Juan Fernández | Noviembre 30, 2016
Adrián tomaba la misma voladora todos los días, desde Pueblo Viejo hasta la fábrica de la zona franca, en la entrada de Jarabacoa, se sentaba en la misma esquina, en “la cocina”, su vieja mochila entre las piernas, pero sin tocar el suelo, el café negro y caliente, en la mano izquierda y su celular, último modelo, en la derecha. Tenía esta rutina sincronizada a la perfección, todo fríamente calculado, para no llegarle tarde a los gringos, todo perfecto hasta la mañana del 30 de noviembre del 2016.
Al instante de sentarse, mientras revisaba los mensajes del grupo del colegio en su cuenta de Whatsapp, se deslizó y un esprín del sillón le rompió el pantalón, desde la parte interna de la pierna izquierda hasta la costura externa, fue un milagro que no le cortó pierna con todo. Mientras le reclamaba energéticamente al chófer, este se distrajo y casi atropella una niña frente al club, después del puente de Medranche, la pequeña dio dos pasos atrás para salvar su vida, y otra voladora, que venía de frente, la mató. Los libros que llevaba en la mochilita quedaron arrastrados en la carretera, junto a las extremidades de su dueña.
El grito de su vecina de asiento fue tan aterrador, que el chófer frenó repentinamente la guagua, el café caliente, y negro, de Adrián, tornó su pulcra camisa blanca en una de color tierra mojada, al pararse tan bruscamente, por las quemaduras en el pecho, se dio un fuerte golpe en la cabeza, la sangre le corría por las cienes, algunos gritaban, otros le decían al chófer que se fuera directo al hospital de La Vega.
“Deso va a tene que da mocho punto”, atino a decir, en voz baja, un haitiano que ni se había ni movido de su asiento. Otros le imploraban que se devolviera a la clínica de los Costes, que era más rápido. Pero la voladora había tomado vida propia, y muchos contaron después que podían oír una risa burlona saliendo del mofle del endemoniado carruaje del infierno.
En la confusión, Adrián perdió el control de su mano derecha, se sentía mareado, el olor a cobre de la sangre y el dolor le hizo cerrar sus ojos, y fue cuando vio su teléfono volar por los aires, como si hubiese cobrado vida propia.
Primero le cayó encima, de esquina, a una mujer que llevaba un niño en las piernas, se le rompió el cristal, justo cuando pasaban el Callejón de la Tusa. La mujer, al levantarse espantada, golpeó al pequeño que llevaba amamantando contra la cabeza de un calvo que estaba sentado más adelante, el niño empezó a llorar, histérico. El calvo, quien, a su vez, llevaba una caja de huevos y dos yautías en una bolsa plástica, fue a sobarse la cabeza, cuando una de las yautías salió volando por la ventana, le dio en la frente a un motoconchista, quien llevaba un anciano, este se rompió las piernas cuando el motor chocó contra un poste de luz y al anciano, su bastón se le enterró en el cuello .
La goma del frente del motor le dio a un pasolero en una pierna, quien colisionó contra un carro que venía de frente. Ambos, carro y pasola, cayeron destrozados en la cuneta, el chófer salió disparado por la ventana. La explosión hizo que todos saltaran de los asientos.
El apreciado celular de Adrián rodaba en el piso de la voladora, entre sangre, vómitos de niño y gritos, Adrián lo seguía con la vista, el ayudante del conductor, “el piche”, de paró sobre el fino y delicado aparato y se resbaló, como la puerta estaba abierta, lógicamente, y el chófer iba a exceso de velocidad, el cuerpo del ayudante fue a parar encima del santuario de la Virgen en el pie del Santo Cerro, una chancleta, aun en el pie, cayó en el frente del colmadón de la esquina y la otra, al cruzar la calle, en el patio de la escuela de Carreras de Palmas.
La otra yautía del calvo rodó lentamente desde su regazo hasta colocarse exactamente detrás del freno de la voladora, y justamente cuando estaban a punto de cruzar frente a la Capilla La Milagrosa, un grupo de niños salían agarrados de las manos, cantando villancicos navideños. Sus uniformes, pulcros, blancos y azul marino, como de ángeles terrenales, brillaban con el sol de la hermosa mañana, ¡parecían sacados de una revista!
La voladora iba a más de 100, los frenos no funcionaban. La yautía, poseída, se aguantaba del pedal de los frenos como para salvar su vida. Los ojos del chófer estaban a punto de brotarle de las cuencas, la voladora avanzaba en cámara lenta, uno a uno, los niños, Adrián podía ver cada carita, pararon de reír y se abrazaron haciendo un pequeño círculo en el medio de la carretera.
A unos 25 metros el chófer, como todo un James Bond, tiró del freno de emergencia, la nave patinó sobre un invisible eje, rotando 360 grados, dos veces, corrió unos 20 metros más, y cuando estaba a punto de matar a los chicos, Adrián cerró los ojos fuertemente, la señora que viajaba al lado del calvo llevaba los huevos de sombrero, pero también cerró sus ojos, y como si todos los ángeles guardianes hubiesen bajado del cielo, a tres pulgadas de la cara del primer niño la voladora se detuvo, los niños estaban estáticos, parecían estatuas.
En el ambiente se podían oler las quemadas gomas del vehículo, del bonete salía un humo negro, y agua caliente salía de motor, parecía que la voladora respiraba. El chófer había doblado la palanca del freno de emergencia y se había mordido los labios hasta sacarse sangre. El pasajero del asiento delantero aún no se había podido despegar del cristal, su cabeza iba clavada en él hasta los pómulos.
El haitiano, ileso y consiente, saltó por la ventana para socorrer al niño, que se le había deslizado de las manos a la madre y en el giro del vehículo había salido volando por la puerta. Gracias a Dios que cayó sobre un montón de basura. Luego, le dijeron a Adrián, que el fondo una botella rota se le había clavado en la espaldita y murió antes de llegar al hospital.
Adrián podía ver la destrucción que había dejado la voladora en el camino, fue lentamente caminando por la vieja carretera sabiendo que había sobrevivido una maldición. Cuando llegó al pie del Cerro, la estatua de la Virgen estaba totalmente ensangrentada, el cuerpo del piche aún estaba sobre el monumento, no tenía cabeza, era una escena de una película de horror. Al estrechar su vista hacia Pueblo Viejo podía ver decenas de cuerpos en la pista, carros en el badén, humo, llantos, algunos motores sobre rejas de las casas…respiró profundo, y levantó la vista para ver al Creador y darle las gracias, entonces sonó la alarma del celular.
Confundido, rápidamente, abrió sus ojos, sentada a su lado estaba su joven esposa con una taza de café, caliente y negro, sus lentes a media nariz, con una mira incrédula y una sonrisa sarcástica, que no decía nada y lo decía todo, levantó una ceja, apretó un poco los labios, sacudió su cabeza y le dio un beso en la frente, como todas las mañanas.
Adrián no había dicho palabra alguna en toda la mañana hasta que entró a la voladora, se sentó como todas las mañanas, y cuando sintió el esprín rompiéndole el pantalón…abrió los ojos.
FIN