En la radio escuchaba "Sangría", Blake Shelton buscaba transportarme a la versión country de mis raíces norteñas, fue cuando sentí el trueno de un pensamiento, salpicado en mi mente, vestido de un perico ripiao cibaeño, que detonaba en mi cabeza, como una granada en las manos de un ángel repleto de ira. Mezclado entre dos mundos, buscando subterfugios que me permitan vivir en paz y tranquilo.
Los colores rústicos y oxidados de los rieles de un tren me hacían compañía, desde una esquinita del ojo izquierdo los veía burlarse de mí, no podía estar en un lugar más celeste, rodeado de espíritus de todos los cielos, volaban, muchos, casi todos, entre lágrimas y penas, ocultas por una sonrisa llena de brisas cargadas de olores de alegres pétalos de rosas. Labios pintados de cerezas, metrosexuales puliéndose las cejas. Todos en sus propios mundos.
Caminaba entre pensamientos de nitroglicerina envueltos en golosinas, las asonancias de mi ciudad no me impedían escuchar las mentes de algunos, que, como yo, tratan de tocar el éter de la nada y extraer de allí la solución a cuantiosas angustias. Calles repletas de almas olvidadas, arrastrando zapatillas de la 5ta avenida, calizos, chancletas y guaimamas. Clases sociales jugando el ajedrez de la vida, cuando apenas pueden jugar damas.
Contaba, entre miradas, personas aisladas por audífonos y celulares, cada cual viviendo entre Candy Crush y Solitaria, entre mensajes inútiles en sus redes sociales, que no tienen nada de social, pero atrapan peces dormidos, a diario, en sus redes, riendo a carcajadas, susurrando pendejadas en sus labios podridos, “LOL”, como si fueran papagayos volando entre las ramas de un teclado. Mentes que se desgastan en horas que se esfuman en el aire. Sumergidos en sus llantos y reproches. Nos han reemplazado las cadenas con aparatos de mierda, pero vivimos la misma condena. Esclavos de nuestros orgullos, jugando a la libertad de nuestros reales amos, nuestras incapacidades de auto manejarnos.
Subí la cabeza, me pesaba quintales, al cruzar el vagón, sentada a la derecha de su madre, una niña de quizás ocho años, llevaba un Quijote en sus piernas, la mitad del libro en un muslo, la otra en su brazo izquierdo, su espalda inclinada en reverencia, la boca un poco abierta, en sorpresa. En un afiche de carro se observaba a Cervantes riendo sentado en la luna. Miré a la madre fijamente, su gran afro parecía un árbol de frutos, donde dormían las aves, sus ojos negros, dos lumbreras, pasaba lentamente una hoja de su libro a la izquierda, sintió mi mirada, me sonrió y retornó a algo más importante que yo. ¡Qué bueno!
La espina dorsal me enderezó la espalda, la cabeza pesada, ahora mucho más ligera, me dirigió a mi destino, los pies se me despegaron del suelo, los párpados, como cortinas de piel, aún tengo la sonrisa que me dejó la escena que me inspiró a escribir este pensamiento. Aun estoy lleno de fuerzas.
¡La fe en mi gente nunca muere!