Carambolas

Juan Fernandez  jbfdez@gmail.com

(Dedicado a mi amigo Juan Isidro Martínez, quien me acompañó en unos de los momentos más difíciles de mi vida)

La semana pasada fue una de esas que nos dan material para hablar por toda la vida. Viajé a mi campo de Pueblo Viejo, en La Vega, República Dominicana, a enterrar a mi madre, el cáncer se la llevó justo a tiempo. En su creencia, y en la mía, las cosas no pasan por que sí, todo obedece a un plan divino, a algo más grande que nosotros mismos. Esa lección la aprendí de ella y un tío que le decíamos Papá Memén.

Cuando salí del cementerio sentí que dejé en la fosa la mitad de mi vida, a mi derecha se encontraba mi viejo amigo Juan Isidro, su presencia me mantenía firme, como un pilar de cemento, con ella se iba la mitad de mi historia, y miles de cuentos que nunca se escribirán de los míos. Al día siguiente retorné a mi campo, sólo, y caminé por horas en el cafetal de mi familia, me acompañaba el espíritu de mi madre, sostenía mi mano, como cuando era un niño, y sentado frente a un árbol de carambolas, me encontré con el alma de mis tíos, uno de ellos extendió su mano y me pasó una de las estrelladas frutas, me senté con ellos y lloré. Pensé en como el tiempo juega con nosotros, era la primera carambola que me comía de un árbol que yo mismo sembré.

Cuando llegué, por primera vez, a visitar a mi familia, los Coste, no podía tener más de diez años, fue un año antes del ciclón David, ¡saque usted la cuenta! La siembra de café estaba a todo vigor en “El Cercado”. En las hojas, mojadas por el roció, se podían oler la tierra, junto al cacao y el café, cerré mis ojos y podía escuchar miles de sonidos que desconocía…sonidos muy distintos a los de la gran ciudad que me vio nacer.

Las matas de café no son altas, mi madre tenía que bajarse, y yo, agarrado de su mano, podía caminar debajo de ellas, parecían arboles de una selva, y ella, mi guerrera, parecía una diosa corpulenta. En el suelo, la gama de colores me robaba los sentidos; marrones de todas las matices, verdes y amarillos, un arcoíris terrenal, entre las ramas, se podían ver rayitos de sol que parecían columnas de luz y fuego, esto me alteraba los sentidos. A mi diestra, mi guerrera, vestida de blanco y azul, al otro lado, mi viejo tío Memén, en sus manos llevaba una pala y una bolsa de papel.

Cuando llegamos a un claro, detrás del cafetal, a unos metros de una mata de anacahuita, que estaba llena de insectos rojos y negros, bomberitos, les llamaban los niños de campo, Papá Memén me pasó la pala, me indicó en lugar donde debía cavar, le pregunté qué íbamos a enterrar, me respondió suavemente;

-         - Ahí vamos a enterrar una mata de carambolas. – sus palabras, dulces, aún las puedo escuchar.

-         - ¿Carambolas? ¿Y cuánto dura para crecer y dar frutos? – pregunté, mientras cavaba el hoyo.

-         - Veinticinco a treinta años. – Me miró, se sonrió conmigo, y me dijo – cierre la boca y siga haciendo el hoyo. Si usted no siembra esa carambola hoy, sus nietos no tendrán frutas para comer.

Detrás de él mi mamá estaba parada con una leve sonrisa, sus ojos brillaban, sus brazos entrecruzados, como siempre, su pelo, largo, negro azabache, se movía levemente con la brisa suave de aquel verano en el campo.

Me paré frente al gran árbol de carambolas, han pasado ya cuatro décadas, toqué su tronco, y caminé a su alrededor, en cada vuelta podía ver mis ancestros, algunos ni los conocía, cerré los ojos y le di gracias a Dios y a mi madre por la herencia que me dejó; mi sangre, mis raíces, mi familia.

A unos metros oí murmullos, me acerqué y vi a mi prima Justina sembrando una orquídea con su hija Samantha, pensé acercarme, sólo me sonríe cuando logré escuchar lo que le decía;

-         - Si no la siembras tú, ¿Cómo van a disfrutar tus nietos de su belleza?


Caminé despacio, y detrás de mi podía sentir la mirada de mi madre. Subí mi frente en alto, y las lágrimas me pintaban el camino debajo de la sombra del árbol de carambolas.

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