Con las mañanas tórridas de mi urbe tan fría, llegan escenas nuevas al teatro viejo de mi aldea. Actores que cambian sus fisionomías, como si fueran mutantes, actrices, disímiles, privadas de melanina. Con los años, la vida me ha dado la oportunidad de verla pasar, sonríe conmigo, en paz, yo sentado en un banco de un parque casi olvidado, con el codo derecho en la rodilla izquierda, tomándome, en el silencio, una taza de café.
Las historias, como los días, de los míos, se van volando, como gaviotas en altamar, hojas que se secan rápido y se caen, inviernos que se consumen en esferas de cristal, creadas para encerrarnos en jaulas de ignorancia, en las deudas heredada por no creer en sembrar, sólo ambicionamos cosechas, consumimos todo sin parar. Langostas verdes en campos por arar.
En mi banco favorito, el segundo, que tiene una tablita rota, al cruzar de la vieja avenida, donde se sientan conmigo miles de palomas a llorar penas o chistar, buscando entre comida chatarra migajas para engordar, puedo ver, allí, el tiempo pasar, en su espalda lleva un saco de minutos para regalar, todos recolectados de los perdidos en celular y en noches lujuriosas de bar, mientras aquellos viven su vida, la verdadera se les va, se burla de ellos al pasar, yo la miro y me invita en la noche a charlar.
Un edificio renovado, con los fondos del sudor de todos, enorme, me saluda al pasar, me cuenta que por un dólar lo podía comprar un acólito que pensaba sólo en regresar, hoy su dueño lo renta por unidades, como si fueran pedazos de cielo, a entes de otro lugar. Aquel sacristán sigue rentando para pernoctar, sus sueños enviados en contenedores de cajas de cartón, repletas de soledad, despachando remesas a la tierra donde lo van a sembrar, en su lápida el escribirán, “Murió el día que viajó a Ultramar, años después, aquí, enterramos el cuerpo”.
El café me correr entre los colmillos, me siento vampiro de un cafetal, mis papilas jugando con cada gota, las franquean de un lado al otro, antes de dejarlas pasar. Con la esquina del ojo derecho veo una joven pareja caminar, sus manos entrelazadas, como ramas de un viñedo que produce uvas del colores del arcoíris, sus sonrisas tiernas, ejemplo para imitar. El joven de la derecha, garboso, me ve, y con los ojos me pregunta si lo voy a juzgar, le sonrío, el de la izquierda, alto, moreno, arrogante, se sonríe conmigo, yo les saludo al pasar. Recuerdo que hace unos días caminaban, por la misma acera, seis jóvenes dominicanos que hoy ya no están. Reemplazados por el color de sus bolsillos, no por el de su epidermis. Gentrificados como ratas en un palomar.
Ya se me acaba la infusión, así no puedo contar, mis ojos cámaras observadoras, mis dedos, humildes impresoras de nuestra realidad. Ven, dialoguemos, hoy, mañana nos surten en otro lugar. Somos exquisiteces en una paletera de chistes que no sabemos contar. Piensa y tómate un café conmigo, no dejemos de hablar.
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