Se le van cayendo las hojas del árbol que sembramos cuando éramos soñadores, lo hicimos tantos abriles atrás que casi lo olvidamos. Las ramas secas van dejando su membrana vieja en la grama verde de la nueva prole de arbustos que nacen en el jardín. El olor a raíces va impregnando mi ciudad, arrastrándose lentamente entre los adoquines y se agrietan los edificios bajo la sombra enorme del framboyán.
Se nos marchitan las flores rojas bajo el cielo gris y las nubes negras, se nos vuelve monocromática la vida, perdemos el sabor por la existencia, arrastramos los pies, casi dormidos y las nubes, parecen hechas de algodón cenizo, como si limpiaron con ellas la hoguera que nos quema. ¿Será que en el cielo no se escuchan los gritos de los hijos de mi tierra? ¿Será que la angustia tiene límites en el firmamento y ya alcanzamos el techo? Mientras muchos nos quieren encerrar con cercas, otros no resisten el vernos compartir con ellos. Por un lado, nos cierran las puertas, por el otro, nos construyen jaulas para no dejarnos calar.
Dejamos un canasto de paja de nuestros ancestros para caer en una jaula de metal y aquí nos cortaron más que las alas, nos escindieron la voluntad. Yo no nací para apartar mi cuerpo de mi alma, quiero sentirme siempre uno, sin que me roten en un torno y quieran cavar mis costillas. Quiero dejar mi huella aquí, donde nací, donde mis padres, en sus sueños, sembraron sus framboyanes.