Cuento - El Escape

Juan Fernández


El viaje es más difícil de lo que parece; hace más de un año que lo tengo que tomar y realmente daría todo para poder regresar a los tiempos cuando no tenia que ni pensarlo, ni siquiera sabía que tenía que tomarlo. He intentado todos los medios para evitarlo, al final acabo haciéndolo, con temblores y sudado, no es mi cosa favorita. Los demás dicen que con el tiempo no tendré que hacerlo, pero por el momento es una de las tareas más difíciles de cumplir.

Anoche no fue distinto, cuando me preparaba para iniciar el viaje, podía escuchar ruidos infernales, sonidos casi mudos, animales que me gritaban que me atreviera, me gritaban "cobarde". Podía oír las ramas de los arboles rozar contra el techo de zinc de mi vieja casa, ya había aprendido el origen de mis peores pesadillas. Cada paso que tomaba me alejaba más de mi refugio y me acercaba despacio a la muerte, podía sentir el frío de la madrugada entrar por el espacio debajo de la puerta, la luz de patio parpadeaba y podía ver sombras moverse en un rítmico va y ven, arboles otra vez, ¿y que si no lo son?

Por la ventana podía ver las tinieblas, como nubes terrenales, moviéndose despacio, como buscando victimas que devorar. Un amigo de la escuela me había contado de los vampiros y sus métodos de transporte, como se arrastran o vuelan, horrible, sabía que eran mentiras, pero quien sabe, el es mucho mayor que yo, y sabe más, ya está en primero.

Los “gritos” de la puerta me erizaron todos los vellos. El palo de escoba que había tomado como espada no dejaba de temblar en mis manos y el casco de baseball de mi padre no me protegía. Mis rodillas eran de gelatina. Ya había llegado al patio, a unos cien metros se encontraba mi destino, respiré profundo y cerré mis ojos. Mis pies descalzos me ayudaban a dar los brinquitos necesarios entre los pedazos de loza para llegar sin pisar la tierra. No me atrevía a abrir los ojos completamente, sólo lo suficiente para ver mi siguiente paso. Cuando regresé a la casa y cerré la puerta respiré otra vez, me quité el casco y retorné el palo de la escoba a la vieja lata donde la guarda mi madre.

El camino no fue fácil. Todo lo contrario, pero mi hermana mayor me ha dicho un secreto, a sus ocho es toda una experta, nunca se despierta, mañana lo pondré en práctica, pero esta noche me acuesto sabiendo que he sobrevivido un día más, ¡mañana quién sabe!, pero me despertaré sabiendo que estoy creciendo, eso me dice mi madre, y más que todo, quizás lo más importante, me despertaré seco y sin la vergüenza de no haber resistido el viaje como en otras noches.

Podré caminar con la frente en alto y saber que a mis seis ya soy todo un hombrecito.

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