Cuento - Mamá Celeste

Por Juan Fernández

Antes de cumplir los quince años había caminado cada callejón, carretera, camino real y vereda de Pueblo Viejo y los campos de alrededor del valle de La Vega Vieja, el mismo que Colón describió como el paraíso del nuevo mundo; desde Carrera de Palma, mi primera escuela, el callejón de La Tusa, la carretera del Zumbío, El Aljibe y la Cueva de la Jaiba. Además había comido las mejoras hojaldras, dulce de batata, de coco y coconetes, en Semana Santa, caminando por los caminos del Santo Cerro y la Loma de Los Delgados.

Donde la carretera del Aljibe se acababa, en la Vereda, vivía una señora de unos sesenta años, Mamá Celeste, su piel parecía de ónix; suave, tersa y brillante. Sus manos, delicadas y sus dedos largos y finos, como estaquillas de cuaba. Sus ojos parecían de ámbar, combinados con gris. Todos los días caminábamos juntos detrás de las Ruinas, la carretera, aun de gravilla, era ideal para las caminatas de “los diabéticos”, “suave en las rodillas”, decía Mamá Celeste.

Una tarde, cuando el sol estaba a punto de ocultarse, Mamá Celeste me pidió que le ayudara a recoger palos secos para el fogón, yo estaba feliz de que me permitiera gastar tiempo con ella, pues escucharla era como leer el mejor de los libros. Ella había visitado muchos lugares con la familia que la crio. Pero nada me había preparado para la noche que me esperaba.

- Siéntese joven Juan, que quiero contarle una historia. – Mamá Celeste sacó una pequeña cajita de madera de un tramo alto que tenía en la esquina de la sala y sacó de ella varias fotos viejas.

El piso de la casita era de tierra amarilla, tan pulido que casi parecía de cemento. Sus muebles de madera parecían pintados de nácar, limpios, todo impecable. En la esquina había una tinaja con su tapa redonda, con un pedacito partido, que le daba la apariencia de ser viejo, debajo había una lata llena de piedras de imán, y cheles de palmitas. Además de alguna piedras indígenas que recogió del patio de su sencilla casita de palma y cana.

- Mamá Celeste, ¿Usted quiere que le traiga un poco de agua? – Se me ocurrió preguntarle, para ocultar un poco el miedo que tenía.

- No, venga y siéntese, tráigame “la jumeadora”, quiero que me escuche atento. – Mamá Celeste se inclinó para verme mejor. Su cara parecía un mapa de expresiones. – Mis padres adoptivos me llevaron de Haití a los Estados Unidos cuando apenas tenía ocho años.

Mamá Celeste cerró sus ojos y se empezó a mecerse lentamente mientras hablaba, su voz hacia trenzas con el ruido de la mecedora en el suelo seco, yo busqué la posición más cómoda en la silla y ambos nos perdimos en las imágenes que me dibujaba.

- Richard, mírala, es perfecta. Nos la llevamos. – Fueron las últimas palabras nobles que escuchó Celeste de la mujer que la adoptó, llena de amor y ternura, toda una pantalla pintada por una excelente actriz de la vida.

- Pero Gertrudis, creo que es muy delgada, mira sus manos, parece que está enferma. – Richard, aunque era un hombre bueno, era una marioneta de su esposa.

- Ni lo digas, nos la llevamos. – Y sin decir una palabra más, le entregaron los papeles de lugar, pagaron en dólares, firmaron los formularios y al día siguiente Celeste despertó en un cuarto frio de una casa enorme. La señora bella y amorosa que visitó el orfelinato donde creció, había desaparecido, en su lugar estaba una mujer fría, agresiva y fuerte.

- Levántese Celeste, que son las cinco de la mañana y tiene tareas que cumplir, antes que despierten los demás, bienvenida a los Estados Unidos, aquí no es Haití, ¡levántese ya!. – Gertrudis puso a la niña de pie y casi la arrastró al baño.

- Mamá, ¿A qué hora voy a la escue…? – La niña no había terminado la oración cuando recibió una bofetada que le partió los labios. La señora la levantó por los cabellos y le dijo;

- ¡Qué sea la última vez que me digas mamá! Tengo dos hijas, a las que vas a cuidar, yo no soy tu madre, soy tu ama y señora.

Mamá Celeste me contó que trabajó cuarenta años para ese “engendro del infierno”, que vivió en un abismo hasta que entendió que no la habían adoptado como hija, sino que compraron una esclava. Nunca la dejaron estudiar, y había aprendido a leer y escribir con el programa del PLD de “Quisqueya Aprende Contigo”.

- Un esclavo o esclava, joven Juan, - me dijo mientras lloraba, - no es una persona que la azotan con látigos. En mis años en Estados Unidos, nunca visité mi país, nunca me pagaron. Les crie a sus hijas, le serví de dama de compañía a la señora y al señor, cuando le daban ganas.

- Mamá Celeste, pero ya eso no pasa hoy en día, ¿verdad? – le pregunté incrédulo.

- Por eso hablo con usted, joven Juan. –dijo mientras me tomaba una mano. – Está en ustedes que esto pare, la esclavitud moderna y la trata de blancas sigue siendo un problema enorme en este país y en todo el mundo. Las autoridades hacen poco para impedirlo, pero creo firmemente que sólo la educación nos libera. No deje de estudiar, nunca. Si el cuerpo crece y la mente no, entonces nos convertimos en piezas de un rompecabezas.

- ¿Trata de blancas, Mamá Celeste? – le pregunté como el niño más ignorante del planeta.

- Sí, es cuando una mujer es esclavizada y ultrajada, como objeto sexual. Sé que es usted muy joven, pero tiene que empezar a educarse. Existen millones de esclavos y esclavas en el mundo, quizás más que en los años de la esclavitud afro-antillana. – Mamá Celeste continuó diciendo. – En los tiempos de los esclavos, en los 1600, habían esclavos negros, blancos, indígenas, naborías. La gente eran propiedad del que lo compraba. Hoy es peor, hoy la gente no se da ni cuenta cuando los esclavizan, y los abusan.

- ¿Pero aquí en República Dominicana? ¿Usted está segura? – dije.

- Sí, hasta aquí en el mismo campo de Pueblo Viejo. No existe un rincón de este país donde no exista la esclavitud de una forma u otra. Donde una mujer no es vendida, en contra de su voluntad, por dinero, donde una madre entrega una hija a un cretino por necesidad o ignorancia. Donde algún policía o militar no abuse de alguna niña o niño. Ya no se puedo confiar ni en los sacerdotes – me contó la anciana sin perder un acento.

- Estoy confundido, ¿porque me dice usted estas cosas? – Le dije mientras secaba mis lágrimas.

- Mire Juan, los jóvenes, como usted, algún día serán los líderes de esta nación y usted no debe crecer, ni hacerse hombre, pensando que los pajaritos ponen huevos de colores. – Mamá Celeste dejó de mecerse. – Existen en el mundo dos clases de personas; los que determinan el camino que van a caminar, y los que tiene que ver el camino hecho por otro para andar. Los que viven por ideales y los que sólo saben seguir hombres. Los que creen que el mundo es blanco y negro, y los que saben que existen millones de colores…usted debe de decidir si será un hombre y será un parasito inútil de la sociedad, sin el valor humano ni para merecerse el oxígeno que consume.

- Con esas palabras Mamá Celeste se puso de pie, caminó lentamente hacia la tinaja y sirvió dos vasos del agua más cristalina que yo jamás haya visto. Cuando retornó a la mecedora me contó largas historias de cientos de noches de sufrimientos y llantos, noches de castigos, pero también noches de triunfos, su llegada a República Dominicana para escapar de los años de torturas.

Muchos años después, cuando llegué a Estados Unidos, busqué las claves que ella me enseñó en mi gente, en mi nuevo Pueblo Viejo, en Washington Heights, y vi, y aun veo, miles de esclavos modernos, dependientes de fantasías, de drogas, de consumo, del alcohol y amarguras.

Mamá Celeste murió muchos años atrás, pero en las noches frías, como hoy, me siento en mi silla vieja, en una esquina, y puedo escuchar su voz, baja y serena decirme; “No te rindas, que aun el trabajo mucho y ni siquiera has comenzado.”

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