Cuento - Serenidad

Juan Fernández

Jean Claude llevaba años trabajando como guachiman en las ruinas de La Vega Vieja. Cuando llegó de Haití, los campesinos lo adoptaron casi como a un hijo del pueblo, y en pocos meses empezó a cuidar los viejos ladrillos de las ruinas. 

A las 2:00am, cuando le tocaba hacer la “ronda larga” por las cien tareas del complejo, caminó con un paso energético y firme, esta vuelta le daba la oportunidad de ir a su casita a ver a su amada esposa, y darle un beso en la frente como todas las noches.

Al abrir la puerta de la humilde cabaña, encontró a su amada tirada en el piso, corrió a su lado, un grito casi se le sale de la garganta, cuando vio la sangre alrededor de su cabeza, pensó en ayudarla, pero mantuvo el control, recordó que le dijeron una vez, que los cuerpos no se pueden mover cuando uno no está seguro de lo que está pasando, dio la vuelta alrededor de la delgada mujer y notó que, aunque muy levemente, respiraba, marcó al cuartel de Cutupú para que lo ayudaran y en unos minutos llegó la ambulancia.

Cuando el chofer se desmontó del vehículo, Jean Claude lo escuchó decir; “Pero es un maldito haitiano el que llamó, por mí se pueden morir tó” – Jean Claude cerró los ojos y empuñó el puñal que llevaba en el cinto, apretó los dientes, pensó ensartarlo, como a un puerco, pero respiró profundo, por un instante se llenó de entereza y convicción, soltó el puñal y abrió la puerta. Con los años había aprendido la realidad de los dominicanos, hablan y maldicen, pero hacen lo que tienen que hacer, cuando lo tienen que hacer.

Los paramédicos le pusieron un cuello ortopédico a la mujer, y la trataron con la delicadeza de una reina, a él con el respeto de un rey, después de varias inspecciones de rigor y varios exámenes, le dijeron que su joven esposa se había roto el cuello en una caída después de un ataque de epilepsia, y que la sangre fue de una herida en la frente, que se salvaría, pero que si la hubiese movido un centímetro la hubiese matado. 

Al salir del hospital, el joven haitiano caminó en silencio, su esposa estaba en buenas manos, en las de Dios, tenía que caminar nueve kilómetros para llevar a su casa, y lleno de serenidad respiró profundo, exhaló despacio y dio el primer paso. La nueva carretera brillaba resplandeciente bajo la luz de la luna llena, el pavimento parecía una hoja de ónix bajo el leve manto de una delicada y fina lluvia en una noche larga y fría de un diciembre imperecedero del año 2016. El segundo día del mes, desde Pueblo Viejo, a la distancia, se podía escuchar algunos ladridos, y se oían las voces del alma en paz de Jean Claude producidas, como magia, por el viento.