Arcoíris
Juan Fernández
Ayer, unas horas antes de salir, por completo, el sol, cuando la noche es fría, dueña y señora de uno, cuando en el horizonte se puede ver un poco de gris, muy oscuro, escurriéndose, despacio, entre los profundos edificios, me di cuenta que el arcoíris y sus colores no existen.
Caía, castigando mi piel, un roció que enfriaba la noche. Cada gota que se escurría en mi cara me mostraba una belleza desconocida para mí, pequeños arcoíris de plata, bordeados de colores irreales. Extendí mi mano para tocarlos y entre mis dedos se desplegaban, como si fueran manantiales de luz.
Entendí que sólo existían porque yo los veía, que su luz sólo brillaba para mí, que sin emisión ni agua no existían los bellos arcoíris de los que tantos poetas escribían, entendí que cada arcoíris es único, que dos seres no pueden verlo igual, entonces, como si el roció se convirtiera en diluvio, entendí mi vida.
Pensé en cada universo, cada asteroide, cada luna y cada planeta que he tocado, en cada castillo que he construido, en los grandes, los pequeños, también los que he destruido, en cada callejón sin salida del que me he escapado, pensé en cada respiro, en cada palpitar, en cada momento que he dejado de vivir, pensé que somos como arcoíris, que nunca existimos, que no somos más que reflejos de la luz que emitimos, desplegadas en algunas gotas de la lluvia de las vidas que tocamos.
Entendí que aun siendo lluvia, no puedo ser arcoíris, que siendo agua, necesito de la luz para crear mis arcoíris, y que sólo puedo serlo si los demás me lo permiten. Todo tiene su propósito, todo tiene su porque, yo puedo volar entre las gotas del roció y cargar en mi espalda mi luz, mi agua y mis arcoíris.
Aspiro a que mis ideas se propaguen como luz, entre las gotas brillantes de las mentes de mis amigos, y que de ellos nazcan brillantes arcoíris.
¡Ven resplandece conmigo!