se sentaba en la misma esquina después de despedir un cliente. Como una reina en su trono, observaba callada.  A veces, cuando la lluvia le arropaba, lloraba y sus lágrimas se confundían con el agua en excusas, palabras maltratadas y lamentos.

La Mimosa estudió en el Politécnico; las monjitas la adoraban. Ella aún anhelaba lograr un título de educación superior. Quería ser maestra. Quizá la universidad nueva que habían abierto para los adultos fuera una buena posibilidad, pero ¿cómo y cuándo?

- ¿Cuánto es? – le preguntó un joven que no podía tener más de dieciséis años de edad, mientras le escudriñaba cada detalle de su belleza, su pelo castaño, su piel clara y suave, sus ojos color miel, vivos e inquisitivos y sus hermosas caderas.

- Consíguete un millón de pesos y una carta de permiso de tu mamá; entonces hablamos. – Aun dentro de la deshora de sus actos, ella mantenía el respeto por la inocencia.

- Cuartos son cuartos y yo… - Pero ya La Mimosa había tornado su atención a otro cliente. El joven se alejó y pasó a inquirirle a otra rubia, hacendosa y esbelta… y por unos minutos encontró lo que buscaba.

“¡Ah! Uno de los míos!, pensó La Mimosa, de clase media, con apariencia de casado, gerente empresarial…” Once minutos más tarde, un gerente caminaba con una sonrisa en los labios, mientras La Mimosa ya había ganado los primeros mil pesos de la noche.

Las demás trabajadoras de La España envidiaban a La Mimosa. Muchas ni siquiera sabían su nombre y la mayoría nunca habían cruzado una palabra con ella. Las que conocían su historia la respetaban y aunque querían ayudarle, no podían; la esclavitud tiene sueños de libertad, pero carece de autonomía.

La vida había sido cruel con La Mimosa. En las noches como hoy, cuando terminaba la jornada, ella lloraba mientras se bañaba en la tina de porcelana del viejo hotel donde tenía su cuarto de trabajo. Se sentaba en la fría cerámica y dejaba el agua correr, como si quisiera que ésta le limpiara el alma antes de la llegada de su esposo Rubén.

Migdalia Reyes de Mendoza tenía trece meses, seis días y nueve horas en la prostitución. Conoció a Rubén mientras él cuidaba la salida posterior del colegio. Su uniforme, siempre impecable, lo hacían lucir muy dueño de sí mismo y amo de su entorno. Respetuoso, galán, esbelto y varonil, Rubén Mendoza era un excelente policía. En las noches colgaba su disfraz y mostraba su verdadero rostro; sus amigos y enemigos lo conocían como El Rubio.

Rubén Mendoza reconocía que su joya era La Mimosa; ella empezó a trabajar para él cuando tenía sólo dieciocho años… y con cinco meses de embarazo. Ella le había dado más trabajo para reclutar que las demás. Entre todas “sus putas” esta era no sólo su empleada; era también su mujer.

- ¡Deja ya de llorar, llevas más de un año en esa mierda! Para dejar de cueriar, me vas a tener que matar y eso ni lo pienses, primero te mato yo! – 

Como siempre, Rubén había entrado al cuarto sin avisar,  muy silenciosamente. Como buen policía, él disfrutaba el elemento sorpresa. 

- ¡Sal del baño que tenemos que sacar las cuentas y apresúrate, que tengo otras que atender!

- Ya cogiste cada trapo de peso que trabajé hoy, recuerda que solo es martes - le dijo en voz baja, mientras pensaba en cada una de las herejías que  había aprendido de sus compañeras.

- ¿Qué dijiste?

- Nada, mi amor, tú me decías que te voy a tener que matar  - le dijo en una voz aún más baja.

- Si, me vas a tener que explicar.  Te vi rechazar un par de bichos ricos y otros seis que, aunque un poco sucios, tenían dinero, ¡mi dinero! Terminaron con las mujeres de Tontón y ahora tú me debes ocho mil pesos y me los vas a pagar.

Ella sabía perfectamente lo que quería decir.  En el lenguaje de la vida, ella era políglota; pero los golpes ya no le dolían. Ella estaba segura que por su hija, de la cual Rubén estaba planificando vender su virginidad cuando tuviera diez años, lo iba a tener que lapidar.

A las cinco y un cuarto La Mimosa caminaba por la Calle Restauración. Los cuarenta minutos que le tomaba caminar hasta el Ejido eran el único tiempo realmente suyo. A las seis su angelito se despertaba buscando leche y su niñera, Mariana, se tenía que ir para llegar a La Zona a tiempo; los gringos no perdonan tardanzas.

- Bueno día, Doña. La niña se acotó temprano y la leche ya ta’ pueta en ei fogón. – le saludó Mariana, mientras se limpiaba los ojos y se lavaba las comisuras de los labios.

- Gracias, Mariana, pero recuerda, no somos burros para comernos las letras… ¡la leche ya ESTA PUESTA en la hornilla de la estufa!

- Sí, Doña. – respondió y repitió la oración como le había enseñado su señora.

- Recuerda que mañana es tu examen de Matemáticas, no faltes. Y aquí temprano, que no puedo llegar tarde a mi trabajo.

En los próximos treinta minutos La Mimosa cambiaba de nombre y pasaba a ser “Ma” o “Mamá” y allí se perdía, en los brazos de su niña y, por media hora, la vida tenía sentido.

Migdalia no tenía amigas, mucho menos amigos. Las responsabilidades con Rubén la mantenían despierta casi todo el día. Si no fuera por Doña María, el agotamiento ya la habría matado.

- María, vaya sacándome las berenjenas, que hoy no quiero luchar con carnes.

- ¡Mi niña! – dijo sorprendida - ¿qué me le pasó ahora en su carita que esta maquillada tan temprano? ¡Ah! No me diga, ¿otro ladrón? Usted es una santa, si fuera yo…

- Cállese, María y termine con las berenjenas. – le dijo mientras se cubría un poco el rostro, tratando de que su pelo la ayudara a ocultar su realidad.
“No puedo seguir así”- pensó. Hasta en su mente tenía miedo; si Rubén sospechara de su plan, no lo pensaría dos veces para matarla. Ya una vez intentó dejarlo, pero él contaba con recursos increíbles. Los policías son casi una raza aparte; su hermandad supera la de los civiles.

En otra ocasión un cliente trató de ayudarle; el pobre, otro error: sólo consiguió ganarse un buen susto: lo encarcelaron y las palizas de cada día lo hicieron olvidar sus buenas intenciones. 

También intentó  envenenarlo. Para esto necesitó armarse de valor y sólo consiguió que el maldito se enfermara por unos días. Al sospechar que ella tenía algo que ver con su malestar, el hombre casi la mata.

- ¡Si no fuera por los cuartos que me dejas, ya te hubiere matao’ como a una perra! – le decía cada vez que le pasaba el más mínimo percance. Migdalia oraba por su bienestar, pero ponía en las manos de Dios que lo dejara matarse en algún accidente o que simplemente un rayo lo pulverizara, para liberarse de él.

Finalmente, estaba decidida. Su próximo intento iba a ser el último, el definitivo.  Dispuso para que su prima Nancy se llevara a su hija a los Estados Unidos; Nancy había perdido una niña de aproximadamente la misma edad en una muerte de cuna. Era muy buena con los niños y a su hijita ya la habían visado. También hizo los arreglos necesarios con un amigo de infancia que se hacía pasar por cliente, para conseguir un puñal de buen filo, bien amolado. Además, dos litros de Brugal Extra Añejo, el más caro y el favorito de su adorado esposo.

- ¿Y por qué te trae romo uno de los clientes? ¿Ta’ enamorao? Tú sabes que esos son los pendejos que podemos limpiar – le dijo mientras inspeccionaba una de las botellas como todo un experto en la materia.

- Tú sabes que no bebo, pero es un vendedor de la Brugal y pensé que te gustaría. – Le respondió temblando.

- ¿Tú crees que si yo quisiera tomar, no tengo cuarto para comprar mi propio romo? – gruñó mientras se lamía los labios.

- Sí, - “piensa rápido, mujer, que el plan se te va a caer” – pero tú siempre me has dicho que el Extra Añejo es el mejor – le dijo mientras buscaba un vaso de cristal de la vitrina.  Asegurándose de que no viera el puñal que tenía atado al muslo,  se lo puso al frente junto con la botella .

Cuando El Rubio se sirvió su primer trago, La Mimosa pudo respirar.

La oportunidad que esperaba llegó más rápido de lo que ella esperaba.  El Brugal estaba trabajando a la perfección.  A los cuarenta y cinco minutos y sin esperar un segundo más, La Mimosa, puñal en mano, tomó su primer paso; el corazón palpitándole casi en la garganta y el temor tambaleando sus rodillas. 
Como lo había practicado más de un millón de veces, caminó acercándose a su espalda, le clavó el puñal en el cuello, un poco encima de la clavícula apuntando hacia dentro para cortarle la yugular.

Rubén abrió los ojos, más preocupación que por sorpresa.  La sangre le salía a borbotones; Migdalia no sólo le clavó el puñal, sino que se lo torció dentro para luego sacarlo. El podía sentir sus rodillas flaquear; giró rápidamente hacia la derecha buscando su revólver, pero ya era tarde, no estaba. Sabiendo que era su última oportunidad, avanzó unos pasos hacia La Mimosa; en su confusión, ella tomó un paso para encontrarlo y se dispuso a terminar lo que empezó. Rubén haló su pañuelo y se lo puso en la gran herida, que no paraba de sangrar, y se abalanzó hacia asesina.  El resto fue sólo un movimiento, como una danza clásica: ella trató de clavarle el puñal en el estomago y, como el mejor de los bailarines, él le arrebató el puñal con la mano derecha, giró media vuelta, cambió el puñal a la izquierda,  lo clavó en la espalda de La Mimosa; giró esta vez en sentido opuesto, cambió nuevamente el arma de mano,  le cortó el vientre y el cuello antes de caer finalmente desplomado al piso. Sus años de entrenamiento militar en pura forma y ejecución actuaron casi inconscientemente; parecía un samurai japonés. 

Allí, por su hija, con los intestinos entre las manos, con una mirada resplandeciente de orgullo, como toda una heroína, La Mimosa murió junto a su esposo. 

Pocos días después, su madre recibió de su fallecida hija una carta dirigida a su nieta. Nerviosa, abrió la carta y leyó el tesoro que sería la herencia de su nieta:

Hija mía: 
Si estás leyendo esto, entonces la vida jugó la más cruel de sus cartas conmigo y hoy no estamos juntas, pero quiero asegurarte que te amo y que pido al Señor todos los días por tu bienestar.
Mis últimos años junto a padre Rubén han sido una maravilla. Trabajamos muy duro para poder asegurar tu futuro; el sacrificio de toda nuestra vida es nada en comparación con lo que queremos para ti,  tú vales la pena.
Tengo que relatarte que disfruté mucho de mi niñez; tu prima Nancy podrá contarte detalles.  Las monjas del Poli eran todo un amor y ni decir del padre de la parroquia; sus viajes de campamento eran una razón para vivir; fui una niña feliz. 
Tu padre era un hombre honesto y trabajador, su amor me lo demostraba cada día con sus caricias, tenía grandes amigos y ellos me respetaban mucho.
Tu  educación es vital; espero que hoy seas toda una licenciada, ¡cómo soñaba que pudieras estudiar! Espero el dinero que te dejamos te alcanzara para costear tu carrera.
La lectura, nunca abandones la lectura, es la llave de la vida, es lo que nos diferencia de los animales.  No dejes de enseñarle a los demás lo que aprendes, eso te hace humana y te mantendrá real.
La vida puede dispararte el peor de los ataques y está en ti encontrar la solución.  Busca siempre una solución a tus problemas y cuando creas que no lo hay, entonces pídele al Señor que te ilumine y busca un poco más; El no te creó para dejarte sola cuando lo necesites.
Disfruta tu vida, y busca la felicidad, si existe. Ten Fe y ama, después de ahí no hay más nada.
Siempre estaré a tu lado,
Tu Madre, Midgalia Reyes

No hay comentarios.: