Juan Fernández (c) 2018
Viajo, como lo hacen las luciernagas en las noches de verano, tratando de llevar mi luz entre árboles oscuros de dos islas. Una, perenne, el centro de mis raíces, la otra, parte de algo enorme, dueña de mi sudor y mis días más pesados.
En pleno vuelo, se me esconden las alas de mi aguila, y nacen las verdes de mi cotorra salvaje. Mis garras de cazador las transformó en uñas de caricias y esplendor. Mi grito, despertador de libertad de una nación de perpetuas tareas, en cantar de once millón de sonrisas, que llevo enredadas en el alma.
Mientras toco las nubes, siento el negro de mis luchas diluirse en el colorido de mis montañas bañadas por las olas de mis mares. El tricolor de mis pies, botas de nieve convertidas en chancletas blancas, rojas y azules. Arrastrando el repicar de tamboras, acompañadas de timbrar de cada perforación de una güira metálica que me dice...¡Bienvenido a tu país, mi hijo!
Cierro mis ojos ciudadano de un mundo y despierto en otro, rehén voluntario de mis costumbres, cada poro respirando jobos y tamarindo. Busco en el firmamento, escondido entre los rayos del sol, el momento donde se transfigura mi espiritu, donde dejo atrás los cereales de los ingleses y añoro el desayuno de las viandas de mis taínos.
Veo los rascacielos de metal y cristal cambiar en el horizonte, en el medio, desgarrando mis extremidades, sostengo las partes mejores de dos mundos, lágrimas tatuadas en el palpitar de mi ombligo. Un mundo, donde nací, nadando en el capitalismo, el otro, de donde vienen mis orígenes, ilusionados con lo mismo. Ambos perdidos, sin entender que somos gotas en el océano que nos divide, que destrozan lo único que vale la pena, nuestra cultura.
Viajo para tejer las partes que se me desgarran cada día. Las horas en el aire, gastadas viendo como los demás tratan de hacer lo mismo, creando universos con nuestros respiros, contando los minutos, escondidos en un trago de alcohol y la ilusión del vaivén de unas caderas caribeñas. Nos vamos con sístoles de una cultura prestada por Washington y regresamos con las diástoles de los sueños de Duarte bañadonos las espaldas.
Nos vamos con taquicardia, volvemos con el corazón partido.
Somos ciudadanos de dos mundos, entendidos, lamentablemente, por ninguno. En cada vuelo dejamos un poco de nosotros en el aire, así, en contra de nuestra voluntad, en el lomo de nosotros, los ausentes, nacen las ramas del árbol de un millar de esperanzas y de nuestro sudor nacen los arcoíris.
Mis dos países viven en mi, yo soy un poco de ambos. Yo soy dominicano para los gringos y extranjero para los míos. Atrapado entre respiros. Flotando entre dos mundos. En los pulmones me nace una bachata mezclada con un blues.
Soy Dominico-Americano. Yo soy yo.
(Escrito en un vuelo de Jetblue, comiendo papitas azules, soñando que en unas horas me comeré un mangú.)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario