Olor a Café: Alba de Pensamientos


A través de las tablas de palma de mi casita de campo, construida con mis amigos a lo largo de un verano, puedo sentir el frío de la mañana. Hace unos minutos el alba llenó de besos los primeros rayos de sol, el toque mágico de sus labios fue la obra de teatro de mi amanecer, mejor que en las salas del Lincoln Center o Carnegie Hall, nada que envidiarles, sentado en una mecedora de caoba, nubes de algodón en un cielo azul, fue el trasfondo, montado en el escenario de un universo de estrellas, en mis manos una taza de café, un pan de agua en la otra, tamboras en el corazón. En el techo de zinc corrugado puedo ver gotas de rocío caer sobre las flores del jardín mis alucinaciones.

En la radio suena una canción de protesta de un trovador triste, el volumen solo en uno, quizás en dos, respetando mis tímpanos, como si fueran doncellas, en sus letras legendarias se escuchan palabras que se aplican a mi campo, igual que en su Cuba adorada, me imagino que tomaba café negro y amargo, mientras escribía su dolor, sentado en algún unicornio azul, como lo hago yo, mientras me como una gran manzana, en mi ciudad que no duerme. Respiro profundo y con el aroma se me limpian las vías nasales de los anhelos y se me duerme la vida. Sueños eternos de las historias de mi huerto.

En mi crecen, justo al lado en mi cafetal, miles de granos de experiencias vividas, sembradas junto a las raíces de los dolores de mis padres; con mi progenitor, la energía de las calles concurridas y políticamente pavimentadas de Santiago, y los olores sutiles de los campos de La Vega, herencia de mi madre. En mi sangre germinan árboles frondosos del jardín de mi patria, en conucos y canteros de mi tierra fértil, abonados por el deseo de ver cambios que se puedan cosechar, que puedan crecer como tomates, en las mentes de mis jóvenes. Canales de riego construidos en venas atormentadas y alimentados por arterias del sudor de más de un millón de modernos esclavos, en ellos se nos va la vida, en maletas repletas de regalos de ardides.

El campanear del péndulo de mi existencia crea en mí un estado de alerta perpetua que controlo con el olor del café, las neuronas me agradecen el descanso, las pupilas se me abren y por ella se me aglutina la vida, como una lupa que quema una colmena de avispas a punto de detonar. Las tablas de palma se me convierten en cemento; las persianas en ventanas y el piso de tierra, con olor a puericia, delicadamente comprimido, se transforma en madera y linóleo; el techo de zinc, cantante de miles de noches de pasión, se me convierte en el piso del vecino de arriba; el cielo azul se me torna gris y en la radio del carro de un inconsciente escucho su repulsiva selección de ruidos sin sentido. Me siento en mi silla de metal, trato de mecerme, como en mi mecedora de caoba, pero no funciona.

En la mesita de mi pequeña cocina, detrás de la nevera y la estufa de gas, las cuales todas las mañanas convierto en tinajas, barbacoas y un fogón de cemento, pintado de amarillo, con tres fogones, que arde con la leña cortada del monte detrás de mi cafetal, me siento a contemplar los detalles de mi entorno, el campo se me convierte en ciudad y las palmas en rascacielos. Entre los enormes edificios veo aviones pasar, los ruiseñores cantan, pero aquí solo escucho alarmas de los policías, van muy rápido a matar algún joven que les ofendió porque pensó más de lo que otros le permiten. Las ideas redondas no pueden entrar en cabezas cuadradas de un mundo de geometría, donde todo está puramente alineado y medido con las reglas del dinero.

Una hoja en blanco recoge todas mis inquietudes en el calor de mis deseos y en un sorbo se me convierten todas en tinta y dejo que corran en papel. Aquí, sentado en una butaca cubierta de plástico y patas oxidadas que encontré tirada en la acera, casi podrida, en mi apartamento fantasma, que se me va corriendo detrás de las promesas no cumplidas.

Quiero convertir mi sentir en casabe y aguacate, quizás cubrir el casabe de mambá, en vez de hamburguesas y papas fritas, la soda en mabí, y las pesadillas que vivo cada día en las más bellas utopías, pero tomo otro poco de café y sonrío, pienso en todo lo que tengo que hacer y siento como la espina dorsal me endereza, la silla se me convierte en trono y las fantasías en sueños…aquí sentado en mi cocina, tomándome tranquilamente una taza de café, sabiendo que soy el rey de mis días.

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