He pensado escapar tantas veces, desde que empecé mi esclavitud, 33 años atrás, pero ayer, mientras caminaba por los alrededores de la granja donde nacieron mis padres, vi como flagelaban a un par de miserables, que, como yo, trataban de abrir sus sentidos en un mundo de ojos cerrados. Ciegos intencionales con retinas perfectas. Creo que vamos creando, con nuestras acciones y nuestro intento de educarnos, montañas en las cordilleras de nuestras colonias, perdidas en los archipiélagos de nuestros antepasados.
Vamos entrelazando hilos de algodón imposibles de tejer, que arrastramos por siempre, convirtiendo nuestros sueños en hilachas, por el resto de nuestros invaluables míseros respiros. Perpetuamos nuestras colinas de falsas esperanzas esculpidas entre nubes de desconsuelos. Somos exploradores en nuestras jaulas de ignorancia, ilusionados en un vuelo que no despega, sin entender quienes nos cortan las alas.
Escalamos, con sogas de frustraciones, nuestras propias limitaciones, buscando clavar nuestras escarpias entre las rocas que nos hacen extraer de las minas, donde laboramos. Nuestras manos, picos y palas, nuestro sudor lubricando las maquinarias que ensamblamos nosotros mismos, luego nos venden las joyas fabricadas en las heridas de nuestras espaldas, ¡hasta nos hacen reír, felices, cuando las pagamos!
Somos naborias de pueblos conquistados por dioses que creamos para preservar nuestra cordura, así no los culpamos, pero les prendemos velas y le cantamos salmos al ritmo de sus melodías infernales, aún, servilmente, les cocinamos sus platos, le servimos sus vinos y le abrimos sus puertas, con nuestras mejores sonrisas, sin importar si dan, o no, las gracias. Sentimos que nos bendicen cuando nos dan una limosna. Bajamos nuestras cabezas en reverencia y cerramos nuestros ojos para que no nos castiguen.
Lo más penoso es que son peores los demás esclavos que los amos les permiten dormir en la casa grande. Creen que son hombres libres porque comen con cubiertos y en platos de losa fina. Nos han cambiado el látigo por un papel insignificante, por el que nos matamos, el que gastamos en la hacienda de otro amo. Sin entender, nunca, el ciclo del capitalismo.
El logro más grande de ellos, los amos, fue hacernos creer que somos libres cuando nos soltaron las cadenas y dejaron de atarnos las manos. Ya no nos compran en subasta, no es necesario, vamos voluntariamente a sus factorías, consumimos todo en las casas que de ellos mismos rentamos. Comemos sus alimentos podridos, mientras cocinamos para ellos filete de los mejores peces que pescamos, que compran con el dinero que consumimos en sus miserables espejos. Colón les enseñó el cómo, nosotros perpetuamos el cuándo, en ciclos eternos en el que siempre perdemos.
En las noches, cuando todos duermen, cuando sólo puedo escuchar sus ronquidos, me escondo en sus librerías y leo sus libros, los cristianos y los paganos, los que hablan de igualdad entre los seres humanos, y me rio de sus obras solemnes, ¡Iguales! Eso me produce mis mejores carcajadas. Cuando ya no puedo más y los libros descansan en mi pecho, como cobija en el desierto, retorno a mi camita de paja, me escondo en mis altares y por costumbre me pongo los grilletes, aunque me dicen los otros cautivos que ya no es necesario, nunca quiero olvidar que soy esclavo, aun camine en el mismo mundo que mis amos.
Yo no tengo que cambiar mis costumbres, ni esconder mis dioses de cavernas, ni olvidar mis ritos ancestrales, yo también sé jugar mi papel en este mundo de teatro, donde ellos juegan a ser dioses y yo a permitirles creer que son mis amos. Mañana intentaré escapar, otra vez, pero en la alborada escribiré otra historia desde el escenario de felicidad y cielos azules creado por los amos.
((Escrito después de unas vacaciones inolvidables en RD, de mucho trabajo, de conocer mejor mi país, de ver tantos detalles que nunca entendí. De pronto la jaula se me volvió más estrecha.))