Flotando entre los brazos de un dios de metal, plástico y cristal, poseedor de bóvedas serpentinas, que levitan en rieles de martirios. Las manecillas de un reloj maldito, repleto de injurias, castigando en segundos los respiros de los viajeros de los cuellos caídos. Cada uno cargando su cruz y sus cuerpos, casi molidos, retorcidos, como naborias fieles de un agente invisible de mortalidad.
Yo, noctámbulo por naturaleza, y quizás por gusto, sólo un poco, me siento y puedo ver los mundos pesados que cargan mis compañeros de viaje sobre sus hombros, sus cuellos en reverencia, cargas que nunca se alivian, lágrimas que se evaporan por carencias de objetivos.
Llevo un cacique kalinago, a los que los españoles llamaban caribe, de un lado y un azteca mexicano del otro, sus hermosos imperios dormidos en sus sueños, marcados por sus raíces. El sacudir de las animas del pasado los mantiene descansando sobre mi, no se si despertarlos y enderezar mi columna vertebral para crear un espacio, o simplemente dejarlos pernoctar con sus testas caídas sobre mis hombros. Hoy no me importa, ayer tampoco.
A las tres de la mañana el dios de los transportes pasa lista, me mira a los ojos y me saluda, como todos los días, los viajeros alineados en filas paralelas, hombro con hombro, sus cabezas titubeando en péndulos, colgando de cuellos construidos de hilos de seda, como si fantasmas jugaran a deribarlos y sus últimos reflejos los enderezan para preservar la verguenza.
El azteca casi se me cae, gracias a Dios que Morfeo tiene años que me abandonó, pude agarrarlo, justo a tiempo, antes de que su aguileña nariz besara el negro del piso frio de nuestro carruaje. Me miró en señal de desafio, me preguntó que hacía, le respondí unas palabras en taino levantando mis hombros, se sentó otra vez, confundido, y volvió a entregarse a la tarea de regenerar algunas energías de las perdidas tras, quizás, dieciocho horas de trabajo construyendo pirámides para otros amos, en otros suelos, en otra era.
En la esquina, en el ultimo asiento, rodeado de una nube sólida de olores de ultratumbas; una mezcla rancia de falta de cordura y un poco de espíritus que se pueden disipar con un poco de agua caliente y jabón, se sienta el rey de los cuellos caídos, abraza una bolsa plástica como si fuera un hijo, cuando nuestro navío se sacude, en una de sus sarcásticas carcajadas, el viajero casi toca el suelo, pero es el rey, y muchos harán reverencias antes que él, su espina dorsal lo endereza sin despertarle, mago del equilibrio.
Una jovencita, que parecía una diosa del Congo, o de Nigeria, su piel tan negra como el onix, se sonrió conmigo, sus dientes como perlas, negó con su cabeza lo que había visto y retornó al universo verdoso y fértil de un libro, le afirmé mi aprobación con la mirada y una leve sonrisa. Vi como le crecían alas, y su corona de joyas brillaba.
He llegado a mi destino, el kalinago se despertó, sólo por un segundo, con un ojo divisó que no era la suya, me vio levantarme, en silencio. Un joven rey africano ocupó mi trono, notó el estado de sus nuevos vecinos, primero al azteca, ya convertido en emperador de sus sueños, y despacio al kalinago, soñando que corría por montes de Martinica, me miró, como preguntándome que hacer, le dije un encanto de mis ancestros en el lenguaje de mis dioses, y mientras hablaba, en esta lengua extraña, moví mis manos desde su frente hasta su barbilla, sin tocarlo, y lo dejé dormido. Los tres nuevos amigos, unidos en una galaxia sostenida en espíritus de guerreros, unidos por el compromiso silente de viajeros de la noche.
Camino a mi hogar con la certeza de que mañana encontraré el imperio en buenas manos, protegido por las ilusiones de mis hermanos y las aspiraciones de que algún día será mejor de mis hermanas, quien soy yo para desmentir una verdad tan cierta, camino y con cada paso escondo en mi pecho, en este invierno tan frío, el sufrir de los míos, viajeros nocturnos, soñadores, del tren de los cuellos caídos.
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