Las nuevas tierras de Ayití, traían nuevas esperanzas para el grupo de Kalinagos del joven Caonabo, el área de Maguana, parecía desolada y fértil para la caza. Su grupo fue recorriendo las islas, brincando de una en una, hasta llegar a la inmensa isla de Ayití.
En las mañanas, después de entrenar a los jóvenes en el uso de la macana, se iban corriendo hasta el gran lago para un rico baño en sus aguas salitres, bajo el asecho de los caimanes, fue por esta razón que una joven taína los sorprendió como si fueran novatos guerreros.
Nunca sus ojos habían visto tanta belleza, ni tanta nobleza, ni unos ojos tan curiosos e inmensos.
- Soy Anacaona, princesa de estas tierras del Jaragua. - dijo la diosa taína.
Todos la vieron sin entender una palabra.
- No entienden tu lengua, soy Caonabo, cacique de los Kalinagos, hemos venido de lejos varias lunas atrás.
Ella continuó acercándose, a Caonabo le temblaban las manos, quería acercarse a ella, pero no conocía las costumbres de las mujeres taínas, y esta niña la quería para él por largo tiempo.
Mientras conversaban, el joven guerrero pudo divisar varios hombres acercándose a ellos, uno era obviamente un cacique, el otro, más joven, quizás su hijo, era un guerrero, con un cuerpo forjado en la lucha, fuerte.
Hablaron por largo rato y Caonabo le pidió llevarse a la joven Anacaona, para su sorpresa, si era una princesa, la hermana del cacique, pero ella aceptó irse con ellos. Caonabo sintió un gran alivio de escuchar la respuesta de la joven princesa taína, para los kalinagos las mujeres no tenían ese tipo de libertad, era obvio que tenía mucho que aprender para compartir su vida con ella.
La noche que nació su hija Higuemota, el cacique Hatuey les contó de rumores de seres extraños en las islas del norte, sus espías en el cacicazgo de Marien decían que eran nuevos dioses que llegaban por el mar, con cuerpos de metal y bestias de otro mundo, que hablan en lenguas extrañas y que pueden plasmar los sonidos en lienzos. Caonabo quería verlos con sus propios ojos, creía en los dioses, los suyos y respetaba todos los dioses de los demás, pero ningún ser que respire y sangre puede auto proclamarse un dios, y para Caonabo, si sangra, muere y si muere, no es un dios.
Cuando llegaron los invasores, su Anacaona fue la primera en identificar que eran hombres, poco civilizados, tenían costumbres salvages, comían como bestias y su hábitos higiénicos tenían mucho que desear, se bañaban poco y los taínos solían bañarse dos o tres veces al día.
Matarlos en el fuerte que llamaban Navidad fue la primera vez que Caonabo disfrutó matar otro hombre, había matado a muchos, pero nunca por gusto, verlos morir fue muy cruel, pero necesario.
Cuando llegó a Jaragua su esposa se bañaba con las niñas en el arroyo, cantaban, producían música golpeando el agua y sus manos, algunas lloraban, Anacaona reía, pero él podía ver las lágrimas en sus ojos.
Del otro lado del arroyo, Magiocatex hacia lo mismo, lloraba, trataba de reír, pero en su cara de dolor solo se podía ver la pena. Anacaona lloraba, pero cantaba por las víctimas.
Cuando Don Cristóbal regresó con muchos soldados y animales salvajes, perros, cerdos, y otras plagas, Caonabo recordó su promesa, pero el malvado de Guacanagarix no había terminado su trabajo y antes de que Caonado y Magiocatex llegaran al nuevo puesto que ocuparon, ya los invasores estaban esperándolo.
- No podéis matarlo, es un cacique, tenemos que juzgarlo en España, este salvaje mató 39 ciudadanos del reino, - dijo Colón a los que atraparon a Caonabo.
- Debemos matarlo lo antes posible, esta creando revueltas con los dóciles, con solo verlo se asustan, - respondió el soldado.
- Mételo en el barco, ¿Qué dice el salvaje? - Preguntó el Botikaku, Colón
Caonabo oraba a sus dioses, y los dioses de su esposa, entre dientes de podía distinguir una palabra que repetía como una maldición, "Jurakan, Jurakan, Jurakan". De sus ojos salía fuego, en vez de lágrimas, pensaba en su Anacaona e Higüemota, sabía que si lo llevaban al infierno de donde se originaban estos salvajes era hombre muerto.
- Jurakan, abraza mis deseos y llévame contigo, no me dejes llegar a donde me quieren llevar, soy tu hijo, no de ellos, - pidió Caonabo, mientras lo esposaban al fondo del barco donde lo llevarían al viejo mundo.
Allí, con sus manos atadas a grilletes, Caonabo empezó a llorar, sus oraciones estaban siendo escuchadas, el dios Jurakan soplaba sus fuertes vientos. Los españoles que acompañaban al cacique podían escuchar sus plegarias y sus fuertes gritos, como los de un animal feroz.
- Baja a soltar al salvaje de los grilletes, - instruyó el capitán a unos de los soldados, - vamos a morir en esta tempestad.
- Lo siento, pero creo que hay algo más en el fondo de este barco, - respondió asustado el soldado.
Entre los gritos y los fuertes vientos el barco fue destrozado, muchos decían que Caonabo murió de tristeza, que lloraba sin parar y que en sus rezos evocaban a sus dioses.
- Gracias Jurakan por darme la muerte en tus brazos. - dijo Caonabo mientras se ahogaba atrapado en el vientre de la bestia de madera.
Vio la sonrisa de su amada Anacaona, sonrió y murió.