Cuento de Navidad: La Neblina

Juan Fernández 2017

La mañana del 24 de diciembre fue la más fría registrada en Pueblo Viejo desde los tiempos de los taínos. La temperatura había bajado tanto en el Santo Cerro, que algunos dejaron de salir de sus casas en las noches. Los campesinos empezaron, por primera vez en sus vidas, a usar abrigos. En las mañanas los tanques del agua tenían un leve capa de hielo en la superficie, en los colmadones dejaban las cervezas afuera para mantenerlas congeladas, aun durante los largos apagones.

El 24 fue un domingo diferente, a las 6:00 a. m. los perros empezaron a ladrar y no se podían escuchar el canto de las aves, ni siquiera el grito, casi prehistórico, de los guacamayos en vuelo, hasta los gatos dejaron de maullar, eventualmente, sus maullos convirtiéndose, también, en gritos, como de dolor. Luego, el silencio, como de ultratumba, era perturbador.

La neblina que bajaba del cerro parecía una cortina blanca de humo sólido, los tres primos veían como todo era arropado por el manto blanco. Los gringos tendrán nieve y blancas navidades, pero en el campo de Pueblo Viejo, este año será recordado, por muchos, como el año de la neblina.

Sofía había apretado tanto la mano izquierda de su primo, que se le había adormecido, del otro lado, del derecho, su novia Patricia dormía enrollada en posición fetal, sus lentes se habían empañando un poco, Tomás temblaba de miedo, nunca había visto nada similar.

- ¿Qué vamos a hacer?, - preguntó Tomás, - la neblina parece tener algo extraño, todos los animales se han callado, o escondido. ¿Será que contiene ácido?

- ‎No tenemos suficiente información para tomar una decisión, - dijo Patricia sin abrir los ojos.

- Creo que debemos esperar, creo que cuando salga el sol evaporará la neblina, - dijo Sofía, más rogando que así fuese, que asegurando el resultado.

A lo lejos se podía escuchar la voz grave del guardián de las ruinas, decía algo en creole, Sofía juraba que era un encanto del vudú, para alejar los malos espíritus. Su voz, despacio, fue convirtiéndose, también, en un  grito espantoso y, eventualmente, también paró. El viejo haitiano era amado por los tres primos, a Patricia se le aguaron los ojos y Tomás le pasó la mano por su corto pelo, para calmarla un poco.

- Él estará bien, es un hombre fuerte y valiente, - aseguró Tomás.

- Tu no tienes suficiente datos para decir eso, lo más probable, estadísticamente, basado en la reacción ecológica, que la neblina lo mató, - dijo Patricia llorando. A sus 12 años había estudiado los efectos extraños de la naturaleza.

En ese mismo instante, terminando de decir esto, Patricia apuntó hacia el callejón de las ruinas, corriendo entre la neblina, se veía el cuerpo ensangrentado del amado haitiano, la piel desprendiéndose de sus fuertes músculos, gritaba, no paraba de gritar. La neblina llegó al borde de la carretera, arropaba el cuartel y la capilla, Sofía observó como se le desprendía la pintura a la pequeña iglesia.

Los primos estaban resguardados en la galería de su tía Caridad, la mamá de Sofía. Patricia estaba abrazada de Tomás y los tres agarrados de las manos, temblaban. De repente el viejo guardián tomó un paso hacía ellos, ya sólo le quedaban huesos, sus grandes ojos colgaban de los nervios.

La neblina entró escurrida a la galería, de repente Tomás sintió el toque frío, helado de la densa cortina blanca, empezó a gritar, oyó cuando el espíritu de la neblina empezó a hablar...

- Mira muchachito e' la mierda, cállese y salgan los tres de esa caja ahora mismo, ¿ustedes no ven que Don Jean Paul tiene horas llamándolos? Vayan ahora mismo a buscar la yuca que nos trajo, - dijo tía Caridad, - y Patricia, quítese la saliva de la cara, cualquiera dice que estaba usted llorando. ¡Vamos, vamos!

Los tres primos se pusieron de pies, fue cuando Tomás vio la neblina tocar los pies de la tía, dio un paso atrás...

- Sofía, sueltame la pierna, sino quieres que te de una patá, - dijo la vieja mientras se alejaba de los tres primos.

Los primos se sacudieron las ropas y se llevaron la carretilla que le había dejado tía Caridad. Se reían a carcajadas.

- Buenos días Jean Paul, ¡Feliz Navidad!, - dijo Patricia al viejo guardián.

- Esperen, no me digan, ¿La neblina otra vez? Noooo, ¿me mataron a mí? - preguntó el haitiano, - ¡ Feliz Navidad! No dejen de ser niños, Dios les bendiga.

Los cuatros se reían sin parar. Sus risas invadieron todo el pueblo con una capa de alegría más densa que la peor de las neblinas.

¡Feliz Navidad!

Mis Inútiles Sentidos (Corregido)


Me sacaré los ojos, como si fuera yo un cuervo, llenaré de arena las cuencas de mis sentidos, pondré mis ojos en bandeja de plata, para que sean consumidos por hormigas, no quiero ver más, son inútiles mis luceros muertos, si no puedo ver el cambio que podemos alcanzar, yo, casi ciego, junto a los míos.

Regalaré mis tímpanos, para que un sordo me convenza que no eran culpables mis sentidos, sino los filtros que me impusieron toda la vida para olvidar el sufrir. De que sirve oír, si no puedo escuchar nuestros propios gritos. Las ondas sonoras de nuestras entrañas carecen de principios, si no pueden ser auscultadas por un alma que las cobije. Se pierden en repercusión en las paredes mudas de las salas del teatro de nuestras insignificantes existencias. Somos Ilusos, oímos sin escuchar, escuchamos sin importarnos, y no procesamos ideologías ni pensamientos. Quizás ya ninguna de las dos existe.

Caemos en un abismo, vociferamos en palabras instauradas, en idiomas inexplorados, lo que sentimos no sirve, mejor que se me caigan los dientes, son decorativos, juntos a mi lengua, si no sirven para expresar nuestros suplicios, mejor que las encías se me conviertan en una pieza, las quijadas no tienen por qué moverse, y las palabras honradas, que debo usar, cada día me castiguen. Somos esclavos de lo que decimos y amos de nuestros silencios, pero si callamos lo que tenemos, por obligación, que decir, entonces es mejor cortarnos la lengua, quizás ni sirva para alimentar los perros abandonados, es un pedazo de carne podrida.

El hálito de una noche fría cae sobre mi cuerpo desnudo, arrancando poros y músculos, carente mi organismo de equilibrio, epidermis sin sentido, de que nos sirve tener piel, si el látigo de verdugo sigue azotando las espaldas de los míos, yo no quiero que me cubra, mejor que le sirva de abrigo a un indigente, si no hago nada con ella, su indiferencia a este mundo vale más que la mía. Quiero ser merecedor de tan preciada ofrenda de vida, mi piel, lucho, para que sea mía, día tras día.

Me siento perdido, con la cabeza hueca, llena de algodón, forrándome el olfato y saliendo de mis oídos, de que me sirve la orientación, si tengo un cerebro descompuesto, putrefacto, rancio, su neuronas moradas y amarillas, si no lo uso para servir a mi gente, para merecerme caminar a su lado, para lograr su respeto y admiración, que me llamen uno de ellos. Mejor que me cocinen los sesos y alimenten los puercos, quizás así tienen sentido.

El alma se me pierde entre los vientos, el corazón no me late, mis intestinos rellenos de lombrices. De que me sirve este saco relleno de huesos y estiércol, si no lo uso para trazarnos caminos. Perderme entre listados cerrados o abiertos, no tiene sentido, los colores de un millar de perdidos se han mezclado en lo mismo, una amalgama de siluetas luchando por un pastel de arcoíris, sus labios asquerosos lamiendo en anticipo, como quien sabe el sabor del almíbar del relleno que sudan, en sangre, los míos.

Yo no quiero vivir en desafío, ¡para qué!, pero no pienso dejar de decir en todo lo que confío. Pon en una balanza tus sentidos y pesa si tienen sentido formando parte de tu universo vacío. Mejor toma una pistola y quítate la vida, si vas a vivirla sin sentido. Fuiste creado para algo, con un fin, entonces honra a tu creador dándole a todo esto, que llamas vida, sentido. 

Yo voy contando mis pasos, marcando mis dias, y se, hace mucho, que no soy nada ni nadie, la lucha por crecer es perpetua, enseñar es el destino, ¿y tú, estás listo para medir tus sentidos?


El Viaje de los Cuellos Caídos



Flotando entre los brazos de un dios de metal, plástico y cristal, poseedor de bóvedas serpentinas, que levitan en rieles de martirios. Las manecillas de un reloj maldito, repleto de injurias, castigando en segundos los respiros de los viajeros de los cuellos caídos. Cada uno cargando su cruz y sus cuerpos, casi molidos, retorcidos, como naborias fieles de un agente invisible de mortalidad.

Yo, noctámbulo por naturaleza, y quizás por gusto, sólo un poco, me siento y puedo ver los mundos pesados que cargan mis compañeros de viaje sobre sus hombros, sus cuellos en reverencia, cargas que nunca se alivian, lágrimas que se evaporan por carencias de objetivos.
Llevo un cacique kalinago, a los que los españoles llamaban caribe, de un lado y un azteca mexicano del otro, sus hermosos imperios dormidos en sus sueños, marcados por sus raíces. El sacudir de las animas del pasado los mantiene descansando sobre mi, no se si despertarlos y enderezar mi columna vertebral para crear un espacio, o simplemente dejarlos pernoctar con sus testas caídas sobre mis hombros. Hoy no me importa, ayer tampoco.

A las tres de la mañana el dios de los transportes pasa lista, me mira a los ojos y me saluda, como todos los días, los viajeros alineados en filas paralelas, hombro con hombro, sus cabezas titubeando en péndulos, colgando de cuellos construidos de hilos de seda, como si fantasmas jugaran a deribarlos y sus últimos reflejos los enderezan para preservar la verguenza.
El azteca casi se me cae, gracias a Dios que Morfeo tiene años que me abandonó, pude agarrarlo, justo a tiempo, antes de que su aguileña nariz besara el negro del piso frio de nuestro carruaje. Me miró en señal de desafio, me preguntó que hacía, le respondí unas palabras en taino levantando mis hombros, se sentó otra vez, confundido, y volvió a entregarse a la tarea de regenerar algunas energías de las perdidas tras, quizás, dieciocho horas de trabajo construyendo pirámides para otros amos, en otros suelos, en otra era.

En la esquina, en el ultimo asiento, rodeado de una nube sólida de olores de ultratumbas; una mezcla rancia de falta de cordura y un poco de espíritus que se pueden disipar con un poco de agua caliente y jabón, se sienta el rey de los cuellos caídos, abraza una bolsa plástica como si fuera un hijo, cuando nuestro navío se sacude, en una de sus sarcásticas carcajadas, el viajero casi toca el suelo, pero es el rey, y muchos harán reverencias antes que él, su espina dorsal lo endereza sin despertarle, mago del equilibrio.
Una jovencita, que parecía una diosa del Congo, o de Nigeria, su piel tan negra como el onix, se sonrió conmigo, sus dientes como perlas, negó con su cabeza lo que había visto y retornó al universo verdoso y fértil de un libro, le afirmé mi aprobación con la mirada y una leve sonrisa. Vi como le crecían alas, y su corona de joyas brillaba.

He llegado a mi destino, el kalinago se despertó, sólo por un segundo, con un ojo divisó que no era la suya, me vio levantarme, en silencio. Un joven rey africano ocupó mi trono, notó el estado de sus nuevos vecinos, primero al azteca, ya convertido en emperador de sus sueños, y despacio al kalinago, soñando que corría por montes de Martinica, me miró, como preguntándome que hacer, le dije un encanto de mis ancestros en el lenguaje de mis dioses, y mientras hablaba, en esta lengua extraña, moví mis manos desde su frente hasta su barbilla, sin tocarlo, y lo dejé dormido. Los tres nuevos amigos, unidos en una galaxia sostenida en espíritus de guerreros, unidos por el compromiso silente de viajeros de la noche.
Camino a mi hogar con la certeza de que mañana encontraré el imperio en buenas manos, protegido por las ilusiones de mis hermanos y las aspiraciones de que algún día será mejor de mis hermanas, quien soy yo para desmentir una verdad tan cierta, camino y con cada paso escondo en mi pecho, en este invierno tan frío, el sufrir de los míos, viajeros nocturnos, soñadores, del tren de los cuellos caídos.

Invisibles


Somos invisibles, divagando en un mundo de siluetas digitales, perdidas entre matices, líneas paralelas unidas en una bola de cristal, violentamente fundidas, entre la oscuridad y un millar de penumbras. Carentes de luz propia, adornados por figuras que no decoran, miradas de porcelana, detrás de sistemas operativos que fiscalizan nuestros alientos, con el que respiramos anhelos y suspiramos disgustos. Pagamos por pensar, pensamientos que no perduran.

Somos invisibles, cuando dormimos y nuestros sueños son vendidos por mercaderes de fantasías, carentes de planes propios, jugando a conseguir más, igual que un animal que persigue una zanahoria amarrada frente a él, con el anzuelo auto inducido de creernos más. Somos directores de un teatro macabro, con actores que no respiran sin que le pateen los pulmones.

Somos invisibles, cuando estamos solos rodeados de almas mudas, como si dejáramos el diafragma de nuestros lentes abiertos, captando solo lo fijos y borrando el movimiento de nuestros firmamentos melancólicos, interfectos y fétidos. Fingiendo, otra vez, sonrisas, creando muecas para llenar el marco de la postal de un desconocido. Nuestros sufrimientos leídos en cuentos cortos de horror y ficción.

Somos invisibles, cuando nuestros corazones laten al ritmo de tambores tocados por otras manos, que, además, castigan, como si no fueran diosas, sus puños llenos de huesos, cortando pómulos, como si ellas fueran de humo. Victimas de errores cometidos en la infancia de un verdugo, tratan, inútilmente, de fulminar su existencia entre castigos, y ríen, nuestras reinas, entre lágrimas, otra vez, para evitar encuentros de células que se odian inminentemente. 

Somos invisibles, cuando nos perdemos en las botellas de espíritus de otros mundos, y nos damos cuenta que el espejo de nuestras vidas no refleja nada, invisibles, nos acercamos y respiramos para ver la humedad de un aliento que ya no existe, y lo limpiamos rápidamente para evitar crear expectativas en nuestros amados, no vayan a empezar a soñar que son visibles y otros los castigue por la infamia.

Somos invisibles, hasta que tomemos la decisión de eliminar el velo que nos ponen, cuando busquemos nuestras propias soluciones y expresemos que no podemos más, cuando dejemos de buscar culpable, en un mundo donde solo somos nosotros los forjadores del todo. 

Somos y seremos eternamente invisibles hasta que abramos un libro y podamos, entre letras, construir nuestros propios destinos. 

Somos invisibles.