Mi madre danzó en su camastro de muerte días antes de sucumbir, su cuerpo adolorido, sus simientes crujiendo por dentro, la existencia le concedió un minuto de paz y ella lo compartió conmigo.
Sus ojos brillaban, como brillan las más esplendentes estrellas, con luz interior, desbordamiento de resplandor y harmonía, con estelas de partículas del horizonte de galaxias lejanas.
En su voz pude escuchar la voz de Dios, hablando por ella, palabras celestiales escondidas en un cúmulo de silencios, millones de montañas de sonrisas cubiertas de firmamentos, miradas pérdidas encontradas en las lunas de mil planetas.
En el roce de sus manos pude sentir el oleaje de mil océanos, mares entre sus uñas, tempestades en el centro de sus palmas, tsunamis en su ternura, profundidades desconocidas en sus respiros.
En sus manos tibias aprecié la vida fluctuar en una cuerda floja, y así, como quien sabe lo que tiene que hacer, cerró sus ojos, y se llevó en un respiro un latido de mi corazón y un pedazo de mi alma.
La extrañaré sabiendo que la veré algún día, más allá de donde bailas las estrellas.
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