Cuento: El Vendedor de Ilusiones

El Vendedor de Ilusiones
Por Juan Fernández

A unos 200 metros después del puente del rio Medranche, en el kilómetro siete y medio de la carretera Juan Bosch (antigua Duarte), está la entrada al callejón de la gallera de Pueblo Viejo. Justo en la esquina, frente a la casa de Papá Memén, hay un enorme framboyán que marca donde empiezan las tierras de los Costes. Esas fincas fueron dadas por “El Jefe” al Doctor Billin cuando le salvó la pierna su hijo mayor, pero eso se los cuento en otro cuento. Ahí, debajo del frondoso árbol se parqueó, en su guaguita vendedora, decorada con paisajes alusivos a bienestar, paz y salud, "el Vendedor de Ilusiones".

El megáfono trinaba una música tranquilizante con mensajes sutiles intercalados entre el sonido de tambores amazónicos, flautas de los Andes y brisas de mar. Una voz melodiosa nos invitaba hipnóticamente a acercarnos a escuchar el mensaje de buenas nuevas. Yo sólo tenía diez años y delante de mis ojos veía la magia de este encantador de sueños desarrollarse como la mejor de las obras teatrales.

En unos veinte minutos todos los moradores del paraje estábamos deleitados con los mensajes de buena voluntad de seductor vendedor, los niños nos subimos al framboyán, eran tantos los que se habían acercado al vendedor que los pequeños no podíamos verlo, hasta los guardias de las ruinas llegaron a escuchar el mensaje alentador del mercader.

- No deje que ese dolor de cabeza siga torturándola,  no deje que ese dolor de pie siga castigándolo, usted se merece lo mejor, no deje que la artritis se aproveche de usted. Yo tengo la solución a todos sus achaques, dolores y malestares. Desde dolores de parto, de espalda, roturas de huesos, músculos desgarrados, tendinitis, reumatismo, diabetes, impotencia, mal de orina, zaranana, grajo, mal aliento hasta mal de amor. Vengan, confíen en mí, yo tengo la salida perfecta a todos esas indisposiciones. 

La gente se miraban entre sí, susurraban frases de aprobación, y todos, como coordinados por un maestro de orquesta de la sinfónica, se acercaron un poco más cuando el sacó de su bolsillo un frasco de cristal oscuro con un sello blanco con un sol radiante que decía; “Elixir Egipcio del Dios RA”. El vendedor lo elevó sobre su cabeza con un movimiento rápido y sutil, parecía un bailador de música disco, como John Travolta en Grease. Su saco negro estrechado hasta el máximo, en su rostro, debajo de su fino y delicadamente afeitado bigote se podía ver una leve sonrisa, con la misma enigmática expresión de La Gioconda.

En el momento cuando el proveedor de quimeras iba a empezar su discurso, en el silencio absoluto de la esquina, donde se había detenido hasta el tráfico de los motoconchistas, se oyó el crujir de una rama del monumental framboyán,  habíamos más de cuarenta niños “gaviados” en mata, pero Raúl se había subido muy alto y cuando se rompió la rama no hubo forma de detenerlo, con el primer golpe se rompió algunas costillas; una rama gruesa, que para mí, se movió  para romperle un brazo; con la próxima se fragmentó la cabeza y la caída fue tan fuerte que levantó el polvo de suelo, su pierna izquierda parecía un rompecabezas.

El silencio se podía cortar con un cuchillo, más de trecientas personas estaban completamente perplejos, los ojos casi se les salían de las cuencas. Tragué en seco, no me podía mover, pensé que si hacia algún ruido me iban dar una pela, vi lentamente, sin respirar, a todos desde mi rama y casi pude oír, como en las películas de kung-fu, el sonido de los cuellos de todos cuando se viraron a ver al “Vendedor de Ilusiones”…”ssssuuuuuaaaaaa”.

- Rápide señó, rápide, usa el elixir egipcio pa’ salva nuestro niño, juigaaaaa. – le gritó Jean Claude, el vigilante haitiano de las ruinas, - corra, no dejá que se me muera nuetro carajito.

El hombre, delgado, con su pelo negro engrasado hasta quedar aplastado, se arregló la corbata blanca y se ajustó la camisa negra. Desde mi rama podía ver grandes gotas de sudor caerle por las cienes, cuando tragó la nuez de Adán le corrió lentamente, como un elevador, desde la base de la fina camisa hasta perderse en la cabeza.

- Yo no puedo hacer nada por ese niño, el Elixir Egipcio del Dios Ra no hace milagros, es perfecto para otras condiciones especiales, pero ese niño necesita un doctor. – Si las miradas mataran el vendedor hubiese quedado fulminado instantáneamente.

La doctora Maritza, la nieta del Doctor Billín, salió corriendo del consultorio, y Simeón, su asistente, levantó el cuerpo inerte de Raúl del seco suelo de tierra en la raíz del framboyán. La mirada de ambos al embustero fue de desprecio e irritación, hasta a mí me dio vergüenza. Desaparecieron entre la multitud y se podía ver pintado en el suelo el cuerpo de Raúl, como en las películas de detectives. 

- Déjeme decirle algo Señor Farsante, - dijo Don Cola, el viejo campesino que tenía el puesto de verduras frente a la clínica de Maritza, muchos pensaban que ni sabía hablar, - quizás en estos labrantíos no tenemos la capacidad de ver a través de sus pantallas de espejismos y sortilegios, nos dejamos enredar fácilmente con discursos sublimes, pero tenemos necesidades reales que no las van a resolver sus mágicos brebajes de otros mundos. Aquí necesitamos remedios inmediatos a problemas serios, cada niño es una promesa de bienestar para este campito, y si sus remedios no vienen a solucionar nuestros problemas, váyase y no retorne, que ya de embaucadores estamos cansados.

La gente fue alejándose, cabizbajas, de la entrada del callejón, los niños fueron bajándose uno por uno del framboyán, y yo me quedé parado recostado del tronco del árbol observando al comerciante caminar en silencio hacia su auto de vívidos colores. Sentada en el vehículo, rumiando una goma de mascar y pintándose las uñas de los pies, estaba una hermosa mujer pelirroja, con unas gafas oscuras usadas como cintillo. Su risa era casi burlona, la escuche decirle en voz baja, dividiendo cada palabra, como si él fuera un niño;

- Hace cuatro años que vengo diciéndote que ya en estos campos no viven indios.

Yo me sonreí solito, tratando de no hacer ruido, entré mis manos en los bolsillos de mis pantaloncitos cortos, y pensé que no podía dejar que Raúl se subiera tan alto en el framboyán cuando viniera a deleitarnos el próximo Vendedor de Ilusiones.

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