Una vez un grupo de amigos hicimos un viaje al Canadá para ver un poeta que nos gustaba mucho, Alden Nowlan.
En ese tiempo empecé a escribir y las ideas me quemaban la mente, como el fuego de una caldera que nunca se extinguía.
Alden empezó su charla con una frase que se me quedó clavada entre el lóbulo frontal y la última neurona del cerebelo para toda la vida;
"El día que un niño se da cuenta que los adultos son imperfectos, se convierte en un adolescente (y me miró); el día que los perdona, se convierte en adulto; pero el día que se perdona a si mismo, alcanza la sabiduría".
Yo era el adolescente que empezaba a entender el mundo, la ultima frase empecé a entenderla a mis cuarenta y pico, aunque me creía el dueño de todo, empecé a comprender que todo era más grande que yo. Empecé a entender a mi padre, y sus largas horas en un partido político de un país que había dejado, hoy yo soy el que amanece en reuniones y política. Empecé a entender a mi madre, y su afán, constante, de que habláramos el español, "nuestro idioma", a la perfección, hoy soy yo el que peleo con mis muchachos para que dejen el OK, KLOK y las demás payasadas linguísticas que no ayudan en nada. Empecé a entenderlo todo, y fue cuando mejor entendí lo pequeño e insignificante que somos, especialmente yo.
De regreso del Canadá, yo venía sentado atrás, los cuatro apeñuscados en tres, cansados, pero llenos de vida, el autobús de Greyhound casi vacío, leyendo en voz alta uno de los libros que compramos en la charla, no importaba de que discutíamos, lo importante es que por trece horas, cuatro jóvenes dominicanos conoceríamos más del mundo, despacio el velo de la ignorancia se nos caída.
Aún nos falta mucho, muchísimo, pero hoy, ya con nietos, pienso en ese viaje y me duermo meditando si podré perdonar algún día a mi más terrible critico, yo mismo. ¡Espérame sabiduría, que el camino es largo, pero no me he detenido!
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