El Llanto de los Libros

Juan Fernández

Al entrar al cuarto, José podía escuchar los gemidos de cientos de libros en la biblioteca privada del vecino del primer piso del edificio donde vivía, era “un sabio” que, por auto adulación, inconciencia o pretensión, se deleitaba de su colección majestuosa de epítomes. Algunos de ellos, los más románticos, creados para ser consumidos por almas sentimentales, soñaban de pasar de mano en mano entre jóvenes enamorados, entres sus hojas alguna rosa, o una servilleta marcada por un bello. Sus lágrimas de estos parecían golondrinas. Sus sueños corrían asustados a esconderse. José apreciaba cada detalle como si fuera un cuento.

Otros, los más curiosos de los tomos, llenos de vidas, con hojas satinadas y pergamino empastados, no paraban de toser. José podía ver como el polvo los mordía, como una manada de pirañas. Los curiosos ni se movían, morían lentamente carcomidos en silencio. El sonido de los afilados dientes del tiempo parecía como rayones de tiza en las pizarras verdes. ¡Y pensar que al autor le profetizó que servirían para algo, que despertarían la gnosis de sus lectores!

Los “mataburros” se sentían ofendidos, como podían cumplir con su cometido de ayudar a liberar alguna mente cuadrúpeda y asistir en convertirla en bípeda, si tenían años postrados en el estante de este asno inconsciente, asesino, quien una vez pretendió ser amigo. “Ven niño, acércate”, le decían, parecían hablar como coro de iglesia, llenos de murmullos. José Miguel no se atrevía, la mirada del sabio lo contenía. 

Los más rebeldes,  con sus portadas negras y doradas, con sus cintos rojos en la frente de sus hojas sin usar, gritaban a unisón que preferían ser quemados. José, a sus doce años, no entendía, su cabecita daba vueltas, decían que por lo menos así inspirarían una chispa de rebelión en algún hombre, o aunque fuera pena en futuras generaciones. Por lo menos así de algo servían.

Los clásicos sólo guardaban silencio y lloraban. En la portada del Quijote se podía ver a Sancho sentado en una piedra junto al rio, cabizbajo; “¿Y cómo vamos luchar contra este? ¿Le podemos tirar letras?”, preguntaba. El espíritu de Cervantes sólo tiene vida mientras las hojas de su libro pasaban lentamente de derecha a izquierda. José levantó la mano para tomarlo…Quijote rápidamente se subió al caballo; Rocinante, con el pecho erguido levantó un pata y los molinos pararon de sollozar, pero el dedo esquelético del tirano se lo impide.

Los pasquines, con su alto creer sensacionalistas, murmuraban a su amo, dictador, decían en voz baja.

Sus amigos en la imprenta les habían dicho que estarían postrados, o en alguna pared pública, o podían llegar a ser portada de algún periódico efectista. Ellos también preferían ser quemados. O mejor, usados en alguna letrina de un campamento militar en medio de una guerrilla. José se alejó de ellos por instito.

Al llegar a tramo del centro José se detuvo, notó un sigilo abrumador, Don Vacío parecía, allí sentado en su sillón de piel, con un cigarro cubano en la boca, que podía dilapidar sus propios excrementos. José, con sus manitas en la cabeza, viendo los libros como si fueran un muro decorativo, pensó, hoy me llevo uno. Miró a su izquierda, al fondo, el opresor,  miró a la derecha, la ventana entreabierta, y pensó que era solo un piso, aunque se podía romper una pierna. Juntó sus manitas, gorditas, como copos de algodón, y las apretó en señal decisiva.

Todos en silencio regresaron a sus portadas; Dante y Virgilio al otro infierno de la comedia; Ali Baba y Aladino, quien arrastraba la lámpara, oraban en silencio, a un dios lejano, rezaba para que después de tantos años, este valiente jovencito extraño liberara a uno de ellos, ya empezaba a entender mejor el encierro del genio. A ninguno le importaba cual, pero que se llevara uno. José seguía caminando entre los libros con sus dedos.

- No, ese no,  aun no estás listo para Márquez y sus años de soledad. – Dijo Don Vacío sin levantar la cabeza.

Jose desplazó lentamente el libro de regreso a su lugar y respiró profundamente. Deslizó sus deditos por el lomo del libro, como diciéndole “lo siento”, y pudo escuchar casi todo el pueblo de Macondo respirar con él.

- Don Vacío, por favor pare, que ya me duelen los oídos. – Don Vacío se puso de pies, José era autista y aunque podía hablar, nunca lo hacía. Aunque no entendía lo del dolor de los oídos no importaba. ¡José habló!

- ¿Amigo José, qué…quiere…hacer? – Dijo como si estuviera hablando con un extraterrestre, ambos pensaban que lo era.

- Leer, pero usted no tiene libros. – José, mientras evitaba los ojos de Don Vacío le frotaba lentamente la mejilla izquierda y le movía la cabeza hacia los libros para que mirara. – Estos son de mentiras.

El silencio en la biblioteca se podía cortar con un cuchillo, las flores en el jarrón de la esquina se marchitaron y una nube gris opacó el rayo de sol que entraba por la ventana. En Troya se podía escuchar el sonido de las espadas al caer al suelo y se podía ver una lágrima en los ojos de Moby-Dick mientras flotaba a estribor del Pequod, Daggoo soltó el arpón y lloró junto a su amigo.

Borges, Cervantes y Neruda se agarraron de las manos, mientras en el otro lado del cuarto Dickens, Orwell y Proust llamaban a Kafka y Hemingway a orar con ellos. Todos esperaban la respuesta de Don Vacío.

- José, perdóname, no lo entendí así, - lentamente se llevó una mano a la boca, por vergüenza - como lector he creado un mundo donde me siento tranquilo, un poco de soledad, un buen libro y mis cigarros, cada uno de estos libros una vez fue el mejor de mis amigos, y me aterroriza lo que pueda hacerle algún joven o que usen uno de mis tomos para apoyar alguna vitrina o como pata de algún sofá torcido.

- Pero podrían, quizás, si usted quiere, ser leídos…aquí no. – Fueron las últimas palabras que escuchó Don Vacío decir al niño, salió de la biblioteca y nunca más habló.

A partir de aquel día, cada tres días exactamente, a las 4:20pm cuando José regresa de la escuela, Don Vacío lo espera en la puerta de su amada biblioteca con un libro en un sobre marcado “Para Leer”. Sin dejar de gemir, ni sacudir sus manos, José le regresa un libro como si le devolviera la vida. Algunas raras veces Don Vacío puede ver la mirada inquisitiva del niño y en las pupilas puede ver el nacimiento de un universo.

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