Saliendo, a primera hora, antes de que el día me alcance y me pida cuentas, antes del primer respiro, café caliente en mis manos, olores que no respiro, olores que puedo tocar con la piel y escuchar con mi lengua, silentemente cerrando la puerta, tomo mis primeros pasos, lentos, arrastrando pasados, y el digo al mundo buenos días.
Al pisar la calle me encuentro con la ironía de un verano ardiente, como el mismo infierno, en mi ciudad reluciente que no duerme, repleta de personas frías. Los saludos caen de mi boca, como si fueran rocío, imperceptibles para casi todos, rutina de ruidos tenues para muchos, pero en la humedad de mi cortesía confío, con el tiempo los baño a todos, como si fueran jardines. Las flores no escogen las lluvias que le cobijan.
Desde la ventanilla de un autobús observo la vida, como se le va, lentamente, a muchos, parece un puñado de golondrinas que no encuentran su nido. Se les destila la vida, como caña en un alambique, almacenado en redomas, hervida sin compasión, ambicionada por muchos. Castigo de generaciones que se pierden gota a gota, destilando su futuro, acumulando en tinajas la desdicha de su torpeza.
En algunos casos, a los más entretenidos, la vida se les va como un sombrero volando con el viento, flotando en pequeñas olas de huracanes autoinducidos, sin rumbo, creando camorras, como una chiflada de un celular, fumándose el futuro en una hookah, sentada en una acera, viendo en el humo su gloria.
Cuando salgo del autobús, tomo el último sorbo de café, ya los pies no me pesan, el sol está a punto de salirse de los brazos de Morfeo, y respiro mi ciudad, y derramo mi alma para libar como lo hacían mis ancestros taínos con el uicú, producto de la yuca.
Se me tupen las pupilas con el polen de la infamia de los míos, pero lo control con un solo pestañar de mi visión y misión, entiendo que sus vidas no serán iguales, sus planetas se alinearon con los míos, y en nuestras lunas transportamos el remedio a nuestras aflicciones fermentadas en castigos.
Con el vaso de café en mis manos, ahora vacío, le pido al barista mejicano del carrito de la esquina que me replete el cáliz de cartón reciclado del néctar de los querubines, que llevo un millar de efugios en mis manos y necesito el calor del café para burlarme de las sátiras de mi ciudad de papel.
Yo hoy no duermo…es lo que me repito cada día, hasta el día que sienta el calor de la sonrisa de tigre de la esquina. ¡Gracias, señor café!
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