Siempre retorno los viernes, aquellos de los veranos más cálidos, aquellos que nos dejaban respirar el sonido de los camiones de helados, todos corriendo detrás de ellos, cuando el calor se mezclaba con el rocío de agua fría de algún hidrante, como un regalo del cielo, brincando alegres con las bocas abiertas en una esquina cualquiera de mi adorado Manhattan.
Siempre retorno los viernes, cuando nos sentábamos, callados, en los bancos del parque de mis viejos amigos, los gritos de los niños corriendo, sin pensar en nada, jugando, simplemente, a hacer ruido. Recuerdo más que nada las largas conversaciones sin sentido de un grupo de soñadores dominicanos. El caminar lento de pasos pesados, el sudor de adolescentes calurosos, la búsqueda de lo incierto, las travesuras, el amor, de aquellos viernes lejanos.
Siempre retorno los viernes, cuando mirábamos las calles cambiar de colores, la transformación, lenta, de la melanina en las calles de mi aldea querida. Recuerdo el silencio de los inviernos fríos, los adoquines resbaladizos, los pequeños charcos de agua, negros y helados. Recuerdo el despedirse triste de las hojas de otoño y la algarabía incontrolable de las bulliciosas primaveras, el cantar de las flores y las melodías de los pájaros.
Siempre retorno los viernes, cuando caminaba mudo con mi abuelita de mano, mirando, por muchos años, el cambiar perpetuo de los trenes, los autobuses de mis amigos, cambiando, repletos de entes extraños. Recuerdo cuando se fueron los últimos judíos, los irlandeses y cuando se fueron los cubanos. El vacío del aporte de sus culturas, hoy tan extrañadas. Despacio fuimos cambiando.
Siempre retorno los viernes, cuando las banderas tricolores empezaron a colgar de las ventanas, sus cruces blancas ondeando orgullosas y entre los recuadros, azules y rojos, un merengue apambichao, romo, dominó y muchas jóvenes embarazadas. La droga entró por la puerta grande y se quedó de vecina permanente. El cambio de los ritmos a cadencia afrocaribeña, con el pasar de los años, los cigarrillos a escondidas se convirtieron en hookahs en las calzadas. Las miradas alegres se fueron perdiendo, los saludos se fueron convirtiendo en puñaladas. Nos están matando los hijos por simples pendejadas.
Siempre retorno los viernes, de tantas décadas pasadas, el gritar de los niños convertidos en el llanto de las madres, sus hijos muertos o encarcelados, los equipos de baloncesto convertidos en gangas, el camión de helado ya no se quiere parar en mi esquina y en las piernas no tengo los músculos de antaño. Las banderas reemplazadas, miles de ventanas cerradas, muchos recordamos cada vez que despedimos otra familia dominicana, que se iba a enterrar algún vecino asesinado. Despacio nos fueron cambiando.
Siempre retorno los viernes, mi vecindario volvió a convertirse en lo que era cuando llegamos, repleto de caras pálidas cubiertas de expresiones extrañas, ya no es mi vecindad. Las ciudades son como seres vivientes, se retuercen con el dolor y engordan con el tiempo, en sus largas vidas ven los cambios y solo sonríen. Nos ven caminar como dueños y luego nos despide como invitados. Somos parásitos temporarios en los intestinos de lugares extraños.
Siempre retorno los viernes, a aquellos viernes de antaño, caminando con el corazón en mis manos, buscando en las entradas de los edificios de la gran manzana, la sonrisa perdida de mi juventud olvidada. Busco en los rostros de los nuevos ocupantes la pasión con que corrimos en las aceras y jugábamos en las escalinatas. Los adoquines hoy cubiertos de asfalto. Los parques llenos de latas vacías, basura y la porquería que algún perdido arrebata.
Siempre retorno los viernes, hoy retorno con mis ojos cerrados.