Cuento: Momentos Eternos

Juan Fernandez © 2013

La noche de anoche fue sempiterna, en el paralelismo de la gnosis, los menesteres diarios y el tambor retumbante de las preocupaciones hicieron de mis sueños añicos. Al sonar el despertador fue como una burla más de la ironía de la vida, una bofetada por la falta de sueño, otra por la responsabilidad de la pobreza. El judío para quien trabajo no le importa si pernocto o no, solo que al llegar la mañana mi asiento debe tener un trasero en él. Creo que fui creado para que mi trasero formara parte de una corte celestial, pero la responsabilidad de mis tres hijos me obliga a olvidar las nubes y buscar en las raíces de mi realidad su sustento. Sin remordimiento me siento en la cama pero dejo mis ojos cerrados, como para extender la posibilidad de olvidar el mundo.
Después de levantar el reloj que había volado, intencionalmente, entre mi mesita de noche y una alfombra que mi esposa había comprado para no tirar los pies directamente al piso frío en las madrugadas, arrastré mis pies hasta el baño, como arte de magia la distancia entre los dos cuarto se había triplicado, y las pulgadas se convirtieron en metros, pero mi conciencia me recordaba que vivo en Nueva York y la magia no me ayuda a cambiar la realidad de las distancias de los pequeños apartamentos de mi ciudad. El pago de la renta aumenta cada año, pero el espacio físico es siempre el mismo.
Los pies estaban pegados del piso, y levantarlos para entrar a la bañera revestida de porcelana blanca requirió de la ayuda de mis brazos. En el fondo podía escuchar a mi esposa preparar el café, abrí finalmente los ojos para no quemarme, fue entonces que todo se volvió gris, al tomar mi cepillo noté que el de ella no estaba junto al mío, cerré la ducha y escuché para asegurarme que ella aún estaba conmigo. Parece que estar despierto requiere cierto grado de conciencia que yo desconocía, despacio el lado izquierdo del cerebro buscó como alinearse con el derecho, y los ojos, que como si fuera un camaleón, apuntaban asimétricos a todas las direcciones. “¿Qué pasa aquí?” fue lo único que pude pensar, aun el pensamiento no se había encontrado con la conciencia, la falta de sueño y el estrés eran su dueño.
Tomé la toalla y empecé a secarme, el agua fría me había concientizado un poco, pero la imagen que vi en el espejo me hizo cerrar los ojos otra vez; “Diablo, por eso se fue”, pensé, burlándome un poco de mí mismo, pero ya con un poco más de conciencia. Abrí el botiquín para sacar el desodorante, y fue ahí que logré despertar, mis ojos rojos abiertos como dos tapa bocinas, su desodorante no estaba junto al mío. “Se fue, ya no resistió más mis largas noches y mis locuras”.
Despacio fui caminando desde el baño hasta la cocina, en la sala, junto a la puerta, un bulto preparado, el que se iba era un hecho. Los metros se convirtieron en kilómetros, y las orejas se me movían como si fuera un murciélago, buscando ecosondas desconocidas, muestras o señales de vida. Cuando entre la cabeza al portal de la cocina la vi, allí estaba, vestida con un traje de oficina negro, una blusa blanca con un cuello de encajes, señorías, unos aretes de perlas blancas, su pelo recogido en anchoas, la taza de café en una mano, y un pedazo de croissant en  la otra…me miró y me dijo: “¿Qué haces? Ya cámbiate, que vamos a salir tarde”, me sonrió y me dijo buenos días.
Yo me quedé callado, apreté los labios y sin mover la cabeza miré el bulto, le apunté con el dedo índice y bajé un poco la cabeza, le dije: “¿Te vas?” con la voz más etérea que pude engendrar. Ella caminó dos pasos, despacio, para encontrarse conmigo, me miró fijamente a los ojos, su rostro a dos pulgadas del mío, me tomó la otra mano (la izquierda se quedó apuntando al bulto de rositas) y me llevó al dormitorio, como llevan las enfermeras a los aquejados a la cama, con sutileza y paciencia, me señaló el reloj y me dijo:
“Si en diez minutos no estás listo te vas a quedar, sé que no has descansado en dos días, pero el avión no me va a esperar y tu trabajo tampoco, d-a-t-e—r-á-p-i-d-o”, fue subiendo la voz mientras me hablaba como a un niño.
Pensé en lo horrible de su expresión, y pestañé rápidamente, ahora los pensamientos me llegaron, como la lluvia de un mayo cálido en el Cibao, y me pusieron al día, el consciente tomó control y limpió los cristales del carro escabroso del subconsciente, parpadee rápidamente otra vez y los metros retornaron a ser pies, y el zumbido de mundo alterno donde vivía retornó a ser Nueva York, levanté la cabeza y le dije:
“Claro amor, vas a pasarte el fin de semana con tu hija en Chicago, ¡Qué bueno! Me apresuraré para que no lleguemos tarde. Tu sabes que me siento feliz cuando estas con tus hijos”.
Eso era verdad, pero mañana cuando me despierte y por unos segundos esté en ese espacio entre la consciencia y la subconsciencia, ese mundo mágico donde el hombre vuelve a ser niño, voy a extender mi mano y no estará conmigo, y voy a nadar en una cama del tamaño de un océano hasta que recuerde que ella esta con su hija en los brazos de Morfeo.

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