Juan Fernández
Cada Navidad los dominicanos hacemos, cada vez, un acto de brujería; sacamos el alma del cuerpo, cerramos los ojos y volamos. Nos llenamos de la alegría que nos pintan en el corazón nuestros seres queridos, mientras nos llaman con merengues nuevos y bachatas, preñados de algarabía, lloramos en el silencio del frío. Bailamos con el cuerpo vacío y nos reímos cuando queremos llorar.
En nuestros trabajos somos sonámbulos en un mundo de muertos, sabemos que allá, en nuestro pedacito de cielo, somos reinas y reyes, mientras que en el mundo de los piñones y las cadenas somos naborias pisoteados en polvo del jardín de nuestros sueños. Una lágrima por un dólar, un azote en la espalda en cada envío. Nos empacamos en las cajas repletas de ropas y comida. Mañana, otra vez, repetimos.
Echan alas las esperanzas de dos millones de almas perdidas, que cada Navidad conjuran la magia de sus ancestros taínos, bailando en apartamentos, armando fiestas y areitos, mientras se desarman sus vidas. No se escucha el arrastrar de cadenas en la nieve de otros climas. Se nos esconden los dolores detrás de las sonrisas. Fingimos.
Otra Navidad en este frío y mi alma busca el calor que no ofrecen los abrigos, los encantos ya no me trabajan, la siguiente me voy desde que empiece el invierno y retornaré cuando me llame la primavera y las cotorras se me mezclen con las águilas y mi corazón vuelva a volar y mis pies me exijan un perico ripiao y un puerquito. Como los quiero ahora tan lejos de los míos.
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